Temporada alta, de Nadal Suau

Temporada altaEn el sector turístico se suele medir la veteranía del empleado o la empleada por el número de temporadas altas que lleva trabajando. Josep Maria Nadal Suau, crítico de referencia de El Cultural (y no sólo de El Cultural, también del país entero), ha escogido este concepto, Temporada alta, como título de su segundo libro, un ensayo sobre, entre cosas, el turismo en su Palma de Mallorca natal; sobre cómo entender ese fenómeno omnívoro tan complejo, y sobre cómo entender, también, la propia ciudad. ¿Qué es una ciudad que vive del turismo? ¿En qué queda?

Suau abre el libro con una refrescante dosis de sentido común: “un barrio, un domicilio o un salario son puntos de vista”. Consciente de eso, separa esa “otra Palma” que  “se extiende sobre el trazado de Palma” con “la forma de lo vacío, lo rentable y de lo segregado”. Y si vivimos, como dice, en un espacio y en un tiempo en el que “se anula el significado de cualquier icono (…) que no responda a una lógica de la productividad”, ya tenemos un caldo de cultivo perfecto para que arraigue el “monocultivo turístico” de nuestro tiempo. Hay páginas para todas esas Palmas en Temporada alta. Basten estas breves citas para ver una pequeña muestra de cuánto y cómo incide Nadal Suau en estas cosas, con ejemplos y pensamiento crítico tonificantes.

Además, se encarga de espaciar los tramos más ensayísticos de su obra para que quepa su propio punto de vista, para adentrarse en lo que ve. Escoge muestras de un paisaje real, pre-turismo, que se solapan a las de una Palma cedida a los vicios del capitalismo como prueba y contraste de este problema, el turismo masivo, de tan difícil solución, que no produce nada “salvo apariencia de imágenes y de experiencias”.

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Los idiotas del horror

“En esta época de locos nos faltaban los idiotas del horror”, cantaba Battiato allá por 1981. Eran años de depresión económica y terrorismo rampante en media Europa, por lo que sí, cabía preguntarse qué clase de locura afectaba a quienes aún les quedaban ganas de crear o consumir ficción de horror. ¿O por el contrario se trataba de un impulso natural, una forma de catarsis, una estrategia de nuestra psique para hacer más soportables aquellos miedos reales?

Dice la leyenda que el auge del género de terror coincide habitualmente con momentos de profunda crisis social: el cine de la Universal en los años treinta, exorcistas y tiburones en los setenta, etc. Yo miro la lista completa de películas más taquilleras del género y la premisa no me acaba de cuadrar. Las excepciones son tan numerosas que hay que esforzarse de verdad para probar dicha correlación.

Además, yo no comparto demasiado esta teoría del horror como alivio por comparación, que más de una vez he discutido con mi amigo David Jasso y que queda perfectamente expresada en palabras de Ignacio Ramonet:

La película de miedo, con sus monstruos inhumanos, logra […] que la miseria resulte casi tolerable, soportable […]. El cine de terror canalizará la angustia y el extravío, procuará situarlos, dejar que estallen en alaridos de terror, para luego dominarlos gracias al inevitable happy end y a la comparación con la realidad que, aunque difícil, nunca resultará tan terrorífica como el nivel imaginario de esas películas filmadas.

Ignacio Ramonet, La golosina visual

La alusión al happy end me sugiere una clave: tal vez deberíamos distinguir aquí entre los términos de terror y horror. Tal como yo los entiendo, el primero se refiere a amenazas más o menos concretas y racionales a las que cabe vencer o de las que se puede escapar. El horror, sin embargo, apunta a un vértigo mucho más profundo e irracional y del que en definitiva no podemos escapar. Por eso los protagonistas de relato de horror genuino terminan inevitablemente locos o suicidados; una vez hemos conocido la terrible verdad, no cabe happy end. Una buena novela de horror, de hecho, debería ser capaz de seguir contaminando la mente y la vida del lector después de pasar la última página.

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