Una mirada a Alice B. Sheldon

Una mirada a Alice B. SheldonDejé de pedir la traducción de obras breves completas hace tiempo. Aparte de la heterogeneidad de este tipo de libros, basta mirar lo ocurrido con los colecciones de cuentos publicadas por Gigamesh para percatarse de su viabilidad más allá de dos o tres nombres. Tampoco parece que los “Lo mejor de…” tengan especial eco entre un público cada vez más atado al novelón de chorrocientas páginas/partes, salvo los dos o tres autores evento que han sabido hacerse un hueco para sus cuentos. En este contexto, ya había perdido la esperanza de ver la obra de James Tiptree, Jr. / Alice B. Sheldon con una nueva traducción. Ha tenido que llegar un proyecto modesto como Crononauta para poner su nombre de nuevo en las librerías. Recupera a una escritora esencial para entender la ciencia ficción de la segunda mitad del siglo XX con un volumen, cuanto menos, atípico.

Lejos de apostar por una colección de relatos al uso, Una mirada a Alice B. Sheldon se ha concebido como una presentación. Incluye una introducción, tres narraciones acompañadas de sus notas contextualizadoras e ilustraciones de Chari Nogales, y un breve ensayo de la propia Sheldon: “Una mujer escribiendo ciencia ficción”. Este texto, redactado meses antes de su muerte, apareció en Women of Vision. A partir de las preguntas de Denise Du Pont, escritoras como Ann McCaffrey, Joan D. Vinge o Marion Zimmer Bradley cristalizaron en una serie de ensayos sus ideas sobre sus respectivos procesos creativos. En el suyo, Sheldon hace una puesta en situación que, a flor de piel, expone su compleja relación con el mundo en que vivió y la ciencia ficción. Plasma los temas que la guiaron al idear sus historias, las contradicciones derivadas de su publicación detrás de un seudónimo o los problemas que experimentó con parte de sus amistades del fandom cuando descubrieron quién estaba detrás de James Tiptree, Jr. en una labor de autodefinición cargada de emoción. Además el equipo detrás del libro le saca el máximo partido; ha seleccionado tres narraciones que resuenan en la frecuencia de las ideas planteadas en “Una mujer escribiendo ciencia ficción”. De esta manera, Una mirada a Alice B. Sheldon ejerce como pertinente muestrario de una obra repleta de talento.

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Fracasando por placer (XXIII): Mensajes de la era del ordenador, selección de Thomas F. Monteleone. Ultramar, 1986

Mensajes de la era del ordenador

Sí, en 1986 ya nos lo veíamos venir. Creo que yo ya tenía un Spectrum hacia ese año, y jugaba al Elite después de cargar con una casette; llegué a conseguir el mecanismo de aterrizaje automático, accedí a varias galaxias (cada una con 256 planetas), vi explotar novas. Pese a maravillas semejantes, no creo que hubiera sido capaz de anticipar cosas como que, apenas cinco años después, pasaría toda mi jornada laboral delante de un ordenador. De las redes sociales, El Rubius, los podcast, Disney Plas y el meme que se pasó de moda ayer ni hablemos.

El cambio se veía venir, no así su alcance ni su verdadera naturaleza. Revisar este librito desde la óptica actual tiene un componente sociológico más que curioso. Hay intuiciones, pero en él la revolución del ordenador se limita a situaciones concretas de corte siempre muy similar, y se dispara a la hora de evaluar la cercanía de la inteligencia artificial “dura”. Que el ocio y la vida laboral de un porcentaje tan alto de personas corrientes pasara por un dispositivo se ligaba sin problemas a los robots (como compañeros de juegos, facilitadores de la vida cotidiana o incluso parejas sexuales), pero jamás a los ordenadores o a su evolución en forma de televisiones o teléfonos. Simplemente, nadie pareció ver (supongo que en el campo especializado de la tecnología sí, pero a esas alturas desde luego no en la ficción o la política) que el centro del tema sería la distribución de información y la comunicación omnipresente. La conversión de casi cualquier contenido cultural en algo disponible al instante y de casi cualquier ciudadano en potencial creador de contenidos.

Thomas Monteleone, además, peca de excesivamente prudente o conservador en esta selección de cuentos sobre el tema. Abundan en ella aportaciones que en realidad no tienen gran cosa que decir salvo un chiste que hoy resulta bien obvio, bien obsoleto, mientras no hay presencia de un solo escritor ciberpunk. Es verdad que Neuromante se publicó ese mismo año, pero Gibson llevaba seis alumbrando cuentos, algunos tan significativos como “Johnny Mnemonic” o “Quemando cromo”. El resto de la alineación titular del movimiento —Bruce Sterling, Pat Cadigan, John Shirley, Lewis Shiner— llevaban al menos seis años en activo también; Rudy Rucker cuatro. En cambio, Monteleone pidió relatos inéditos sobre el tema a segundones tan justamente olvidados como Robert Vardeman, Ralph Mylius o David Bischoff, o a algún nombre relevante de dudoso encaje aquí como Roger Zelazny. Sólo tiene sentido haber convocado para la ocasión a John Sladek, un autor que hizo historia con varias obras sarcásticas, pero también profundas, sobre mecanización.

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Ahora solo queda la ciudad, de Cristian Romero

Ahora solo queda la ciudadLa originalidad de los ocho relatos (siete cortos y uno largo) que integran Ahora solo queda la ciudad se manifiesta de muchas formas diferentes. La más importante de ellas —quizá también la más sutil— probablemente sea la pluma del autor, el colombiano Cristian Romero, que no solo escribe muy bien sino que, además, lo hace con un estilo propio, muy marcado y reconocible, que rezuma personalidad. El autor se expresa con frases breves y cortantes, manifiesta una cierta querencia hacia el feísmo y la mala baba, y demuestra una habilidad especial para retorcer mensajes que comienzan siendo amables, como si hubiera decidido dar un pequeño respiro al lector dentro de una trama cargada de tensión, y terminan siendo devastadores. En «Más allá de las ruinas», un personaje acaricia a un cachorrillo al que guarda en una caja, entre mantitas, para acto seguido revelarnos el destino de sus hermanos: «A los siguientes cachorros los hundió en un balde con agua. Luego se los comió asados.» En «Vientre», alguien alaba la belleza del paisaje con un «Mira qué lindo se ve el cielo» y a continuación se pregunta enseguida, en referencia al apocalipsis inminente que parece cernirse sobre ellos: «¿Cómo será cuando se chamusque?» Por poner solo un par de muestras sobre la capacidad de Romero para jugar con nuestras expectativas.

Del mismo modo, las tramas de sus cuentos rehúsan adaptarse a moldes o ideas preconcebidas. A lo largo de Ahora solo queda la ciudad me sorprendí en varias ocasiones asumiendo que el relato que acababa de empezar a leer iba de una cosa (una historia de vampiros, por poner un ejemplo, o un cuento de fantasmas de corte victoriano) para acabar descubriendo pocas páginas más adelante que los planes de Romero transcurrían por caminos muy diferentes de los que yo había anticipado. Y así, lo que yo había tomado por un vampiro resultaba ser el descendiente de una familia adinerada (y con acceso, por tanto, a costosas intervenciones de ingeniería genética) en un futuro post apocalíptico; y el supuestamente familiar escenario de terror clásico (mansión con muebles polvorientos y servidumbre a la que se llama tocando una campanilla) tampoco tardaba demasiado en romper mis esquemas entre salpicones de sangre y pus. (Ambos ejemplos, acabo de darme cuenta, corresponden a las dos primeras historias del volumen, y creo que es porque a partir de cierto momento el lector aprende a entregarse, sin más, a la idiosincrasia peculiar de esos relatos, a su —por así decirlo— cristianromeridad, y a disfrutar de las narraciones sin tratar de descifrarlas antes de tiempo, a sabiendas de que el autor le va a lanzar un gancho a la mandíbula en algún momento, pero abandonando toda esperanza de poderlo esquivar.)

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Quemando cromo, de William Gibson

Quemando cromoLa verdad es que no me gustó mucho cuando lo leí. Hará diez o doce años cogí Quemando cromo convencido de tener un libro importante en las manos, creyendo, además, que era una buena puerta de entrada a un autor clave –quizá el más destacado– de la década de los ochenta, y nada: aburrimiento total, desconcentración, desinterés y rechazo. Las cosas a veces pasan así. Pero ahora, buscando entre unas cajas amontonadas una antología de Jack London, me encontré con el libro, y, al tenerlo ahí, decidí releer “Johnny Mnemónico” para ver, ya de paso, la película, y, aunque no era la intención, lo acabe leyendo entero por segunda vez. No entiendo qué es lo que no funcionó en su momento, porque estos cuentos, estas cápsulas ciberpunk de oscuridad y deshumanización, tienen un fulgor impactante, una bruma y un residuo que perduran. Ahora lo veo todo claro.

Ese primer desencuentro se debió quizá al imaginario dominante, tan áspero, de los cuentos, fruto de la superposición de planos: lo postapocalíptico superpuesto a lo cotidiano real de cada día. Como si William Gibson hubiese imaginado un futuro asolado para arrastrarlo, luego, hacia nuestro presente, consiguiendo una hibridación de estéticas donde las visiones de la humanidad se confunden en un único plano original –nuevo– para que así veamos que la desesperanza y la grisura que se le atribuyen a los mundos postapocalípticos en realidad ya están aquí, en las megaurbes, en la capitulación de las ilusiones y emociones humanas ante los intereses económicos. El postapocalipsis es ahora y no es regresivo, fruto de una involución; el ciego avance lucrativo nos llevará (¿nos ha llevado ya?), como vemos en estas cápsulas de Gibson, a un postapocalipsis tecnologizado y multitudinario, entremezclado sutilmente en nuestra rutina.

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Recovering Apollo 8 and Other Stories, de Kristine Kathryn Rusch

Recovering Apollo 8 and Other StoriesViví la última edición en España de la revista Asimov’s desde una cierta decepción. En un contexto donde apenas la revista Gigamesh traducía relatos de fuste, los 21 números seleccionados por Domingo Santos y publicados por Robel fueron un continuo quiero y no puedo. Apenas “La niña muerta”, de José Antonio Cotrina, “El hielo”, de Steven Popkes , “La pequeña diosa”, de Ian McDonald y tres o cuatro relatos más destacaron por encima de la atonía general. Entre ese puñado de nombres que han perdurado en mi recuerdo está el de Kristine Kathryn Rusch. En el mismo número que “La niña muerta”, el 5, se incluyó “16 de junio en Anna’s”, una emocionante semblanza del sentimiento de pérdida y todo lo que desconocemos de las personas con las que más tiempo compartimos. Durante el año siguiente aparecieron en España otro par de historias de Rusch que realimentaron ese buen recuerdo: “Buceo en los restos del naufragio” y “El bosque por los árboles“. La curiosidad por leer alguna de sus colecciones de relatos me ha acompañado desde entonces y con Recovering Apollo 8 and Other Stories he satisfecho ese deseo. En esta ocasión revestido de un cierto amargor.

Ya he apuntado alguna vez mi evolución estos últimos lustros como lector. Un proceso alentado por el perfil de lecturas y escritores a los que me he ido exponiendo, cada vez más alejado del núcleo del fandom en el que estuve durante mi etapa en los foros de cyberdark. Y aunque todavía soy capaz de apreciar aquella ciencia ficción cultivada por los autores más próximos a las colecciones de género, me he descubierto cada vez más perezoso a la hora de acercarme a ellos. Esto es lo que, por ejemplo, me ha llevado a cambiar ligeramente mi valoración sobre “Buceo en los restos del naufragio”. Leí esta novela corta nada más salir el volumen del UPC con los agraciados en 2005, fundamentalmente por poder leer algo más de Rusch, y salí satisfecho. Aunque la percibí como una space opera muy conservadora, en las antípodas de la escrita por autores británicos surgidos a la sombra de Iain M. Banks, aprecié ese ejercicio de clasicismo sobre el descubrimiento de un pecio y su exploración por una partida de buscadores de fortuna. Quince años más tarde he vuelto a disfrutar con esta narración a mitad de camino de “La estrella de la plaga” y Horizonte final, que planta a una capitana ante un derrelicto y la continua tensión entre proteger a su tripulación y satisfacer sus respectivas codicias. La presentación de personajes y el desarrollo de la historia conforman un flujo muy bien establecido. Sin embargo, esta vez he trastabillado con una pobre dinámica de personajes, excesivamente vehiculares, y una atmósfera muy torpe a la hora de transmitir el peligro que encierra el descubrimiento.

Como al resto de la artillería pesada de Recovering Apollo 8 and Other Stories, la excesiva seriedad de los elementos del argumento y su transmisión deriva en una pérdida de sabor una vez se han expuesto sus principales guías. La pretendida búsqueda de verosimilitud conduce hacia una ausencia de color, de una amenaza más profunda, de un punto extravagante y la trama se abandona a un clímax insípido. “Buceo en los restos del naufragio” es entretenido pero, sin asideros para aferrarse a la memoria, languidece. Poco después Rusch regresó a esta historia para extenderla hasta la extensión de una novela, Diving into the Wreck, inicio de una serie con una quincena de entregas. Supongo que ha sido capaz de darle más mordiente.

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Fracasando por placer (XXI): The Best Science Fiction of the Year 3, selección de Terry Carr, 1974

The Best SF of the Year 3

Terry Carr fue un nombre importante en el género durante una temporadita larga, creo que no sería injusto incluso decir que fue quien claramente partió el bacalao, a la manera de John Campbell décadas antes y Gardner Dozois después de él mismo, al menos durante un breve periodo, entre los años setenta y comienzos de los ochenta. Fanzinero experimentado, se convirtió en editor profesional de la mano de Donald Wollheim, con el que co-editó a lo largo de los sesenta las antologías World’s Best Science Fiction de Ace Books. Cuando los dos partieron peras al parecer no del todo amigablemente, Carr retomó la idea de Damon Knight de hacer antologías de textos originales (que había arrancado con Orbit), que pagaban mejor que las revistas, y comenzó la serie Universe, así como sus propias recopilaciones anuales de material escogido. Ambos proyectos terminaron con su prematura muerte, a los 50 años, en 1987.

Mi impresión, desde fuera, es que Carr tuvo una influencia decisiva en la consolidación de una tendencia que podríamos calificar como «post new wave», que corrió paralela al cierto neoclasicismo de los setenta, una década protagonizada por el retorno a primera línea de los clásicos (Asimov con Los propios dioses, Clarke con Cita con Rama, Bester con Computer Connection…) y autores de corte más sobrio que los nuevaoleros anteriores, digamos neoclásicos  (George R. R. Martin, John Varley, Orson Scott Card y C.J. Cherryh podrían ser los más destacados, sumados al protagonismo de Larry Niven).

Esta «post new wave» llevaría el experimentalismo de la corriente precedente a la capacidad de situar historias «en inmersión», en escenarios no justificados ni reconocibles, y en particular con el uso de personajes totalmente alejados ya de los estereotipos del género. En líneas generales, yo diría que son sobre todo deudores de nuevaoleros «independientes» como Roger Zelazny y Ursula Le Guin, y no me parece menos significativa la reivindicación en ese contexto de un autor que parecía en una posición un tanto de outsider pese a llevar publicando desde finales de los cuarenta, como era Jack Vance. Los dos nombres más relevantes que quedarían de ese periodo serían dos de características muy disímiles como Gene Wolfe y James Tiptree Jr, si bien el dominador de estos años y de esa tendencia fue un viejo zorro que había sido también protagonista en ciclos previos, Robert Silverberg.

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Las voladoras, de Mónica Ojeda

Las voladorasLas voladoras es una colección de cuentos en la línea de los primeros libros de Mariana Enriquez publicados en España por Anagrama. Desde una mirada comprometida y una propuesta estética propia, Mónica Ojeda se acerca en sus ocho relatos a aspectos relevantes de la actualidad, ahondando la vía abierta en Nefando y Mandíbula. Este carácter potencia la sensación de conjunto, aunque no ha sido suficiente para pasar por alto pequeños excesos o carencias que, tal y como los percibo, desequilibran varias historias. Veamos por qué a partir de una de ellas: “Soroche”.

“Soroche” se sostiene sobre los abusos que padece una mujer: de su marido y, colateralmente, de su grupo de amigas más cercanas. Lo viciado de sus relaciones se evidencia desde el momento que cada una de sus protagonistas cuenta cómo valora al resto en primera persona. Unos pensamientos que detallan unos vínculos donde lo que cada una expresa está en continua contradicción con lo que creen. La toxicidad en la que se maceran realimenta la baja autoestima de la víctima y la empuja a dar un salto transformador delante de sus compañeras. Esas perspectivas en primera persona, formuladas a modo de confesión, se suceden de manera certera y desnudan sin miramientos la hipocresía general. Sin embargo, todo lo que tiene “Soroche” para promover una reacción a partir del daño padecido por la víctima se enmaraña y se ahoga acogotado por una retórica exagerada. Sin tregua, Ojeda insiste en esa falsedad en el trato y subraya cuestiones innecesarias (la clase social) en una formulación que escora los retratos hacia lo paródico. Si le sumamos lo precipitado del desenlace, la gravedad se evapora y las virtudes del relato quedan neutralizadas.

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Fracasando por placer (XX): Conduciendo a ciegas, Ray Bradbury. Ed. Minotauro, 1999

Conduciendo a ciegas

No sé si mi caso será único, pero del panteón que se va consagrando como referentes de la historia de la cf, al que más pereza me da leer habitualmente es a Ray Bradbury. Y por supuesto que no me refiero a Crónicas marcianas, Fahrenheit 451, El hombre ilustrado o, en menor medida, La feria de las tinieblas, sino sobre todo a la sucesión de antologías y algunas novelas sueltas que fue publicando desde mediados de los sesenta.

Ni siquiera sé a ciencia cierta cuántos de esos libros he leído o tengo, lo cual es bastante raro en mí. Me queda de ellos una nebulosa imagen conjunta: relatos breves, de la extensión que gusta a las revistas literarias o suplementos dominicales estadounidenses, donde aparecieron muchos de ellos; acabado impecable en lo formal; tono cultopopular, marca de la casa; argumentos que en numerosos casos no pasan de la anécdota trivial; mucha infancia; la famosa sensación de nostalgia bradburiana; más allá de ella, cursilería en dosis capaces de tumbar a un quinceañero sobrehormonado.

Comentando el tema años ha con Paco Porrúa, me dijo que seguía publicando esas antologías que pasaban mayormente inadvertidas en nuestras librerías no sólo por su conocida fidelidad a sus autores, sino porque el tono le resultaba entrañable, no faltaban ocasionales buenos cuentos y las ventas en Sudamérica eran siempre buenas, al punto de que con el tiempo terminó por no conseguir los derechos para ese mercado por las superiores ofertas de Emecé. Elia Barceló, que me escuchó una vez comentar algo al respecto, me hizo leer «La historia de Laurel y Hardy», incluida en El convector Toynbee, y no tuve ningún problema en reconocer que es un relato de una sensibilidad y un buen gusto sobresalientes. Pero cuando tiempo más tarde me puse a completar la lectura de la antología, tuve la sensación de reencontrarme la mayor parte del tiempo con mis prejuicios: ideas que Stephen King descarta por falta de chicha, evocaciones de aroma chejoviano pasadas por la imaginería de la América Eterna, reacionarismos bienintencionados, olvidables naderías de ejecución intachable.

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Evelyn E. Smith Resurrected

Evelyn E. Smith ResurrectedUna de las posibles lecturas de la columna mensual Fracasando por placer está en hacerse un listado de escritores a descubrir o evitar. Utilizar esa historia a vuela pluma de la ciencia ficción como servicio de rastreo para llegar a disfrutar de una obra… si se domina la lengua inglesa. Ya sea desde editoriales de EE.UU. o del Reino Unido, es fácil hacerse con libros de todos esos autores, especialmente en el campo de las ediciones digitales o las pequeñas tiradas en papel. El reducto donde hasta el más insignificante garbancero de las revistas de los 40 o 50 ha encontrado espacio para ver reeditada parte de su obra. De su tercera entrega, una de las selecciones de Bruguera, obtuve dos nombres: Robert F. Young, que ya he comentado por aquí, y Evelyn E. Smith.

Evelyn E. Smith Resurrected contiene nueve relatos de las cuatro docenas que esta escritora publicó entre las décadas de los 50 y los 60. Sin saber demasiado, es posible que le falten algunos para poder considerarla como un “Lo mejor de”. Para empezar ninguno se cuenta entre los traducidos; por ejemplo falta “BAXBR/DAXBR”, uno de los más conocidos que apareció en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Sin embargo ocho de los nueve fueron publicados por la Galaxy de Horace Gold entre 1954 y 1958, en la jerarquía de la época una señal indiscutible que en su interior hay algo más que la labor de un jornalero de las revistas.

Ya sea porque tenía esta inclinación o por la labor de selección de Greg Fowlkes, la mayoría de relatos aquí reunidos se acercan a la otredad y al primer contacto, unas ideas que Smith trata desde una visión genuina. Frente al impacto de lo grandilocuente/colorista y el giro final, Smith pasaba de puntillas por el sentido de la maravilla y la (fanta)ciencia de la escuela Campbell para cargar sus historias del mismo arsenal que alimentaba la comedia de costumbres y la screwball de los 30 y los 40, con algunas adaptaciones. A los diálogos de réplicas y contrarréplicas casi perfectas, un tono ligero y arranques de mala baba al satirizar las convenciones sociales, la relación entre los sexos o la maternidad, Smith rebaja el tono romántico y eleva el del absurdo. Esta receta es evidente en mi relato favorito de la colección.

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Fracasando por placer (XIX): Antologías que más o menos pretendían ser globales y/o definitivas

New Está lleno de estrellas

Voy a ir un paso más en el comentario previo acerca de esa obsesión por hacer antologías tan propia de la ciencia ficción, centrándome en las que se han consagrado a presentar el género en su conjunto. Hay unas cuantas. Supongo que por un lado tienen gancho comercial dentro, y por otro pueden atraer a algún curioso completista de fuera. El caso es que van unas cuantas, y aunque ya hablé extensamente de la que tal vez sea la primera, Adventures in Time and Space, permítaseme un repaso breve a todas las que poseo, que creo que podrá ser útil a algún lector con el mismo tipo de trastorno psicológico (en realidad, lo hago porque seguro que aparece alguien que conoce otras que me faltan), o bien para quienes vayan a escribir un ensayo para un medio generalista sin tener ni idea de la historia del género y quieran tener la honradez intelectual de informarse mínimamente leyendo alguno de estos tochos.

Excluyo de este repaso a las antologías muy limitadas de alguna forma (a un año, a una revista, a un premio, a una temática), para ir a las que se supone que han escogido a calzón quitado los mejores relatos de la historia, o de un periodo suficientemente amplio, al parecer del seleccionador. También me salto las que han sido bautizadas en español con títulos rimbombantes pero en realidad se corresponden a contenidos menos ambiciosos: el caso más notable es el de Los mejores relatos de ciencia ficción, prologados por Narciso Ibáñez Serrador, que tuvo varias ediciones en Bruguera y se correspondía a dos antologías de buenos cuentos escogidos por Groff Conklin, puestas una detrás de otra.

Y no, no las he leído todas enteras, pero sí son para mí un muy útil material de referencia, por supuesto. Las coloco por orden de publicación original, aunque en muchas ocasiones tengo ediciones posteriores. Me abstengo de mencionar la ocasional inclusión de Cordwainer Smith por no insistir siempre en lo mismo.

Prepárense para el chaparrón de namedropping, estimados amigos, porque esta vez va a ser de órdago.  Sigue leyendo