Los idiotas del horror

“En esta época de locos nos faltaban los idiotas del horror”, cantaba Battiato allá por 1981. Eran años de depresión económica y terrorismo rampante en media Europa, por lo que sí, cabía preguntarse qué clase de locura afectaba a quienes aún les quedaban ganas de crear o consumir ficción de horror. ¿O por el contrario se trataba de un impulso natural, una forma de catarsis, una estrategia de nuestra psique para hacer más soportables aquellos miedos reales?

Dice la leyenda que el auge del género de terror coincide habitualmente con momentos de profunda crisis social: el cine de la Universal en los años treinta, exorcistas y tiburones en los setenta, etc. Yo miro la lista completa de películas más taquilleras del género y la premisa no me acaba de cuadrar. Las excepciones son tan numerosas que hay que esforzarse de verdad para probar dicha correlación.

Además, yo no comparto demasiado esta teoría del horror como alivio por comparación, que más de una vez he discutido con mi amigo David Jasso y que queda perfectamente expresada en palabras de Ignacio Ramonet:

La película de miedo, con sus monstruos inhumanos, logra […] que la miseria resulte casi tolerable, soportable […]. El cine de terror canalizará la angustia y el extravío, procuará situarlos, dejar que estallen en alaridos de terror, para luego dominarlos gracias al inevitable happy end y a la comparación con la realidad que, aunque difícil, nunca resultará tan terrorífica como el nivel imaginario de esas películas filmadas.

Ignacio Ramonet, La golosina visual

La alusión al happy end me sugiere una clave: tal vez deberíamos distinguir aquí entre los términos de terror y horror. Tal como yo los entiendo, el primero se refiere a amenazas más o menos concretas y racionales a las que cabe vencer o de las que se puede escapar. El horror, sin embargo, apunta a un vértigo mucho más profundo e irracional y del que en definitiva no podemos escapar. Por eso los protagonistas de relato de horror genuino terminan inevitablemente locos o suicidados; una vez hemos conocido la terrible verdad, no cabe happy end. Una buena novela de horror, de hecho, debería ser capaz de seguir contaminando la mente y la vida del lector después de pasar la última página.

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Cuentos para Algernon, año I

Cuentos para Algernon: Año I

Cuentos para Algernon: Año I

Mientras que en formato largo vamos más o menos servidos, llevamos demasiados años sin una publicación regular que traduzca buenos relatos de género contemporáneos. Independientemente de los que han ido apareciendo en las contadas colecciones de autor o antologías temáticas, el atraso acumulado en las últimas décadas se ha agrandado de manera considerable; en especial tras la desaparición de Gigamesh, BEM o, en menor medida, Asimov Ciencia Ficción. Hace poco más de un año apareció Cuentos para Algernon, un blog creado por Marcheto, una aficionada con ciertas traducciones a sus espaldas. Su objetivo, verter al español algunos de sus relatos favoritos ante el riesgo de que pudieran quedar inéditos. El resultado de su primer año se puede leer en este libro electrónico donde se incluyen los doce relatos publicados entre Noviembre de 2012 y Octubre de 2013.

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City of Saints and Madmen, de Jeff VanderMeer

City of Saints and Madmen

City of Saints and Madmen

Hace unas semanas, leí un artículo que establecía un paralelismo entre el estado de Nueva Orleans tras las inundaciones del huracán Katrina y la ciudad imaginaria de Bellona tal como la describía Samuel Delany en Dhalgren, víctima de un cataclismo sin especificar y teatro de la disolución de la moral y las costumbres. Delany, pues, refrendaría la reputación profética del género irreal, convertido con el paso de los años, y en ocasiones como esta casi a su pesar, en una ficción bastante más relevante que cualquier sueño de sus detractores. Pero, por otro lado, Delany sería un precursor del empleo de la ciudad como escenario fundamental de mucha fantasía moderna, donde la urbe se convierte en un espejo de aspiraciones, en un reflejo surreal de nuestro medio ambiente cotidiano, desde la Viriconium de M. John Harrison hasta la Nueva Crobuzon de China Miéville o la Ambargrís de Jeff VanderMeer.

Ambargrís, como Bellona, es una «ciudad del miedo», obsesionada por el recuerdo de un hecho traumático, el «Silencio», en el que todos sus habitantes se volatilizaron durante una expedición fluvial de su gobernante y su ejército. El enigma, atribuible o no a los «gorras grises», habitantes originales de la ciudad exterminados durante la colonización y refugiados bajo tierra, pesa sobre la conciencia colectiva de los habitantes, y podría o no ser una de las claves de los estallidos de violencia durante el Festival del Calamar de Agua Dulce, celebrado cada año. El ambiente decimonónico y decadente de la ciudad, lleno de pintoresquismo grotesco, arquitectura ruinosa y secretos atroces a punto de revelarse, supone una creación única en el fantástico contemporáneo, por su manera de unir paranoia contemporánea y exquisitez anticuaria que no desentonaría entre los venerables abuelos editados por Valdemar en la colección El club Diógenes.

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