El libro de otro lugar, de China Miéville

El libro de otro lugarEs de admirar la honestidad de Keanu Reeves al reconocer que no escribió una palabra de El libro de otro lugar. Pierde un poco de agarre cuando se pone místico y añade que deseaba compartir el viaje con otro autor, pero tampoco hay que ponerse exquisitos. Esto de la escritura por designación, donde un autor pone el nombre y las/algunas ideas y el otro echa el resto, tiene su recorrido. A mi, por tradición y fidelidad a los grandes nombres de la cf, me gusta recordar las continuaciones de Cita con Rama firmadas al alimón entre Arthur C. Clarke y Gentry Lee, los libros de Venus Prime con los nombres de Arthur C. Clarke y Paul Preuss en la cubierta, o las tres novelas urdidas en “colaboración” entre Isaac Asimov y Robert Silverberg. Pero hay más. A poco que busques, ejemplos no te faltan.

Según lo veo, escribir las historias originales en las que se basan, ser el artífice de (la mayoría de las) ideas sobre las cuales se desarrollan las narraciones, no te convierte en el autor con derecho a tener tu nombre en posición de privilegio en la cubierta delantera. Al menos en El libro de otro lugar figura el nombre de China con el mismo tamaño que el de Keanu. Ese China MIéville que a estas alturas del siglo XXI debiera estar franquiciando su mundo de Bas-Lag y viviendo de los derechos de los videojuegos o la serie basada en su creación y, sin embargo, ha puesto su pluma al servicio de Keanu y la editorial que tuvo el ojo de promover esta novela. Saboteando desde dentro esta maniobra de la mercadotecnia de poner el fruto de tu trabajo al servicio del nombre que vende la obra. Sí, sabotea. Uno tiene a China como una persona con convicciones y si ha terminado formando parte de esta cadena de escrituras en colaboración, con un texto tan pretencioso, vacuo y, lo que es peor, aburrido, ha sido para poner cargas de demolición desde dentro.

No tengo pruebas. Tampoco dudas.

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Robocop

La subversión de la democracia por medio de las concentraciones del poder privado es, desde luego, un fenómeno familiar.

Noam Chomsky: Estados fallidos.

RoboCopDura, desoladora película donde las haya. Revisitas hoy Robocop y no sólo no ha perdido nada de fuerza sino que, en esta expansión de Estados policiales en la que vivimos, con la presencia invasora y psicopática de la policía en las calles, es más importante que nunca volver a ver la película con la que Paul Verhoeven –uno de los mejores directores europeos vivos– llegó a Estados Unidos, desde los Países Bajos, a finales de los años ochenta con su imaginario y su irreverencia.

En una Detroit asediada por la droga y las violencias derivadas del tráfico de la droga, presentan, en la sala de reuniones de la cúpula masculina y bien vestida de la megacorporación de turno, la última ratio en armamento policial (o militar): un robot (pelín ridículo, todo hay que decirlo), levemente avícola –si me preguntan yo diría que directamente gallináceo– que más que defender a la ciudadanía se percibe como un ataque a cualquier cosa que se desvíe un solo milímetro del orden privado, o, visto de otra manera, como un arma de la policía para defenderse –como institución– frente a los peligros del desenfrenado crimen urbano. Medio minuto después somos testigos de cómo la máquina, desajustada o no, tirotea a uno de los ejecutivos en una escena orquestada por Verhoeven con un frenético sentido del ritmo que será una de las constantes a lo largo de la película. Una escena de una violencia difícil de digerir.

Esos son los primeros compases de la película, un adelanto para que veamos dónde estamos a punto de entrar y en qué consiste ese cóctel de violencia de Estado, capitalismo y ciencia ficción urbana. El punto de partida es sencillo: Peter Weller, acompañado por Nancy Allen, su recién asignada pareja laboral, pronto recibirá más balazos que Faye Dunaway y Warren Beatty en Bonnie & Clyde, y de ahí pasará, ciencia ficción mediante, a ser el Robocop que todos conocemos.

El caso es que la película es tanto una radiografía de la violencia estructural de un Estado corrupto como la historia de alguien que en ese mundo quiere recuperar su humanidad. El lento camino a casa de alguien que está solo y herido.

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Cuadernos de humo sagrado, de Alan Moore

Cuadernos de humo sagradoLa frontera entre el artículo divulgativo y el ensayo mola cuando se aprovechan todas sus posibilidades. Tomemos como ejemplo el primero de los tres textos incluidos en Cuadernos de humo sagrado: “Buster Brown en las barricadas”. Alan Moore hace un repaso de la historia del cómic en EE.UU. y el Reino Unido desde sus orígenes, fuera de las esferas culturales tomadas como respetables, hasta su aceptación y conversión en una forma de arte respetable en su acepción de “novela gráfica”. En las 100 páginas que le lleva ese recorrido, recuerda algunos de sus nombres y obras más importantes con una componente personal relevante. Moore escribe desde su experiencia, imponiendo en el relato histórico un aspecto subjetivo que nunca oculta y le sirve para atar una serie de hechos que termina conectando desde un punto de vista ideológico.

El más llamativo es la explosión del pulp de los años 20. Según cuenta Moore, el motivo por el cuál la mayor parte de la industria impresora se encuentra en Canadá no se reduce solo a los costes del papel y la impresión; también se origina en el encubrimiento del tráfico de alcohol durante el dominio de la ley seca. Esto le permite establecer lazos que trascienden lo económico y abarcan desde la ruptura de un orden social estanco, donde la gente de bien se ve obligada por las circunstancias a romper la ley/las normas del “decoro” junto a personas con las que de otra manera jamás coincidiría, al fenómeno de usurpación de derechos de autor sobre la cuál se levantó todo el fenómeno de los personajes pulp y el mundo superheroico, sin el cual no podría haberse producido el lucro empresarial que a día de hoy da pingües beneficios en el cine o la producción de videojuegos. Una consecuencia de la apropiación de los derechos de autor iniciada en aquel período.

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Los sueños de Lincoln, de Connie Willis

Los sueños de LincolnA pesar de lo que me gustó El libro del día del juicio final, de Connie Willis soy más fan de las novelas cortas y relatos que de las novelas. De ahí mi fe en que Los sueños de Lincoln, su primera novela publicada en solitario en 1987, con menos de 300 páginas, tuviera algo, mucho, de sus mejores historias breves. Esa suma de ingenio, reflexión ligera y humor sin caer en la autocomplacencia y el caos; un riesgo para el drama o la comedia cuando las tramas se extienden y se dispersan.

Los sueños de Lincoln toca varios palos. Primero, es una novela que especula sobre la naturaleza de los sueños. Annie, una joven, parece conectarse mientras duerme con los sueños que tuvo el general Lee en plena Guerra de Secesión. Es atendida por un psiquiatra con una praxis más que cuestionable, Richard, y con el cual mantiene una relación. Richard pide ayuda a un antiguo compañero de universidad, Jeff, que trabaja como investigador de Broun, un escritor especializado en la Guerra de Secesión, en trámite de terminar una novela alrededor de la batalla de Antietam. Jeff se huele que algo sucede con Annie y se escapa con ella en dirección a Fredericksburg para iniciar una investigación sobre la figura de Lincoln y sus sueños, un tanteo de lo que Broun pretende sea su siguiente libro. Su llegada a la ciudad, en pleno corazón de las diferentes campañas que Lee dirigió en Virginia, realimenta la condición de Annie, atormentada por nuevos sueños que alientan las preguntas de Jeff y las interpretaciones para descubrir qué puede haber detrás.

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Estrellas perdidas, de Claudia Gray

Estrellas perdidasDe las novelas de Star Wars escritas por Claudia Gray, Fernando Ángel Moreno habla muy bien de Linaje. Una historia previa a El despertar de la Fuerza en la cual la princesa Leia se las tiene que ver con las complejidades de una Nueva República obligada a luchar contra los restos del Imperio y las dificultades de un sistema político necesitado de unos valores que cuesta mantener. Sin embargo, no es el único libro escrito por Gray protagonizado por dicho personaje; Leia: Princesa de Alderaan es un relato previo al Episodio IV con connotaciones más juveniles que, ahora mismo, no tenía tiempo para leer antes de meterme con Linaje. Así que, después de más de dos décadas sin echarme al gaznate una novela de La guerra de las galaxias, he retomado la franquicia con Estrellas perdidas. Otra novela con buenas críticas en la que Gray cultiva el space opera romántico con una evidente composición juvenil.

Sí, digo juvenil y no Young Adult. Además de repelerme esta etiqueta no hay nada en Estrellas perdidas que me haga pensar que no está pensado para su lectura desde los 13 o 14 años. Servidor se fraguó en un momento en el cual la literatura como producto vivía al margen de la mercadotecnia y las recomendaciones/divisiones por edades tenían menos fronteras. Como producto destinado a personas en la postadolescencia (si es en quienes se piensa con esta etiqueta), hay muchos detalles en los cuales Estrellas perdidas podría haber tenido más recorrido, comenzando con una plasmación pacata del amor romántico. Uno no necesita un despliegue de manifestaciones físicas del amor cercano a la Sonrisa Vertical, pero la parte romántica se habría beneficiado de una faceta más carnal que las secuencias para todos los públicos con fundidos en negro que despliega Gray. Aunque claro, si la visión del amor que se quiere mostrar está pensada para lectores recién salidos de la escuela dominical metodista o pentecostal, Estrellas perdidas pasa el filtro. Más cuando viene acompañado de la castidad monacal del resto del relato donde cualquier mención a la sexualidad de la gente joven que la protagoniza queda relegada a la imaginación de un lector que se pregunte por dónde quedó la libido y las ganas de jarana de esos jóvenes adultos de permiso en Coruscant.

Puedo pecar de exagerado en esta percepción, y de sensacionalista a la hora de formularla. Pero ya digo que me repele cada recomendación que se hace de este libro recurriendo a esa etiqueta. Aprecio una autoindulgencia digna de mejor causa en algo que sólo los cretinos hacen: sentirse mal por lo que se lee cuando ese material puede darse también a la chavalería. Añádanle el desprecio a la amplia literatura juvenil previa a la aparición de la etiqueta Young Adult, dentro de la cual Claudia Gray se desenvuelve con solvencia. Lejos de la categoría obra maestra, pero en sintonía con multitud de buenos títulos que se pueden encontrar en ella. Apenas le falta una mayor convicción en su manera de contar las cosas para no terminar cayendo en la sobreexplicación de temas/posturas por pura desconfianza en si se entenderá lo que ha ido contando. Cuando la secuencia narrativa que conduce Estrellas perdidas es meridiana.

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Vulcan!, de Kathleen Sky

Novelas de Star Trek

Decíamos ayer que las novelas de Star Trek están muy bien. Las que he leído son parte, o se publicaron como parte, de una serie llamada Star Trek Adventures, y son reediciones que se hicieron en los años noventa de algunas novelas de los setenta, antes de que Robert Wise estrenase Star Trek. The Motion Picture, en 1979. Adjunto foto de algunas de las que tengo para que se vea que son altamente coleccionables, con sus evocadores retratos de la tripulación, todos ellos obra de Alister Pearson.

Y lo que me pasa ahora es que, viendo las series, pienso: cada capítulo es un cuento de ciencia ficción; y leyendo las novelas, pienso: cada novela es un episodio.

Vulcan!, de Kathleen Sky, me ha parecido, de momento, de lo mejor que he leído: una excelente novela sobre la complejidad de nuestros sentimientos y lo paradójica que es nuestra manera de sentir. Una novela de ciencia ficción introspectiva en la que la autora se toma su tiempo para profundizar en los pormenores de la mente.

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Las novelas de Star Trek

La noche de los Trekkies vivientesPor lo que sé, a día de hoy hay cerca de novecientas novelas de Star Trek. A primera vista, la idea misma de las novelas ‘tie-in’, o las que están vinculadas a un universo previo, ya establecido, con personajes y mundos ya creados, puede parecer un espanto profundo como opción lectora. Derivativo y coartado, es un fenómeno parecido, si no directamente idéntico, al que se enfrentó en su día –por poner un ejemplo– The Mandalorian. O, lucrativas, (todas) las precuelas. Te encaminas a un mundo anterior, bien definido, y eso condiciona las posibilidades de tu creatividad. O no. No lo sé. (Yo creo que hace las dos cosas a la vez: que limita y libera, como trataré de explicar un poco más adelante).

Es cierto que alguien que escriba una historia Star Trek, al menos en principio, no podrá tomarse grandes libertades, digamos, con las conocidas sinergias, con los jugosos tira y aflojas entre Spock y el Dr. McCoy, porque es una de las constantes de la serie, uno de esos identificativos que a los entusiastas les encanta reconocer (por el placer de reconocer y por el de sentirse parte, supongo, de una comunidad cerrada, algo ya bastante más objetable). Ya las conocemos y el público quiere (hasta podríamos decir que necesita), el confort de saber que sus personajes, tal como los conocemos en pantalla, estarán también en el libro. Pero a pesar de las inevitables limitaciones argumentales a que te constriñe el adentrarte en un mundo ajeno, la palabra puede llevar a nuestros personajes a lejanías multicolores, insospechadas en el despliegue televisivo.

Veamos.

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Sinsonte, de Walter Tevis

MockingbirdHay en el primer tercio de Sinsonte una escena que resume el escenario creado por Walter Tevis de la misma manera que su forma de escribir ciencia ficción. Ya ha dejado claro que el mundo experimenta un declinar paulatino. Está poblado por los restos de una humanidad cuyos números disminuyen y son custodiados por una población de robots que se las ve y se las desea para mantener la civilización en funcionamiento. Así, después de mencionar la abundancia de comida, se subrayan algunos detalles: aparece un desagüe atascado en un apartamento y no se manifiesta intención de arreglarlo; el suministro de latas de cerveza está asegurado pero una parte está rancia; y, lo más importante, en la pared del salón hay un cuadro que ocupa ese lugar para tapar un agujero en la pared. El cuadro en cuestión es Paisaje con la caída de Ícaro. Cuando se escribió la novela (1980) estaba atribuido a Pieter Brueghel, el viejo. Hay varios motivos para pensar por qué Tevis utilizó dicho cuadro para ese lugar de privilegio. El de más evidente sería enfatizar cómo ese mundo hipertecnificado sigue su curso, sus rutinas, indiferente a los indicios de decadencia o distanciamiento del comportamiento humano. Todo lo que le empuja a salirse de sus carriles. Pero también simboliza lo cerca que estuvieron nuestros descendientes de tocar el sol, cómo se quemaron con la tecnología y las penas que arrastran por ello.

Este sino ya aparece en la primera escena de Sinsonte. Spofforth, el androide más sofisticado del planeta, sube a la cima del Empire State con la idea de suicidarse. Sin embargo, se da la vuelta antes de hacerlo. Su programación no le permite perder la vida; alguien tiene que pastorear a unos seres humanos atrapados en un estado de felicidad anestesiada, inducido por una dieta de drogas y anticonceptivos. Esta idiocia ha suprimido el potencial para socializar de manera profunda y la capacidad para la lectura. La educación reglada tal y como la entendemos desapareció tiempo atrás y cualquier asomo de compartir la intimidad con otra persona es un tabú castigado por los robots que supervisan el cotarro. Pero lo desolador llega por la ausencia de deseo de cambio. Su modus vivendi mutila cualquier voluntad de mejora, en una trayectoria que apunta hacia la extinción.

En 1999, a raíz de una reedición, la escritora Pat Holt veía Sinsonte como una combinación de 1984 y Un mundo feliz con una golpe de 1997 Rescate en Nueva York. Y aunque esa combinación es seductora, mi apego a la literatura del ghetto me lleva a verla más próxima a una combinación de Los humanoides, Fahrenheit 451 y Ciudad; los clásicos de Jack Williamson, Ray Bradbury y Clifford Simak que se acercan a las ideas de Tevis.

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La estación del crespúsculo, de Kate Wilhelm

Where Late the Sweet Birds SangO, en inglés, Where Late the Sweet Birds Sang. El título de esta novela de Kate Wilhelm viene de un verso de un soneto de Shakespeare que evoca la juventud perdida, todo lo que perdemos, de hecho, y habla de sobrevivir a la pérdida y aun así seguir amando. Título bien escogido para esta novela que es una fix-up de tres cuentos largos, de tres novelas muy cortas, ambientadas todas en un mundo en el que las artes se han perdido, en el que todo parece subordinado al orden y a la despersonalización.

Frente a un desastre ecológico y la progresiva merma de la esterilidad, una familia, cobijada en un valle del Estado de Virginia, decide crear clones. Lo que veremos, con el correr de las páginas, es la relación entre clones y seres humanos, la imprevisibilidad de las invenciones y los avances tecnológicos.

He leído la novela justo después de la estupenda, y diría que olvidada, Winter’s Children, del británico (y diría que olvidado) Michael G. Coney, y la escritura de Wilhelm, sin ser nada del otro mundo, se lee como un paso adelante con respecto a la de Coney. En cualquier caso, estos autores ponen el acento en otra parte, lejos de la vocación estilística, de las bondades de una prosa acogedora –lo que ya está bien– y se centran en la creación de un mundo postapocalíptico nevado, en el caso de Coney, y en el de una sociedad titubeante, arrasada por la tecnología, o por esa variante de la inteligencia artificial que son los clones, en el caso de Wilhelm. (Tengo que admitir que muchas, muchas obras sobre clones no recuerdo… Algún título se me ocurrió apuntando estas impresiones para C, pero pocos. Quizá el que más recordaba era La quinta cabeza de Cerbero, de Gene Wolfe, autor al que por otro lado creo que tendría que revisitar).

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The Book on the Edge of Forever, de Christopher Priest

The Book On The Edge Of ForeverEn Octubre de 2024 se publicó en EE.UU. The Last Dangerous Visions. La tercera y última antología de la serie iniciada en Visiones Peligrosas cuya génesis se puede situar durante la fase final de formación de la segunda antología, Again, Dangerous Visions (1972). Varios de los cuentos seleccionados por Harlan Ellison no encontraron acomodo en un volumen que se fue a las 800 páginas; 300 más que la primera entrega. Ellison, que jamás se toma una disyuntiva como una elección entre alternativas, apostó por rizar el rizo del Citius, altius, fortius y comenzó a confeccionar un nuevo libro con más nombres y relatos que los dos volúmenes anteriores, en una escalada incomprensible. Pasaron a ser tres volúmenes de más de un millón de palabras, una ilustración a toda página por pieza, cientos de miles de palabras de acompañamiento (introducción, presentaciones de autores, postfacios de cada relato)…

Lo que en principio podría haber aparecido en 1973 acumuló años a sus espaldas mientras Ellison no desperdiciaba ocasión para radiar a quien quisiera escucharle la magnitud de su criatura. En tamaño, ambición, expectativas, satisfacciones… The Last Dangerous Visions se transformó en una criatura mítica, como el Supreme de Dude Comics, defendida a muerte por Ellison y sus más allegados frente a un fandom que en público nunca se mostró beligerante. Mientras, en privado, The Last Dangerous Visions se convirtió en un chascarrillo cuya dimensión es difícil de apreciar, más desde España. Visiones peligrosas lleva 4 décadas fuera de circulación y sus virtudes y defectos apenas son recordadas por unos pocos. De su continuación no se puede hablar. Jamás fue traducida.

Christopher Priest estuvo durante unos meses dentro de The Last Dangerous Visions en 1974. En una carta recogida en este libro, Ellison le pidió formar parte del grupo de elegidos en una redacción que, entre otras cosas, no deja dudas del pelotismo al cual podía llegar. Priest dejó a un lado la novela con la que estaba y escribió uno de sus mejores cuentos: “Un verano infinito”. Lo envió, aguardó respuesta, no la recibió y decidió retirarlo para colocarlo en otro lugar (el primero volumen de Andromeda, editado por Peter Weston, junto a un relato del propio Ellison). Cuando uno trata de ganarse la vida con la escritura no se está para mantener fuera de circulación lo que tanto cuesta escribir a la espera de un posible prestigio que puede tardar si la publicación se demora como parecía. Diez años más tarde comenzó a preparar el texto de lo que en 1987 aparecería con el título The Last Deadloss Visions; un fanzine donde contaría la historia del libro de Ellison. Por aquel entonces, tres lustros en preparación. Siete años más tarde, el panfleto sería recuperado por Fantagraphics en una edición ampliada, con un guiño en el título al guión televisivo más recordado de Ellison.

Llama la atención en qué momento surgió este texto. Después de publicar sus dos novelas más ampliamente aceptadas (La Afirmación y El Glamour), un año después de haber sido seleccionado como uno de los autores jóvenes de la década por Granta, Priest se solazaba con ganas en el barro más fandomero. No sólo por la batalla en la que iba a verse envuelto con alguien tan pendenciero como Ellison, con amenaza de muerte incluida. El trabajo requería tareas como peinar las revistas y fanzines de los 70 para rescatar las numerosas declaraciones de Ellison para reconstruir una cierta historia de un libro que, más allá de las fronteras del fandom, había quedado olvidado.

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