Descubrí a Thomas Ligotti allá por el 2003-4 más o menos, cuando todavía era un joven maduro cosmopolita, disponía de demasiado tiempo libre y me encantaba zascandilear por internet en busca de géneros y autores que se salieran de la norma. Era una época de renovación en el fantástico anglosajón, una fértil y agitada selva plagada de trampas para el lector inquieto y pretenciosillo. Aparecían las primeras novelas de Carlton Melick III (Satan Burger), cosas como el fantástico industrial de Simon Logan (la antología i-O), la inclasificable La casa de hojas de Mark Z. Danielewski. Y, por supuesto, el new weird, a cuya vanguardia más literaria podías encontrar nombres como el Jeff Vandermeer pre-Aniquilación (Veniss Underground) o Michael Cisco (The Divinity Student), cuyas obras estaban muy interesadas en la metafísica, las ambientaciones urbanas en estado de alucinada disgregación y la reflexión sobre la creación literaria, y a quienes se la pelaba completamente conceptos burgueses como la trama o los “arcos de personaje”. Siguiendo esta línea de investigación, me topé con Thomas Ligotti, su foro y sus exégetas, y, deslumbrado por los ditirambos, me hice con la edición norteamericana de su conocida y premiada antología de antologías, una amplia selección de todo lo que había publicado hasta entonces; The Nightmare Factory. La renuncia al argumento y el desarrollo convencional de los personajes, la prioritaria atención al estilo, los ambientes lóbregos y pesados, el pesimismo existencial y aquellos maravillosos títulos (“Drink to Me Only with Labyrinthine Eyes”, “The Lost Art of Twilight”, “Nethescurial”, “Conversations in a Dead Language”…) me resultaban muy innovadores a pesar de insertarse claramente en la tradición del weird, evocando los desvaríos de los escritores más raros del género (La colina de los sueños, de Arthur Machen por poner un ejemplo). Es más, recuerdo ahora que llegué a discutir en un foro con el escritor David Jasso a cuenta del norteamericano, defendiendo su monotonía temática y formal como elecciones literarias perfectamente válidas, innovaciones de “terror elevado” literario y filosófico que se alzaban por encima de la morralla de sustos y guarrería.
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Fracasando por placer (XIX): Antologías que más o menos pretendían ser globales y/o definitivas
Voy a ir un paso más en el comentario previo acerca de esa obsesión por hacer antologías tan propia de la ciencia ficción, centrándome en las que se han consagrado a presentar el género en su conjunto. Hay unas cuantas. Supongo que por un lado tienen gancho comercial dentro, y por otro pueden atraer a algún curioso completista de fuera. El caso es que van unas cuantas, y aunque ya hablé extensamente de la que tal vez sea la primera, Adventures in Time and Space, permítaseme un repaso breve a todas las que poseo, que creo que podrá ser útil a algún lector con el mismo tipo de trastorno psicológico (en realidad, lo hago porque seguro que aparece alguien que conoce otras que me faltan), o bien para quienes vayan a escribir un ensayo para un medio generalista sin tener ni idea de la historia del género y quieran tener la honradez intelectual de informarse mínimamente leyendo alguno de estos tochos.
Excluyo de este repaso a las antologías muy limitadas de alguna forma (a un año, a una revista, a un premio, a una temática), para ir a las que se supone que han escogido a calzón quitado los mejores relatos de la historia, o de un periodo suficientemente amplio, al parecer del seleccionador. También me salto las que han sido bautizadas en español con títulos rimbombantes pero en realidad se corresponden a contenidos menos ambiciosos: el caso más notable es el de Los mejores relatos de ciencia ficción, prologados por Narciso Ibáñez Serrador, que tuvo varias ediciones en Bruguera y se correspondía a dos antologías de buenos cuentos escogidos por Groff Conklin, puestas una detrás de otra.
Y no, no las he leído todas enteras, pero sí son para mí un muy útil material de referencia, por supuesto. Las coloco por orden de publicación original, aunque en muchas ocasiones tengo ediciones posteriores. Me abstengo de mencionar la ocasional inclusión de Cordwainer Smith por no insistir siempre en lo mismo.
Prepárense para el chaparrón de namedropping, estimados amigos, porque esta vez va a ser de órdago. Sigue leyendo
Fracasando por placer (VII): Breve antología de ciencia ficción. Selección de Paula Labeur y Claudia Moreno, 1995
¿Por qué estáis siempre haciendo antologías?, me preguntó mi mujer al verme leer este libro. Bien, quizá su visión está levemente influida por el hecho de haber terminado conmigo, que he hecho unas cuantas antologías y me paso el día leyendo cuentos. Pero lo cierto es que ningún otro género, salvo quizá la poesía, es tanto de hacer antologías como la ciencia ficción. Se me ocurren varias razones: la más bonita está en el protagonismo de los formatos cortos en la cf. Hay mucho material bueno, que vale la pena reeditar. Luego hay otras menos edificantes: por ejemplo, la facilidad con la que se consigue que las editoriales tengan la sensación de producir un libro importante pero por cuatro perras, fundando además la decisión en su completa ignorancia de los incontables intentos previos. El adanismo es un curioso fenómeno recurrente en un género que para otras cosas es tan autoconsciente de sí mismo, aunque fundamentado en que periódicamente llega un enterao que no sabe nada y tiene el entusiasmo del converso para transmitir su iluminación. También está el ego de los antologistas, vicio en el que espero no haber incurrido nunca y que me pone especialmente nervioso cuando veo a esos tipos que hablan de cómo han escogido cuentos como si eso fuera ingeniería atómica, una labor incluso más relevante que la de los propios creadores. Aunque en una era en que hemos llegado al fenómeno de los correctores de estilo estrellas, y en la que no descarto que lleguemos a ver a los repartidores de la distribuidora con galones, que dejen su impronta en el libro (ESTE LO REPARTIÓ PACO EL DE ZARZAQUEMADA), tampoco es muy de extrañar.
En particular, hay una descomunal cantidad de antologías con LOS MEJORES CUENTOS DE NUNCA JAMÁS, un fenómeno casi anual. En policiaco, por ejemplo, yo creo que sólo conozco cinco o seis, mientras que de cf debo tener unas treinta. Todas están bien, todas vienen a publicar casi lo mismo, y todas tienen alguna tarita por la cual no resultan del todo definitivas. La del año pasado, The Big Book of Science Fiction, a cargo de los VanderMeer, tenía pinta de ir a por todas con la inclusión de una gran cantidad de material no anglosajón. Sin embargo, la elección como contenido español de un cuento tontísimo de Miguel de Unamuno, malo desde el punto de vista de género y sin ninguna representatividad, le resta credibilidad al hacer temer que el resto de las decisiones tomadas sobre otros países sean igualmente absurdas.
Un subgénero también casi específico de la cf es el de las antologías introductorias. No creo conocer ninguna antología de relatos románticos planteada como una justificación para que usted, que no lee novela romántica, pueda darse cuenta de que al fin y al cabo no es la basura que cree. En cambio, ha habido unas cuantas en este plan de «descubra que la cf no es la porquería que piensa». Esta a la que me vengo a referir hoy es una versión mucho más simpática de ese concepto, al tratarse de una recopilación dirigida a un público juvenil. Sí, en Argentina han ido tan por delante de nosotros en este tema que se publicó en una editorial importante un libro para que los estudiantes leyeran ciencia ficción, incluso con material académico complementario al que no he tenido acceso; y además hubo ediciones para Colombia (que es la que ha llegado a mis manos), Venezuela y Ecuador.
Aniquilación: Cómo autodestruirse en 3, 2, 1…
Aniquilación ha llegado en marzo y en formato doméstico, apartada de las pantallas gigantes y del sonido envolvente para los que había nacido. Y con ella, la polémica. Aniquilación ha sido aplaudida por los efectos especiales y, a la vez, reprobada por algunos doppelgänger de signo opuesto a los que el colorido del resplandor les parece un mal artificio. Hay quienes opinan que su director, Alex Garland, pertenece al sospechoso grupo de los cineastas-ensayistas pesados, que solo es un cansino imitador de Tarkovski (Stalker y Solaris). Por oposición, están los que aplauden la aventura planteada con guión del propio Garland, la líquida banda sonora de Geoff Barrow y Ben Salisbury o la fotografía de Rob Hardy, hipercolorista y saturada dentro del resplandor, gélida en el área X. Alguna entidad extraterrestre se divierte con nosotros al imitar, con esta división de espectadores, el juego de dobles que muestra la pantalla.
Aniquilación ha encontrado una particular resistencia en lo referente a los seres humanos que la habitan. Se ha generalizado la opinión de que los personajes son uno de los más débiles eslabones de la película, si no el que más, así que ahí toca clavar los colmillos, en unos protagonistas ausentes, sin perfilar, acartonados. Como ya pasó con Rey en Star Wars VII: El despertar de la fuerza y con K/Joe en Blade Runner 2049, toca hablar de personajes en C.
Internarse en el resplandor es un suicidio. Esa es la primera piedra, la idea de la que nunca hay que apartarse. Tres años de pruebas y misiones fallidas avalan esta sentencia, como explica Ventress, la psicóloga y líder de la expedición de mujeres, pues ya han intentado abordar el enigma que rodea al resplandor de todas las maneras imaginables y por todos los medios, tierra, mar y aire, y nunca con éxito. A excepción de Kane, el marido de Lena, que se encuentra en cuidados intensivos con fallo multiorgánico, nadie más ha regresado. Acceder al misterioso jardín extraterrestre es un más que probable viaje solo de ida. Si negamos este presupuesto, nos escondemos de la película, de lo que sin medias tintas el mismo título anuncia. Nos ocurre como en esas películas de terror en las que dan ganas de gritar a esos personajes que caminan directos al abismo con cara de carnero degollado: “Pero no entres en la casa. Ni se te ocurra. ¿Es que no lo ves? Que no vas a salir”. Quedarse con que Aniquilación está mal planteada, ya que no envían drones y tampoco a ellas las han atado con cuerdas a la cintura antes de entrar o cualquier otra objeción al método que los del área X emplean, es una racionalización, una manera de negar lo incómodo de la historia: todo eso ya se ha intentado antes, acepta que la misión es un suicidio.
Los idiotas del horror
“En esta época de locos nos faltaban los idiotas del horror”, cantaba Battiato allá por 1981. Eran años de depresión económica y terrorismo rampante en media Europa, por lo que sí, cabía preguntarse qué clase de locura afectaba a quienes aún les quedaban ganas de crear o consumir ficción de horror. ¿O por el contrario se trataba de un impulso natural, una forma de catarsis, una estrategia de nuestra psique para hacer más soportables aquellos miedos reales?
Dice la leyenda que el auge del género de terror coincide habitualmente con momentos de profunda crisis social: el cine de la Universal en los años treinta, exorcistas y tiburones en los setenta, etc. Yo miro la lista completa de películas más taquilleras del género y la premisa no me acaba de cuadrar. Las excepciones son tan numerosas que hay que esforzarse de verdad para probar dicha correlación.
Además, yo no comparto demasiado esta teoría del horror como alivio por comparación, que más de una vez he discutido con mi amigo David Jasso y que queda perfectamente expresada en palabras de Ignacio Ramonet:
La película de miedo, con sus monstruos inhumanos, logra […] que la miseria resulte casi tolerable, soportable […]. El cine de terror canalizará la angustia y el extravío, procuará situarlos, dejar que estallen en alaridos de terror, para luego dominarlos gracias al inevitable happy end y a la comparación con la realidad que, aunque difícil, nunca resultará tan terrorífica como el nivel imaginario de esas películas filmadas.
Ignacio Ramonet, La golosina visual
La alusión al happy end me sugiere una clave: tal vez deberíamos distinguir aquí entre los términos de terror y horror. Tal como yo los entiendo, el primero se refiere a amenazas más o menos concretas y racionales a las que cabe vencer o de las que se puede escapar. El horror, sin embargo, apunta a un vértigo mucho más profundo e irracional y del que en definitiva no podemos escapar. Por eso los protagonistas de relato de horror genuino terminan inevitablemente locos o suicidados; una vez hemos conocido la terrible verdad, no cabe happy end. Una buena novela de horror, de hecho, debería ser capaz de seguir contaminando la mente y la vida del lector después de pasar la última página.
Aniquilación, de Jeff Vandermeer
Recuerdo que una reseña de Joan Carles Planells a la antología de Robert Bloch Escalofrrríos comenzaba con una frase del estilo: “Este libro debería titularse Bosteeezos”. Le he dado vueltas a cómo empezar este texto sobre Aniquilación con un chiste en la misma línea, a lo que el título de esta novela invita tanto como su contenido, pero temo que ninguna de mis ocurrencias estaría a la altura del maestro.
Me llama la atención lo poco que se ha escrito sobre lo que supone este libro. Porque es algo así como la respuesta desde el interior del género a bastantes tendencias imperantes. Porque, seamos claros: en un mercado editorial benévolo como nunca en la historia con los géneros fantásticos, George R.R. Martin es el único de la familia, de LOS NUESTROS, que ha pillado cacho de verdad. Que si Patrick Rothfuss, que si Suzanne Collins, que si Max Brooks; advenedizos a los que leen por todas partes gente que verdaderamente no entiende del asunto. Bueno, Sapkowski también es un poco de los nuestros, pero lo suyo sigue otro derrotero distinto.
El pedigrí de Jeff Vandermeer, que se lo lleva currando unos cuantos añitos, está en cambio fuera de toda duda: escribió en fanzines, está casado con la que fuera editora de Weird Tales, ha sido finalista de unos cuantos premios del género e incluso ha ganado alguno. Hasta ha enseñado en Clarion. Es, definitivamente, uno de los nuestros. Pero también es un tipo avispado. Así que ha construido un producto a medida para conseguir esos lectores de fuera, aprovechando además que tiene un pie muy bien puesto dentro. Como ha confirmado ganando el Nebula con esta novela.
El problema es que se le ve demasiado el plumero.
Zarandeando a Christopher Priest
Menuda se ha liado después que Christopher Priest publicase en su blog su opinión sobre la lista de finalistas del premio Arthur C. Clarke de este año. Si no está al tanto de la polémica, y no puede (o no le apetece) leer sus palabras, su reflexión se sustenta en dos ideas
- Las novelas seleccionadas le parecen terribles, pobres, un refrito de ideas y formas. Representan un tipo de ciencia ficción acomodada, alejada de la ambición, habilidad y acabado literario que debería premiar un galardón literario.
- 2011 ha sido un año pobre para la ciencia ficción y el jurado no sólo ha apostado por lo seguro sino que, también, ha olvidado obras más arriesgadas que se han quedado fuera.
Las reacciones han sido numerosas. Pat Cadigan habla de frustración personal y alude a que siempre hay obras que uno aprecia como maestras que quedan fuera de la fase final. John Scalzi sugiere que sea jurado en la próxima edición. Jeff VanderMeer… Quien más se ha extendido con las razones que le han podido llevar a escribir este texto ha sido el columnista de The Guardian Damien G. Walter, desporporcionadamente duro al entrar de lleno en un juicio de intenciones muy desmedido. Sugiere un ataque de ego después que su última obra, de larga y compleja gestación, The Islanders (La separación, su anterior novela, es del año 2002), haya quedado fuera de los finalistas del premio Arthur C. Clarke; que después de toda una vida intentando ser J. G. Ballard no ha logrado dicho estatus; que no ha sido capaz de insuflar su alma a su obra; alude a su tradicional problema: siempre cerca de la literatura mainstream pero sin formar parte de ese mundo.
City of Saints and Madmen, de Jeff VanderMeer
Hace unas semanas, leí un artículo que establecía un paralelismo entre el estado de Nueva Orleans tras las inundaciones del huracán Katrina y la ciudad imaginaria de Bellona tal como la describía Samuel Delany en Dhalgren, víctima de un cataclismo sin especificar y teatro de la disolución de la moral y las costumbres. Delany, pues, refrendaría la reputación profética del género irreal, convertido con el paso de los años, y en ocasiones como esta casi a su pesar, en una ficción bastante más relevante que cualquier sueño de sus detractores. Pero, por otro lado, Delany sería un precursor del empleo de la ciudad como escenario fundamental de mucha fantasía moderna, donde la urbe se convierte en un espejo de aspiraciones, en un reflejo surreal de nuestro medio ambiente cotidiano, desde la Viriconium de M. John Harrison hasta la Nueva Crobuzon de China Miéville o la Ambargrís de Jeff VanderMeer.
Ambargrís, como Bellona, es una «ciudad del miedo», obsesionada por el recuerdo de un hecho traumático, el «Silencio», en el que todos sus habitantes se volatilizaron durante una expedición fluvial de su gobernante y su ejército. El enigma, atribuible o no a los «gorras grises», habitantes originales de la ciudad exterminados durante la colonización y refugiados bajo tierra, pesa sobre la conciencia colectiva de los habitantes, y podría o no ser una de las claves de los estallidos de violencia durante el Festival del Calamar de Agua Dulce, celebrado cada año. El ambiente decimonónico y decadente de la ciudad, lleno de pintoresquismo grotesco, arquitectura ruinosa y secretos atroces a punto de revelarse, supone una creación única en el fantástico contemporáneo, por su manera de unir paranoia contemporánea y exquisitez anticuaria que no desentonaría entre los venerables abuelos editados por Valdemar en la colección El club Diógenes.