Como ya comentaba en un texto anterior, finalmente he terminado por llegar a la conclusión de que sólo hay dos respuestas de la cf a nuestra situación actual que mantengan alguna vigencia: parte de la obra de John Brunner y la semiolvidada película Idiocracia (aunque tenga cierto carácter de culto).
Sobre John Brunner, para hacerlo bien, debería sentarme y releer sus cuatro novelas fundamentales: Todos sobre Zanzíbar, El rebaño ciego, Órbita inestable, y El jinete en la onda del shock. También convendría un estudio un tanto serio sobre cómo un profeta vivió disfrazado de garbancero, o cómo un garbancero devino en profeta. En el origen de su carrera, que comenzó muy joven, enhebró una serie de aventuras espaciales de tercera que no le hacían destacar especialmente de otros autores británicos del momento (tipo Colin Kapp, J.T. McIntosh etc.). Escribía deprisa para poder ganarse la vida, y amontonaba publicaciones con títulos tan esperpénticos como Los súper bárbaros, Esclavistas del espacio o La amenaza psiónica. Sin embargo, ya con treinta años, la publicación de algunos textos más sofisticados como El hombre completo (1964) y Las casillas de la ciudad (1965) hacían suponer que podría ser algo más, una especie de Silverberg menor. Pero no anticipaban el aldabonazo que supondrían esas cuatro obras posteriores del periodo 1968-1974 (que se siguieron alternando con material adocenado de supervivencia).
Brunner no es el más grande, ni el mejor escritor, y de hecho en balance le veo inferior a Silverberg, por el que siento debilidad; pero por alguna razón ha terminado por ser el más pertinente de los autores de ciencia ficción. Este es un concepto que manejo con frecuencia, la pertinencia, en el sentido de capacidad de un texto de ciencia ficción de seguir siendo relevante y efectivo para un lector independientemente del momento en que se lea la obra, de la evolución de la sociedad, la edad del lector o cualquier otro factor.
Los grandes clásicos de la literatura mantienen su pertinencia casi siempre, porque hablan de inquietudes de la humanidad a través de los siglos, que están ahí aunque los personajes vayan vestidos de marineros griegos clásicos, nobles medievales o señoritas decimonónicas. En cf, casi nada de Heinlein y la inmensa mayoría del hard resulta a la postre pertinente; otros clásicos, como Ciudad o Hacedor de estrellas, incluso Fundación, lo siguen siendo a pesar de sus carencias. Pero Brunner es casi el único que se mantiene pertinente tomando el riesgo de jugar a la corta, de hablar de un pasado mañana que ahora ya casi llegó y ha terminado por mostrar algunas similitudes con sus especulaciones. A veces en el detalle, cosa más bien anecdótica, pero desde luego en el tono, en el regusto del zeitgeist contemporáneo. Mucho más que el ciberpunk, cosa que yo mismo no habría esperado en su momento.
La estimable web Alt-64 critica a Todos sobre Zanzíbar con un juicio que encuentro cierto, pero interpreto de forma opuesta:
Aunque la novela es un clásico de la ciencia ficción, y a pesar de su compleja estructura, la imagen que transmite al lector es mucho menos acuciante que la de ¡Hagan sitio, hagan sitio! (1966), obra anterior de Harry Harrison y que también trata el tema de la superpoblación. Es cierto que Todos sobre Zanzíbar es mucho más compleja, que el mundo que describe es más amplio, que el escenario tiene mucho mayor detalle pero, de alguna forma, se queda en simple descripción, sin ser capaz de trasladar una auténtica sensación de angustia, a diferencia de la novela de Harrison.
El tema es justamente que las catástrofes, como estamos viendo, son con más frecuencia apocalipsis suaves, por utilizar una expresión conocida. El mundo de Harrison en esa magnífica novela es en realidad demasiado crudo: uno se pregunta cómo se ha llegado hasta allí, cómo se permitió que la situación degenerara a ese punto sin que se produjera algún acontecimiento traumático o la población se alzara en armas. No es imposible, dada la alienación en que vivimos, pero el salto es demasiado grande. Es más fácil aceptar ¡Hagan sitio, hagan sitio! como alegoría que como anticipación.
El mundo de Todos sobre Zanzíbar sigue su marcha en medio del desastre, como nosotros lo hemos hecho durante la pandemia, fueran las perspectivas buenas, malas o regulares, o como lo hacen también los protagonistas rarunos de las novelas de Ballard. Es un escenario encaminado a terminar no con una explosión, sino con un gemido, y la resiliencia de nuestra sociedad nos asegura que el día en que caiga la civilización, después de incontables señales de que el momento estaba a punto de llegar, habrá gente jugando al Minecraft, pagafantas cortejando a sus amigas, gente acuchillando el suelo de parquet de su casa, empresarios ofreciendo trabajo a cambio de visibilidad y muchachas intentando decidir si son hetero, homo o bi. Quizá todos con mascarilla puesta, tal vez bajo temperaturas de 40 grados a la sombra durante semanas, sometidos limitaciones en el suministro eléctrico o escasez seria de alimentos. Pero buena parte de su vida seguirá siendo la que conocemos porque así es como nos han educado y como hemos vivido siempre, y Brunner fue el que mejor se dio cuenta de ello.
Todos sobre Zanzíbar fue un auténtico tour de force: John Clute destaca que era la novela más extensa que nadie se había atrevido a publicar hasta ese momento bajo la etiqueta de cf. El estilo narrativo fragmentario, heredero de John Dos Passos, y el tono juguetón en medio de la catástrofe casaban con la cf que estaban desarrollando en esa época Delany, Disch o Ellison, pero iba decididamente un paso más allá en cuanto a ambición prospectiva. Las limitaciones de Brunner, que también las tenía, hacen que el libro tenga valles de interés, así como momentos muy poco creíbles, y resulta difícil defenderlo como una obra maestra redonda, pero sospecho que mantiene toda su sensación de vigencia, de apremio. En El rebaño ciego, una novela que describe el cambio climático con precisión quirúrgica hace 45 años, supongo que todo ello debe ser aún más patente.
El otro producto de cf que me ha venido más veces a la cabeza durante esta crisis ha sido una película del responsable de Beavis y Butthead o Silicon Valley, Mike Judge: Idiocracia. Desde su estreno de tapadillo en 2006, una cierta conspiranoia ha rodeado a esta comedieta chiflada, a la que la 20th Century Fox decidió no dar ninguna cobertura publicitaria, ni siquiera los habituales pases previos a prensa, después de hacer una sustancial inversión en su rodaje, y que no puede encontrarse hoy nada más que en alguna plataforma de vídeo, en pago por visión.
Su idea central no es nueva para la cf, pero siempre ha sido objeto de polémica: la degeneración de la inteligencia humana, como consecuencia de la mayor natalidad de las clases sociales menos formadas, el influjo de los medios de comunicación, la bajada de los niveles educativos para intentar rescatar hasta al menos capacitado, un sistema democrático que raramente pone al mando a los mejores, etcétera.
La idea es impopular por cuanto en el pasado fue lanzada al ruedo por gente de muy fea estampa con aún peores propósitos, desde los contrarrevolucionarios dieciochescos hasta los modernos darwinistas sociales, pasando por su encarnación más hardcore, los eugenetistas nazis. Pero también estaba siquiera parcialmente en la esencia de muchos pensadores más ambivalentes, desde Thoreau hasta Ortega y Gasset, y en la cf ha tenido su propio recorrido y su propia polémica.
Ya mencioné aquí el duro intercambio de opiniones que Isaac Asimov y Larry Niven mantuvieron más de veinte años después de la publicación de «La marcha de los imbéciles» («The Marching Morons»), un cuento bastante chabacano de Cyril Kornbluth. Aunque muy por debajo en cuanto a valor literario que sus mejores trabajos, y con un arranque decididamente pasado de moda ya en el momento de su publicación (hay un viaje temporal por la cara), este es el relato más recordado de Kornbluth por retratar una humanidad futura mayoritariamente estúpida, sometida a una elite secreta de individuos que no han caído por esa misma pendiente. Aunque el tema de la involución humana no es precisamente extraño a la cf (desde Wells, una vez más, en La máquina del tiempo, con especial incidencia en Ballard), que se plasme en una sociedad dominada por estúpidos es una idea que no había vuelto a presentarse en sesenta años.
Y la película fue silenciada. No censurada, sino ninguneada, que en nuestra época es la mejor forma de convertirte en irrelevante, evitando el efecto Streisand que produce la censura tal cual.
La sociedad del futuro de Idiocracia solo ofrece comida basura, porno, deportes violentos y absurdos, armas o programas de televisión consistentes en darle golpes en las pelotas a un tipo. En los hospitales hay máquinas tragaperras para intentar conseguir tratamientos gratis. Mostrar pensamiento independiente en algún sentido es no ya social, sino institucionalmente penado, y el lenguaje ha degenerado en una mezcla paupérrima de jerga y gruñidos (muy Beavis y Butthead, en resumen). El diseño de producción es especialmente afortunado, repleto de detalles de fondo: la ropa compuesta completamente por logotipos de marcas, las estanterías y edificios derrumbados, el exhibicionismo patriotero.
La película tiene el trazo grueso característico de su responsable, y de las comedias americanas de la época (2006) en general, pero llegar a ella hoy deja un regusto final enormemente inquietante. Presentada de otra manera, sin las montañas de basura en los escenarios de fondo ni el cretinismo obvio de los personajes, pero con buena parte de los mismos ingredientes, la sociedad de Idiocracia quizá podría ser considerada como una utopía solo parcialmente fallida por un creciente porcentaje de la población.
Porque ahora, de repente, en una crisis de magnitud histórica, nos encontramos con que el presidente de Estados Unidos es un individuo que cree que un virus letal desaparecerá por sí solo y critica en público a su propio científico jefe al cargo de luchar contra una pandemia. Con que el gobierno de la Comunidad de Madrid invierte en sacerdotes para los hospitales y en promoción de la tauromaquia, pero pide voluntarios para rastrear contagios porque no hay dinero. Con que miles de ingleses se agolpan en las playas, un dj escupe alcohol a los asistentes a su espectáculo, miles de chavales hacen botellón porque no parecen concebir otra forma de entretenerse. Con que a un rey corrupto elegido por un dictador asesino se le pueden perdonar sobornos millonarios porque tuvo la amabilidad con sus súbditos de no convertirse en el único monarca absolutista del hemisferio occidental desde la caída del Imperio Austro-Húngaro.
Carlo Maria Cipolla ya dejó sentado que los idiotas son más peligrosos que los malvados, porque no tienen un propósito definido, son impredecibles. Diríase que, pese a mi optimismo al respecto de hace unos meses, hemos quedado en sus manos. Y sólo lo vieron venir Kornbluth y Mike Judge.
Un fenómeno curioso paralelo sobre el que cabría reflexionar es que la denuncia de la estupidez de la mayoría de los mortales ha sido algo muy conservador, muy de derechas. Sin embargo, se ha producido un cambio radical: ahora es justo la derecha la que saca partido de la estupidez, y la izquierda parece haberse quedado bloqueada en un cierto elitismo, del que se le lleva décadas acusando en Estados Unidos y ha llegado más recientemente aquí. Ha sido víctima de su propia trampa, al permitir la degeneración de la educación, el control privado de los principales medios y el embarrarse en peleas internas difíciles de entender: al igual que comunistas y anarquistas se disparaban entre ellos en la Barcelona que no mucho después sería tomada por los franquistas, feministas tradicionales y defensores de la teoría queer se enzarzan en matices que enmascaran una lucha por la hegemonía, el poder y las subvenciones, en vez de combatir juntos contra el renovado vigor del machismo más repulsivo.
La derecha halaga a las personas humildes con la idea de que son capaces de tener pensamientos sofisticados: por ejemplo, que es bueno que los ricos se enriquezcan más, pese a la evidencia inmediata en contra, y sólo alguien mentiroso o poco sutil negará que esa riqueza llegará a los demás. Una vez que esa idea se convierte en refinada y suficientemente respaldada por argumentos de autoridad, te distingue del resto de la masa ovejera. Ni siquiera conseguirán moverte de esa posición para reconocer que te han tangado los datos y que no, los ricos no ponen fábricas y dan trabajo cuando tienen más dinero, porque los mercados financieros son más rentables y seguros, y la última crisis demostró además que son más susceptibles de ser salvados por los estados a causa de los «riesgos sistémicos» que suponen.
En Idiocracia, esto se plasma de manera brillante en un diálogo en el que se defiende que es mejor Brawndo, la bebida isotónica que mana de los grifos, que el agua, que una y otra vez repiten que es el mismo líquido que está en los retretes. «Tiene electrolitos», le dicen una y otra vez al protagonista llegado del pasado. «¿Y qué son los electrolitos?», les responde. «Lo que lleva Brawndo y lo hace mejor». «¿Por qué es mejor?». «Porque lleva electrolitos». Lo más afortunado de este dialogo de besugos es que quienes insisten en lo de los electrolitos miran a su interlocutor como si fuera totalmente imbécil al no percatarse de lo evidente. Lo mismo que el enterao que te explica sin sacarse el palillo de la boca, condescendiente, que los ricos reinvierten mientras los gobiernos malgastan; que un sistema de salud privado que prime los beneficios económicos es superior a otro público que no tenga más obligación que velar por la salud; y que es mejor tener el dinero en su bolsillo que servicios públicos de calidad.
En su descomunal estupidez, los habitantes de la futura Idiocracia se sienten superiores, consideran que es imposible que no estén en lo cierto: el capitalismo les ha premiado con la aceptación global de la masa devenida en pseudoelite únicamente por su capacidad de consumo, no por educación o calidad de vida; gente que «no se deja engañar». Cuando el Brawndo se retira del regadío de los campos, que se han vuelto improductivos, las acciones de la empresa fabricante caen, millones de personas van al paro, y es la propia población la que se levanta en armas para recuperar la situación previa. Consideran que lo bueno para ellos es que la mayor multinacional del planeta vaya bien, por encima incluso del cultivo de alimentos.
(Un problema de Idiocracia respecto a «La marcha de los imbéciles», aunque no es tal porque en realidad es sobre todo una comedia bufa, es que no muestra quiénes son los beneficiados por esa situación, quién impuso la tiranía de Brawndo y cuándo estaría dispuesto a aflojarla para seguir teniendo consumidores en lugar de matarlos de hambre. La sociedad de Idiocracia es insostenible sin un grupo al control, sin alguien que se beneficie de ella. Pero no creo que el propósito de la película sea exactamente la verosimilitud).
Una parte de la izquierda de hoy (una parte no mayoritaria pero magnificada por los medios de comunicación) se ríe de forma más o menos soterrada de las personas humildes que no son capaces de adaptarse de repente a la idea de la necesidad de respetar el burka o comprender que sea buena idea enviar «un abrazo» a un asesino múltiple etarra liberado por la justicia, por poner dos ejemplos extremos.
Esa gente humilde de este país está en un gran porcentaje muy lejos de ser tonta, por mucho que sea inculta, conservadora por miedo y tradiciones o poco sofisticada: ha sido capaz, con unos datos ejemplares para el resto de occidente, de aceptar en un tiempo récord la homosexualidad, reintegrar al País Vasco a la normalidad, reducir las tasas de violencia machista e incluso, en un porcentaje no tan mayoritario pero sí superior al de nuestro entorno, aceptar la inmigración. Por supuesto que hay homófobos, abusadores y racistas, e idiotas ya sin solución que creen que llevar mascarilla es para los demás. Pero uno tenía la impresión de que las malas personas y los imbéciles eran una minoría desarticulada. Hasta ahora, cuando la derecha ha descubierto que la masa puede ser una oportunidad en vez de un peligro si se tocan las teclas adecuadas.
El mensaje de la extrema derecha al ciudadano medio es que tú también puedes ser un cuñao: seguro de ti mismo, capaz de ver más allá de las obviedades progres, indómito al discurso políticamente correcto dominante, independiente, rebelde, individuo. El mensaje de la izquierda a ese mismo ciudadano, en muchos casos, es que no está a la altura, que debe cambiar más y más porque es culpable de montones de cosas (muchas de las cuales, como invadir sitios u oprimir a quien sea, no las ha hecho él, a veces ni siquiera su bisabuelo). El esfuerzo y la educación que permitiera reducir distancias sociales, valores antes de izquierdas, de gente solidaria que buscaba un futuro mejor para sus hijos, se ha permitido que ahora suenen a mandanga de dueño del Mercadona.
En una última pirueta, se le pide desde parte de la izquierda a los ciudadanos que acepten de forma responsable, sin montar lío, que haya un rey corrupto a la fuga y que se aten el cinturón ante la que viene, porque han vivido otra vez por encima de sus posibilidades, lo que suma al menosprecio la sensación de traición. El objetivo básico de los colectivismos, con sus defectos de forma y fondo, era elevar y educar al pueblo, al común; la izquierda actual parece querer igualarla por el mínimo común denominador educativo, y sobre todo hacerla sentir culpable y que expíe por pecados globales o ajenos, en los que además tiene menos responsabilidad casi siempre que las elites.
La cretinización de la sociedad, que en el pasado fue vista como una herramienta de los agitadores de masas de izquierdas, es hoy el mejor aliado de los populistas de derechas, el brazo armado de la reconversión del sistema para que todo cambie con el fin de que todo continúe igual. Y eso se plasma en las dos grandes obras de cf sobre el tema: mientras «La marcha de los imbéciles» tenía un aroma elitista, conservador, y por ello fue atacada en su momento por Asimov, Idiocracia, dentro de su superficialidad, es una película progresista.
Para concluir, me viene a la cabeza un dato. Un estudio de 2016 a cargo del Pew Research Center concluía que el 81% de los estadounidenses afirmaban considerar imposible reconciliar posturas con la gente del bando ideológico contrario. En Estados Unidos se suelen referir a ello como «The Great Divide», y no parece que haya ido precisamente a menos en los últimos meses. No he encontrado datos más actualizados ni referidos a España, pero puedo decir algo por mi parte: yo formaría parte de ese 81%. Antes quizá no, pero estos meses me han radicalizado.
Como expliqué en mi anterior larga diatriba, la pandemia era la ocasión de que cualquiera pudiera entender cuál era el camino correcto: el de la ciencia, la responsabilidad personal, la solidaridad, los métodos más razonables para garantizar la supervivencia. Y luego está lo que hemos visto estos meses en muchas personas, tanto ciudadanos de a pie como gente conocida: escribo cuando todo hace indicar que vamos a paso veloz hacia una segunda ola que, oh sorpresa, vuelve a pillarnos descolocados.
No, no hay forma de que yo llegue a una posición intermedia, a algún tipo de acuerdo, con un amplio abanico de personas. Los antivacunas. Los que se metieron por miles en una plaza de toros sin mascarilla. Los que borran datos de informes oficiales que les hacen quedar mal. Los que defienden que un fulano investigado por corrupción pueda largarse del país. Etcétera. No tenemos nada de que hablar. Creo que son malas personas o profundamente estúpidas. No hay un posible acercamiento salvo que me den la razón, así de claro, porque yo ya no pienso ceder en un solo ápice. Ni los antivacunas va a vacunarse ni yo voy a permitirles que no lo hagan si está en mi mano; no podemos acordar que se les ponga media vacuna, ni lo aceptarán ellos ni lo aceptaré yo. Por mi parte, es una cuestión de supervivencia. Creo que sus posiciones, como las de los egoístas de todo tipo, sean fachas feudalistas u obreros votantes de Vox, no son sólo erróneas, sino peligrosas.
Todo esto tiene su origen también de los pecados de la hegemonía ideológica de la izquierda blanda en el final del siglo pasado. Son consecuencias de la posmodernidad: primero el descrédito del concepto de realidad, que ha convertido en mantra sagrado la mierda de idea «cuando el río suena, agua lleva» para dar paso a una era en la que no ya las fake news, sino los desmentidos impúdicos a cara descubierta son cosa de cada día; después la subordinación del concepto del «bien común» al de la libertad, como si ambas cosas fueran incompatibles o careciéramos como sociedad de la madurez necesaria para determinar cuándo debe primar cada uno de los dos; y finalmente el relativismo cultural, por el que la extensión del «son sus costumbres y hay que respetarlas» ha llevado incluso a disparates como poner en perspectiva la mutilación genital o facilitar el retorno del sarampión.
Históricamente, estas desavenencias se resolvían con una guerra; para bien, como en la II Guerra Mundial, o para mal, como en la Guerra Civil Española, la sociedad resultante dejaba atrás ciertos problemas y se enfrentaba a otros. Hoy, por suerte, al menos hemos avanzado en ese terreno. Una crisis de gran magnitud debería ejercer un efecto purgativo similar. Pero ya empieza a estar claro que no va a ocurrir con esta: gracias a las redes sociales, los medios de comunicación y la estructura general de la sociedad, no habrá una postura ganadora. Y la idiotez será una opción, y exigirá negociar y llegar a posturas intermedias que seguirán siendo estúpidas y dañinas, aunque lo sean un poquitín menos.
Cualquiera, por desnortado que esté, encontrará a sus similares para seguir alimentando el disparate. Y si hay cien, doscientos mil fulanos que no quieran vacunarse, que celebren con un botellón el ascenso del Sabadell o que quieran seguir yendo a los toros porque de lo contrario se coarta su libertad, el esfuerzo del resto será inútil. Y ni siquiera la evidencia incontestable de su responsabilidad servirá para hacerles cambiar de ideas; incluso si muere alguien cercano muchos serán capaces de encontrar un mecanismo para culpar a Bill Gates, al Chepas o al Sursum Corda.
Me llama la atención que la cf, al menos no en ninguna narración que yo conozca, no haya denunciado la inviabilidad de una sociedad como esta. Por mis lecturas, soñé con que era el momento de que la razón se impusiera como mecanismo de supervivencia, y me siento crecientemente descorazonado ante la evidencia de que orgullos y prejuicios puedan imponerse a la solidaridad y la razón.
En este último sentido, creo que la ciencia ficción a muchos nos está decepcionando. Creo que las redes sociales nos han hecho ver cómo son los demás, en mayor cercanía y cantidad que nunca, sin las formas, la educación, el respeto y esos esfuerzos que se hacen en directo. Y ver cómo somos sin esa preocupación por quien tienes delante nos está matando.
Un apunte literario. Hay un cuento de Stephen King, precisamente el que abre la antología “Paisajes del apocalipsis”, y que es el único que falta en la edición de Valdemar por una cuestión de derechos. Se titula The end of the whole mess, y trata precisamente de, no recuerdo si era una mejora o una cura mundial, que tiene el terrible efecto colateral de volver a todos los seres humanos idiotas. Recuerdo que, cuando logré leerlo, me pareció una extinción absolutamente posible. Y pertinente.
Me sorprendió tu optimismo en el artículo que escribiste en marzo. No hay como darse un baño de realidad.
Hay un relato estupendo de Bacigalupi que se titula “La bomba número seis” en el que la gente involuciona también a un nivel intelectual cercano al idiotismo. Vamos camino de eso.
No específicamente esto, pero Gibson ha destacado cómo toda la CF hasta prácticamente antesdeayer, casi casi toda, ha fracasado estrepitosamente en la anticipación más importante de todas: el cambio climático. Y cómo eso, en cierto sentido, deja obsoleta casi casi toda la CF.
Edmond Hamilton tiene un relato llamado “Involución” (Lol…) con una curioso punto de vista de este tema. Algo alejado de lo que se plantea por aquí pero la idea de fondo de la humanidad actual es parecida.