Ascensión, de Nicholas Binge

AscensiónUn arranque épico, un final satisfactorio y arriesgado y, entremedias, un texto no del todo redondo —lo lastran, sobre todo, una estructura tramposa y algún que otro momento tontorrón—, pero siempre entretenido y solvente. Hay novelas que se hacen grandes después de leídas, cuando una tiene tiempo de masticarlas y digerirlas. Ascensión es precisamente lo contrario: diría que se disfruta más cuanto menos reflexionas sobre ella. Pero, pardiez, qué imágenes tan asombrosas es capaz de conjurar Nicholas Binge, y qué buena opción de lectura para cualquiera que busque, simplemente, unas páginas en las que perderse durante unas horas.

El misterio que desencadena la trama no puede ser más potente: la súbita aparición, en mitad del océano Pacífico, de una montaña gigantesca cuya altura supera en varios kilómetros la del monte Everest. Un grupo de científicos especialistas en diferentes disciplinas se desplaza hasta allí para investigar, y entre ellos se encuentra el protagonista y narrador, Harry Tunmore, experto en física, superdotado, excéntrico y aventurero que va desgranando los sucesos de la expedición a través de una serie de cartas dirigidas a su sobrina.

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Lonesome Dove (Paloma Solitaria), de Larry McMurtry

Bruce Greene Caprock Cowboys

En 1985 dos novelas marcaron un antes y un después en las historias del oeste: Meridiano de sangre y Lonseme Dove (Paloma Solitaria). Aunque tardara en generar audiencia, Cormac McCarthy sublimó en la primera el relato de frontera existencial. No he vuelto a pisar un mundo donde el caos y la muerte cabalgaran más libres, seguidos de cerca por el desarraigo y la falta de esperanza. Desde esta percepción personal, me resulta tentadora la discusión sobre si el jurado del Pulitzer eligió la segunda en la categoría de ficción para enmendar esa visión nihilista de una parte sustancial de la historia de EE.UU.. Si pudieron corregir el tiro apostando por un acercamiento más clásico a la frontera, con el bien y el mal mejor delimitados y el sufrimiento contrapesado por espacios de protección conformados desde valores como la amistad, la camaradería, la solidaridad, el amor… Sin embargo, esta línea de argumentación sería entrar en un camino de lo más absurdo. Meridiano de sangre ni siquiera fue finalista y McCarthy tardaría todavía unos años en lograr el reconocimiento unánime de crítica y público (Todos los hermosos caballos, 1992). Además, Lonesome Dove es ya de por sí una novela excepcional que defiende sus valores sin buscar la recompensa superficial, el confort de baratillo. De hecho, su manera de concebir el relato puede llevarla a ser incluso más desoladora, algo que hubiera sido complicado de conseguir si hubiera salido adelante su primera encarnación.

Porque Lonesome Dove podría haber sido un western protagonizado por James Stewart, John Wayne y Henry Fonda. Al menos así lo idearon Larry McMurtry y Peter Bogdanovich a principios de los 70. El guión de 288 páginas (¿cuatro horas y media de metraje? XD) no salió adelante y McMurtry trabajó sobre él hasta convertirlo en esta novela. El viaje de un grupo de vaqueros con un rebaño desde el curso bajo del río Grande a la frontera con Canadá poco después de la guerra de las Black Hills. En cabeza cabalgan los capitanes Augustus “Gus” McCrae y Woodrow F. Call, dos antiguos rangers con un exitoso servicio a la caza de bandas de comanches y cuatreros, ahora retirados en el poblado de Lonesome Dove donde fundaron la compañía ganadera de Hat Creek. Su plácido aislamiento se quiebra con la llegada de Jack Spoon, un antiguo camarada. Spoon, un jugador narcisista y voluble, ha matado de manera fortuita a un dentista en un pueblo de Arkansas y acude a sus compañeros en busca de protección. Les habla del territorio de Montana y despierta en Call la idea de fundar el primer rancho del territorio. Este deseo acaba prendiendo también en Gus y, tras hacerse con unas miles de cabezas de ganado, ponen rumbo hacia el norte. Algo que a McMurtry le lleva las primeras 300 páginas del libro.

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Donantes de sueño, de Karen Russell

Donantes de sueñoQué sugerente e inusual es este Donantes de sueño de la estadounidense Karen Russell. La novela narra el avance de una epidemia de insomnio extremo, una misteriosa enfermedad que condena a los infectados a una muerte horrible y lenta. La única esperanza de los insomnes es recibir una transfusión de sueño REM, unas horas de descanso reparador que solo se pueden extraer de personas sanas dispuestas a renunciar a ellas. Y es en esa transacción altruista, con todo lo que conlleva (el sacrificio de los donantes, las obligaciones morales y sus límites, la instrumentalización de la solidaridad, la legitimidad —o no— de la manipulación y el chantaje emocional en aras de una buena causa), donde Russell pone el foco. Porque a la autora no le interesa ni indagar en el origen de la enfermedad ni explorar su impacto en la civilización ni relatar los esfuerzos de los científicos para combatirla ni desgranar en qué consiste exactamente esa oscura tecnología que permite traspasar el descanso de una persona a otra. Todos estos elementos, que hubieran suministrado material de sobra para alimentar otro tipo de historia, son en este caso una mera excusa, el McGuffin del que se sirve Russel para hablar de otras cosas, entre las que destaca fundamentalmente una: hasta qué punto estaría justificado perjudicar a un inocente para beneficiar a un gran número de personas.

La sombra de un clásico, Los que se alejan de Omelas, planea inevitablemente sobre cualquier texto mínimamente ambicioso que pretenda abordar este tipo de dilema. La situación que plantea Russell es mucho más de andar por casa, menos extrema y desgarradora que la descrita por Le Guin, pero ello no la hace menos interesante. Sobre todo porque, a medida que la historia avanza, la autora va apretando paulatinamente los tornillos, añadiendo una vuelta de tuerca tras otra hasta que se acaban desdibujando los contornos de lo obvio (todos sabemos, claro, que lo razonable es ser solidarios, que renunciar a una pequeña parte de tu descanso a cambio de prolongar la vida de otros es el único comportamiento decente en una situación como que se plantea en la novela) para adentrarse en terrenos cada vez más tenebrosos.

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No es país para viejos y sus parecidos con la ciencia ficción lúgubre

No Country For Old Men

No era la mejor idea. Le iba a enviar a Nacho un texto sobre la elipsis en La carretera donde venía a decir que esos agujeros argumentales y hasta cierto punto temáticos expanden mucho el radio de la novela. Llegaba a decir que la novela ‘es puro presente sin futuro’. Bueno. Pues muy bien. Se ha escrito mucho sobre eso y en esta misma página hay textos más interesantes, más sugerentes sobre La carretera que el apunte que había pensado como colaboración veraniega para C.

Pero como llevo algo más de un año metido en una fase muy Cormac McCarthy, he caído ahora en que la otra novela más o menos menor (pero absolutamente cautivadora y pesadillesca), de su obra, también merece su apunte propio en esta página, un apunte que no me ha dejado en paz desde que la leí, por primera vez, hará ahora cuatro o cinco meses.

Creo que se le pueden buscar parecidos sorprendentes a No es país para viejos. Ese western contemporáneo y urbano e hiperviolento recupera el espíritu, aunque suene raro, de Alien, de Terminator, de la saga de los Berserker de Fred Saberhagen. Ya en esa primera página en la gloriosa cursiva característica de su autor nos dice el narrador –uno de ellos– que una vez envió a un chico a la cámara de gas, que el chico no mató por pasión ni por rabia ni enfado sino por cálculo, porque quería y sabía desde siempre que tarde o temprano lo iba a hacer. Y en esa primera página y media afina McCarthy el tono y la temperatura del texto de un mundo amoral y sanguinario. Sitúa ese mundo marcado por el horror de la ultraviolencia gratuita en 1980, o sea que para cuando se publica estamos viviendo en el sucedáneo de esa involución.

Es ese el mundo que no es para viejos, porque en Anton Chigurh –la imparable máquina asesina que siempre cumple– hay una determinación casi sobrehumana para matar. No se para ante nada y ese camino hacia la tortura y el asesinato salvaje y mecánico es como una larga vía de tren sin fin. En Alien pero sobre todo en Terminator vemos esa misma determinación, es un avanzar imparable y esa vocación para matar es tan dura, tan arcaica, que parece que el mundo caiga desflecado ante su paso.

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La sangre manda, de Stephen King

La sangre mandaLa sangre manda es una colección de cuatro historias breves de Stephen King publicada en 2020 muy escasa de pegada. Narrativa de ¿terror? sin mordiente, atmósfera, peso, calado, destinada a ser consumida sin hacer mella en un lector probablemente aburrido ante los pasajes de relato prescindible del pelo “un chaval le enseña a un señor mayor las bondades de un iPhone”. Literalmente, un tercio de “El teléfono del señor Harrigan”, primera pieza del libro que hace alardes del escaso recorrido de lo que está por venir. Una historia de fantasmas en la que ese joven ve cómo ese vínculo que ha creado con el jubilado permanece después de la muerte de éste. Una vez atravesadas las páginas de asesoramiento digital ante la herramienta llega lo mejor del relato. Un aprendizaje sobre el poder, sus consecuencias y el precio a pagar a través de los abusos que padece su protagonista a manos de un compañero de instituto. También, un argumento manido hasta la extenuación y muy superficial en las relaciones que se establecen y su subtexto. Demasiado guión de episodio menor de Twilight Zone que, sorprendentemente, se ha convertido en una película de Netflix de reciente estreno. Diría que incomprensible pero… es King.

En tres actos, “La vida de Chuck” King se zambulle en las historias de personas atrapadas en un mundo solipsista. Y, a su vez, le da una vuelta de tuerca a las construcciones mentales habituales en algunas de sus historias; aunque en este caso más como lugar donde vivir, no refugio o herramienta de recuerdo, y con mucho de recuento de una existencia. En cada uno de los actos se siente su talento para fijarse en pequeños momentos de una vida amenazada por algo muy grande que seguramente se lo lleve por delante. Y al final es elocuente en su manera de afirmar el drama de la muerte como final de algo más que una vida, sin consecuencias a su alrededor. Que esto pudiera haberlo logrado en 15 páginas y no en 100 como hicieron Fredric Brown, Richard Matheson o Robert Sheckley en cuentos clásicos es una cuestión dolorosa.

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El plagio, de Daniel Jiménez

El plagioEste es uno de esos libros que salta de la mata mientras lees la prensa cultural del fin de semana. Su virtud, suscitar esta atención más allá de apoyar las publicaciones de las editoriales afines al diario en cuestión, se sustenta en cómo Daniel Jiménez ha convertido en novela un plagio padecido por su padre. Un trío de productores se apropiaron de las ideas para vertebrar uno de esos concursos que tapizaban los fines de semana de las privadas durante sus primeros años de emisión. El éxito les proporcionó muchos millones de pesetas (pero muchos). El nombre del programa y la cadena en cuestión tanto dan, así como el de los promotores o el abogado que representó al plagiado durante el juicio y, al parecer, fue untado por la otra parte para sabotear la acusación. Los hechos expuestos sobre sus acciones, desprovistos de cualquier marca identificatoria para evitar problemas legales, hablan por sí solos. El plagio ejerce de monumento a la memoria de una tropelía juzgada desde la más absoluta incompetencia. Sin embargo, hay otro propósito detrás de sus páginas. Un objetivo que las dota de un sentido más personal y, al mismo tiempo, universal.

Jiménez desmenuza en breves dentelladas el endeudamiento y la precariedad económica de su familia para, primero, grabar un piloto para TVE y, después, sufragar el proceso judicial y reclamar la autoría usurpada. Regalos de Navidad en forma de pagarés; llamadas de teléfono pagadas en función de quién la hubiera hecho; ingresos puestos en un fondo común para sacar adelante la casa… Esta sucesión de anécdotas a modo de cuadro costumbrista de una época palidece en cuanto explota una tragedia inconmensurable: la muerte de una de las hermanas del narrador. Se quitó la vida y, en una idea abracadabrante, le dio un giro a su suicidio pensando que sus padres al menos podrían sacar un dinero de esta pérdida.

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Neverwhere, de Neil Gaiman

NeverwhereFormo parte del grupito que no siente demasiado aprecio por la literatura de Neil Gaiman. Para contextualizar esta opinión aclaro que lo mantengo por Sandman, con todos sus trabas como tebeo, o varios relatos. Y tiene bastante de prejuicio. Al poco de traducirse tropecé con American Gods, una novela irregular cuyo único atractivo, para mi, estuvo en las historias personales de esos dioses en su llegada al Nuevo Mundo y sus posteriores problemas para subsistir en competencia con las deidades surgidas durante el siglo XX. La materia que forma al personaje de Sombra y su viaje personal me parecieron, por ser fino, anodinos. Hice cruz y raya con esta faceta de su escritura hasta que en la Tertulia de Santander se propuso como libro de lectura Neverwhere; su primera novela en solitario escrita a partir de un guión del propio Gaiman para una miniserie de la BBC. Mis sensaciones han reproducido las pautas de mi recuerdo de American Gods, una opinión con su riesgo; a priori puede haber mucho de mímesis en este juicio.

Neverwhere es el enésimo relato de un personaje que se inicia en otro mundo en contacto con el nuestro, en la línea de Los que pecan, de Fritz Leiber, o el universo de “Entre líneas”, de José Antonio Cotrina. El gran tropo vertebrador de la obra de Gaiman. Fue la base de Los libros de la magia, era una de las pautas más repetidas en las historietas de Sandman y, poco después de Neverwhere, regresaría a él en Stardust o en Coraline. Richard Mayhew, un aburrido oficinista llegado unos años antes a Londres para buscarse la vida, se cruza en el camino de Puerta, una joven que está siendo cazada por el Sr. Croup y el Sr. Vandemar. Este par de sicarios utilizan todo su poder sin misericordia, con el pie pisando el acelerador sin importarles las consecuencias. Al ayudar a Puerta, Mayhew sella su destino y termina sumergido en el Londres de abajo, el submundo entretejido con nuestro Londres, poblado por criaturas legendarias y quienes han padecido esa misma “elevación”.

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Brooklyn, después de todo y El día que pase algo, de Mario Amadas

Brooklyn, después de todoHacía tiempo que no me acercaba a un libro escrito a modo de diario. Lo más cerca que he estado de este tipo de literatura serían El plagio, de Daniel Jiménez, y varios libros de Emmanuel Carrère en los cuales, independientemente de quien sea el protagonista, él suele terminar ocupando el centro de su circo de tres pistas. El responsable de este regreso ha sido Mario Amadas, colaborador de esta santa web. Mario me ha hecho llegar los tres libros que ha escrito según han ido saliendo: Brooklyn, después de todo (2019), El día que pase algo (2021) y, hace un par de meses, Las fechas exactas (2023).

Aunque tardé tres años en ponerme con él, Brooklyn, después de todo me ganó rápido. Escrito durante una estancia de aproximadamente un año en Nueva York, sus primeros días en la ciudad me recordaron mi propia experiencia en Estados Unidos allá por julio de 2012, en un lugar muy diferente (McAllen, Texas) y desde una posición más protegida (el programa de profesores visitantes del Ministerio de Educación). La llegada de Mario Amadas a la gran manzana rebosa esa fascinación de aterrizar en un lugar mitificado por todo lo que has leído, visto y oído sobre él, para descubrir una cara llena de relieves, con sus confirmaciones y disonancias.

Mario desembarca en EE.UU. sin visa para el trabajo y en la etiqueta “Alien not allowed to work” comienza a crecer su experiencia. El desengaño de no poder salir adelante de la misma manera que la mayoría de la gente, no contribuir al mantenimiento del tejido social, la imposibilidad de lograr papeles, la condena a sobrevivir en los márgenes y ser ciudadano de tercera, conducen su relato. Desde esta desprotección Brooklyn, después de todo comienza a sembrar la angustia de gran parte del precariado urbano, apretado por unas condiciones que dificultan la subsistencia y acrecientan una frustración que se extiende, si cabe con más fuerza, a El día que pase algo. En él ya no se relata la vida en otro país sujeto a otras reglas. Sus cimientos son su día a día en la España de 2018.

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Jauría de truhanes, de José Miguel Pallarés

Jauría de truhanesHasta ahora había leído dos novelas de José Miguel Pallarés, ambas escritas en colaboración: Bula Matari junto a León Arsenal, una irregular ucronía donde cartagineses y zulúes se daban para el pelo; y Tiempo prestado con Amadeo Garrigós, un thriller postapocalíptico en un Madrid fantasmagórico. Cuentos aparte, casi 20 años más tarde me he reencontrado con él gracias a Jauría de truhanes, esta vez en solitario. Y he recuperado mi principal recuerdo de aquellas lecturas: el sentido de la aventura.

En este fix-up dividido en tres partes (“Temporada de fumigación”, “Resentimiento” y “Forzando el paso”) se suceden distintas vertientes del space opera (relato militarista, historia carcelaria, distopía, thriller criminal), extendidas sobre un lienzo que las contiene: las narraciones de tripulaciones enfrentadas a adversarios a priori inabordables. Un clado que, buscando dos ejemplos recientes, emparienta Jauría de truhanes con la novela El largo viaje a un pequeño planeta iracundo o la película Solo. El autor de El tejido de la espada se sirve de las dos primeras partes para levantar este armazón y hacerlo dominante en “Forzando el paso”, la última, más extensa y, a la postre, más representativa. La tripulación de la nave Paraíso está completamente formada y ofrece la diversidad suficiente para que la mezcolanza de personalidades se realimente con los retos a los que se enfrentan.

Pero antes de llegar a “Forzando el paso” conviene hablar un poco de “Temporada de fumigación” y “Resentimiento”. La primera es una buena introducción a este pequeño universo creativo además del lugar donde más evidentes se hacen las raíces de las cuáles se nutre Pallarés. El nauclero Isaac Rakal es enviado a un penal, Fosaseca, para encargarse de la limpieza de un nido de bibífaros. Unos alienígenas que se bautizan en el relato homenajeando a los bichos de Tropas del espacio y terminan un poco convertidos en los insectores de El juego de Ender. Pallarés aprovecha el tránsito entre ambas concepciones para, sobre todo, dar forma a Isaac, un canalla capaz de vender a su abuela por su supervivencia. Su personalidad inicial y sus recursos me han recordado a los de Warren Peace, el protagonista de ¿Quién anda por aquí?, la desmitificadora y certera aventura espacial de Bob Shaw. Una vena que se diluye con el “cariño” hacia los tripulantes de su nave, por los cuales termina desviviéndose para salir adelante.

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Los días de la sombra, de Liliana Bodoc

Los días de la sombraCinco años han pasado desde la fracasada invasión de Misáianes y las Tierras Fértiles se han preparado para su regreso. Sin embargo, el hijo de la muerte, la encarnación del odio eterno, ha cocinado su segunda venida desde un recetario inesperado: además de su ejército convencional, planea una invasión sutil. En ella son vehiculares ciertas traiciones dentro de los pueblos de las Tierras Fértiles, acrecentar las diferencias entre los miembros de la coalición o efectuar una acción desmoralizante que haga parecer inevitable su triunfo. Estas vías se articulan mediante dos actores: Drimus, el doctrinador, caudillo de guerra, gran Inquisidor y vehículo del sometimiento físico y psicológico; y la madre del propio Misáianes, un avatar de la muerte que recorre el continente como un fantasma y socava el mundo mágico. Para plantarles cara ya no existe la (relativa) unanimidad de Los días del venado. Las desavenencias entre las dos familias más poderosas del pueblo del Sol, alentadas por Drimus, se acrecientan durante el viaje hasta sus dominios de Thungür, el hijo de Dulkancellin. Entre los zitzahay, la sucesión del Supremo Astrónomo también está viciada y desata nuevos problemas para Thungür cuando se enamora de una hija del Señor del Sol. Así se extiende la tela de araña que llevará a la caída del remedo de los aztecas en las Tierras Fértiles. Presagio del posible desastre para quienes se resisten a Misáianes.

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