Apocalipsis, de Stephen King

ApocalipsisEn mi inconsciencia, cuando llevo cerca de una decena de libros de un autor pienso que lo tengo leído. ¡Miles de obras por delante de otros tantos escritores y un tiempo tan escaso! Sin embargo, cuando la carrera es particularmente prolífica como la de Stephen King, la exageración se hace todavía más evidente cuando confrontas su bibliografía con los títulos de los que has dado cuenta. Este era uno de los motivos detrás de mi interés en leer este verano Apocalipsis, la mejor época del año para afrontar tochacos de más de mil páginas. Quizás habría sido más inteligente leer otros dos o tres libros de King, acompañados de dos o tres de otros escritores, pero me habían hablado tan bien de él, y lo tenía tan metido en la nostalgia desde que me lo recomendara un compañero en 3º de BUP, que no podía faltar a la cita. Con 30 años de retraso… y manipulando al resto de contertulios de la TerSa para asignarlo como lectura para los meses de julio y agosto.

Apocalipsis puede considerarse la obra canónica sobre el fin del mundo por pandemia. King se sirve de una enfermedad letal creada en un laboratorio militar para mostrar primero, con plenitud de detalles, la diseminación del virus y la consiguiente aniquilación del 99,9% de la población mundial; y, después, la construcción de un nuevo tejido social con los restos de la humanidad. Una labor capitalizada por dos comunidades antagónicas levantadas en torno a sendas figuras que introducen los únicos elementos alejados de la ciencia ficción en Apocalipsis: una anciana extremadamente longeva que ejerce de encarnación del “bien” y una figura despiadada de origen incierto que actúa como manifestación del “mal”. Comunidades cuya construcción lleva media novela y cuya promesa de enfrentamiento parece llamada a dominar las últimas 200 páginas.

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Cada corazón, un umbral, de Seanan McGuire

Cada corazón, un umbralEn la reseña sobre Agentes de Dreamland alababa la capacidad del escenario ideado por Caitlin R. Kiernan para acoger nuevos relatos. Este potencial inacabable para la autoexplotación, cómo el lugar narrativo permite a los creadores desarrollar más historias (nuevas, viejas, se verá con el tiempo) es una de las virtudes de estas novelas cortas que Runas está traduciendo para publicar en tapa dura. Desde luego me parece el principal valor de Cada corazón, un umbral, novela juvenil que presenta un mundo bastante sugerente en menos de 200 páginas sin, por ello, renunciar a la concisión ni a la autonomía.

En sus primeras páginas, Seanan McGuire parece escribir una de internados británicos con rasgos de enmienda al ambiente de la escuela Charles Xavier para Jóvenes Talentos. La protagonista, Nancy, ingresa en La residencia para niños descarriados de Eleanor West, una escuela para, supuestamente, recuperar a los jóvenes que en algún momento de su vida encontraron una puerta hacia otro mundo (Narnia, Rocavarancolia…) y, por diferentes motivos, fueron expulsados semanas, meses, años más tarde. Escribo supuestamente porque la tarea se antoja una quimera; la necesidad de regresar a esos lugares de fantasía donde vivieron y encajaron es tan fuerte que todos anhelan toparse de nuevo con SU puerta para atravesarla, independientemente del tipo de entorno al que conduzca. Porque los había muy chungos… o locos.

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Un lugar llamado Antaño, de Olga Tokarczuk

Un lugar llamado AntañoPara el lector español, justo es decirlo, Olga Tokarczuk es una autora desconocida. No puede decirse que inédita, pero casi: si echamos un vistazo a nuestro mercado editorial, solo encontraremos dos novelas suyas —una de ellas de aparición más o menos reciente— y algún que otro cuento perdido en antologías de alcance minoritario. Sin embargo, en su Polonia natal, Tokarczuk es todo un referente cultural y político. Muy implicada en el activismo verde en un país ennegrecido por el producto de sus minas, ha escrito un buen puñado de libros y ganado unas cuantas veces el premio Nike, uno de los más prestigiosos galardones literarios nacionales. Mi primer contacto con su obra fue precisamente a través de una de esas modestas antologías, editadas gracias a las subvenciones de institutos de cultura afanados en hacer llegar muestras del trabajo de los artistas patrios a todos los rincones del globo. “Velada literaria”, aparecido en Opowiadania (Páginas de espuma, 2008), da una vuelta de tuerca a “La dama del perrito” —Chéjov es uno de los referentes Tokarczuk—, con detalles que recuerdan al existencialismo de finales de los 40. Me pareció una de las narraciones más interesantes del volumen, e inmediatamente tuve curiosidad por encontrar algo más de su autora. Fue así como topé con Un lugar llamado Antaño en una librería online de segunda mano. Editado por Lumen y ya descatalogado, su precio era ínfimo (algo raro en los libros de la colección Palabra en el tiempo) y las pocas críticas que encontré hablaban de novela fantástica y de realismo mágico en clave polaca. Aquello fue más que suficiente.

No sé qué tienen los escritores polacos con el realismo mágico, pero lo cierto es que muchos de los más destacados creadores contemporáneos (Stasiuk, Tokarczuk, Huelle) han trabajado el género de una u otra forma. Parece pertinente afirmar que Polonia es un país que se presta a la mitificación: a lo largo de su historia ha sido conquistado, ocupado e incluso borrado del mapa no pocas veces, su lengua ha sido silenciada y prohibida, su pueblo empujado al exilio y a la muerte. Pese a todo, Polonia ha sabido mantener su identidad; de hecho, esta alteración permanente en sus fronteras ha servido para reforzar su carácter atemporal, y territorios hoy desaparecidos (Galicja es el más claro ejemplo) sobreviven aún en la memoria colectiva de muchos polacos como la tierra de sus antepasados. Visto así, es más fácil entender que la literatura tienda a representar Polonia como un lugar legendario. Pero son los elementos que definen ese espacio idealizado (el paisaje, el clima, las formas de una casa, la taberna y el quiosco, la plaza del pueblo, un modelo de automóvil o una marca de cigarrillos) los que inmortalizan el mito.

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Agentes de Dreamland, de Caitlin R. Kiernan

Agentes de DreamlandCaitlin R. Kiernan es la escritora detrás de La joven ahogada, la novela más modernuqui entre las publicadas por Valdemar en la colección Insólita y, tengo el pálpito, de las que menos repercusión logró. Es hasta entendible dado que aquel relato heterodoxo y fragmentado de búsqueda de la propia identidad a través de los cuentos de hadas estaba más próxima a las inquietudes de los lectores de una colección generalista; poco terror/horror/espanto había en sus páginas, más allá del que pudiera despertar su vértigo existencial. Además de por este libro, Kiernan es apenas conocida en España por sus guiones para La chica que quería ser muerte, entre lo más aseado de los tebeos surgidos al calor de Sandman, y sus relatos Lovecraftianos presentes en Alas tenebrosas y Ominosus. Una vertiente dentro de la cual encuadraría Agentes de Dreamland. Si bien queda alejada de los mundos concebidos por el autor de Las montañas de la locura, comparte ingredientes con su concepción del terror preternatural.

Puestos a resumir su contenido en un blurb, Agentes de Dreamland funciona como piloto de un Planetary Lovecraft Edition. Sus páginas están dominadas por un par de agentes cínicos de la muerte a la caza de una secta que quiere recuperar la Tierra para unas criaturas inhumanas, primas hermanas de las creadas por el carca de Providence y su maestro fungoso, William Hope Hodgson. En la epidermis, son evidentes sus puntos comunes con El archivo de atrocidades, aunque sin lo que me alejó de ella (los ladrillos de información; los guiños geek) y con un relato dislocado entre varios tiempos y narradores que, a brochazos, establecen el contexto de un universo cuyo desarrollo podría desarrollarse en futuras historias. O no.

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Quien teme a la muerte, de Nnedi Okorafor

Quien teme a la muerteLa primacía de EE.UU. y Gran Bretaña en el mercado de las traducciones contrasta con la diversidad en la ciencia ficción y fantasía contemporáneas. Se puede confeccionar un listado muy extenso con los escritores nacidos dentro de sus fronteras y una nítida inquietud por sus raíces culturales, puestas de manifiesto a través de escenarios, argumentos, miradas que rebosan esa personalidad. Los relatos de Ken Liu y sus novelas de la Dinastía del Diente de León; Aliette de Boddard y sus historias de Xuya; las raíces yorubas de Tade Thomson, parte esencial de Rosalera, son apenas tres ejemplos de una constelación en crecimiento. La editorial Crononauta ha contribuido a traer a España esta nueva ola con varias obras de Nnedi Okorafor, escritora nacida en EE.UU. de padres nigerianos, con una clara preocupación por explorar su vínculo con aquel país y, por extensión, los conflictos a los que se ven expuestas las mujeres del África subsahariana. Si no me falla la memoria, en España la conocimos gracias a “Araña, la artista” y en el último año y medio nos han llegado las dos novelas cortas de Binti y Quien tema a la muerte. El premio mundial de fantasía a la mejor novela en 2011, recién traducida por Carla Bataller Estruch en una cuidada edición anticipada por la ilustración de cubierta de Joey Hi-Fi.

Onyesonwu, quien teme a la muerte, es una joven nacida después de que su madre, de la etnia okeke, fuera violada por un nuru. El acto, una gota en el océano de una limpieza étnica desoladora, aumenta su crueldad en el caso de haber un embarazo. Las madres y sus bebés, mestizos ewus, son vistos como parias; su propia gente los desprecia porque se ven como portadores de la violencia de la cual fueron engendrados. Esto lleva a Najeeba, la madre de Onye, a abandonar su comunidad y criar a su hija en el desierto. Este exilio autoimpuesto concluye cuando encuentra en Jwahir un lugar donde rehacer su vida; una población alejada de la zona de influencia nuru y atada a unas costumbres que había dejado de lado. El apego a la tradición se manifiesta cuando a los once años, contra el deseo de su madre y su nueva pareja, Onye se suma a un rito de paso que incluye la mutilación genial. Este suceso traumático que limita el ejercicio de su sexualidad desde el despertar de la pubertad, llega aparejado con las primeras evidencias de que Onye es también una eshu; un ser con habilidades mágicas conectadas con las de su padre biológico. Una herencia que la marcará durante su adolescencia y su tránsito a la edad adulta.

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Circe, de Madeline Miller

CirceMadeline Miller novela en Circe la vida de este personaje mientras sistematiza toda la mitología a su alrededor. Una tarea esta, la reescritura de un mito griego en clave feminista, que tiene su más afamado antecedente en La antorcha de Marion Zimmer Bradley; la guerra de Troya contada por Casandra, hija de Príamo, condenada a ver ignorados todos y cada uno de sus augurios. Miller se apoya en “Homero”, Hesíodo, Píndaro u Ovidio para construir un relato en primera persona que abarca desde la infancia de Circe hasta su liberación del yugo como ser legendario.

La introducción, el enfrentamiento entre Titanes y Olímpicos, sigue los pasos de lo que vendría a ser un poco Mitología 101. La familia de Circe se alinea con los primeros para, una vez concluido, dejarlos bajo el escrutinio del Olimpo y la continua sospecha de una futura rebelión. Hija del dios Helios y la oceánide Perseis, Circe muestra desde su niñez rasgos alejados del resto del panteón griego. Como en los mitos, los dioses, semidioses, ninfas, dríadas, héroes… de Miller viven entregados a satisfacer sus pasiones sin aparente espacio para el remordimiento o la empatía. Mientras, la pequeña diosa muestra unas “debilidades” más próximas al carácter humano. Así, alivia sensiblemente el tormento al cual se ve sometido Prometeo o mantiene durante su juventud una relación de complicidad con su hermano Eetes. También hay lugar para comportamientos más propios de deidades, caso de su enamoramiento de Glauco y su elevación a la categoría de dios o el ardid ideado para castigar a Escila, la ninfa de la que Glauco se había enamorado, el desencadenante del destierro de Circe en la isla de Eea. Inicio del segundo acto de la novela, marco de la tarea más ardua de Miller.

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El tren de las almas, de Mado Martínez

El tren de las almasDespués de varios años sin verse, cinco treintañeros amigos de la infancia se reencuentran en la estación de tren su pueblo la noche del 22 de diciembre, cuando, según la leyenda, pasa por allí un convoy fantasma: el “tren de las almas” que da título al libro. Este es el punto de partida de la última obra de Mado Martínez (ed. Algaida): una novela ligera de terror sobrenatural con abundancia de diálogos, fácil de leer y bien escrita, pero algunos de cuyos aspectos clave no me resultan del todo convincentes.

El tren de las almas se desarrolla en dos escenarios distintos. Por un lado, el tren fantasma, al que los protagonistas —Bárbara, Jackson, Juan, Tony y Marian— se suben al comienzo de la novela. Por otro, su pueblo, Espuelas, en distintos momentos a lo largo del tiempo. Martínez va desgranando el pasado de los cinco pasajeros del tren a través de flashbacks que se alternan con capítulos en los que nos muestra la reacción de los habitantes del municipio ante la misteriosa desaparición del grupo, centrándose fundamentalmente en dos de ellos: Elvira, tía de Juan, y Roberto Aranda, un policía municipal que decide abrir una investigación para tratar de determinar qué fue lo que le sucedió a Marian (su compañera en el cuerpo) y sus amigos.

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Y estoy aquí, aquí para quererte, de Juan Manuel Santiago

Y estoy aquí, aquí para quererteLa Barcelona quinqui asediada por una criatura ominosa de Mataré a vuestros muertos, las historias de Rafa Marín emplazadas en ese Cádiz entre lo real y lo fantástico, las abundantes narraciones de temática retrofuturista… La exploración de nuestro presente o nuestro pasado reciente donde lo fantástico se enrosca, potencia, se nutre de los mitos personales, goza de una salud de acero. Desde un punto de vista muy subjetivo, estas historias apenas me interesan; en el tira y afloja entre lo nostálgico y lo iconoclasta lo primero tiene demasiado peso para mi gusto. Una inclinación evidente en el steampunk cuando el escenario y los elementos más imaginativos han orillado cualquier voluntad crítica que ocasionalmente tuviera la temática, tal y como atestigua el nulo peso de una novela fundacional como La máquina diferencial en el resurgir de hace una década. A pesar de este prejuicio, me llamó la atención Y estoy aquí, aquí para quererte, de Juan Manuel Santiago. Más que por el contenido, por ver cómo conservaba sus armas narrativas un escritor excepcional en el terreno de la no ficción que, allá durante los 90, había destacado con un puñado de relatos.

Música popular, corrupción urbanística, el mundo LGTB, las redes clientelares en el franquismo y la democracia, librerías de viejo, la ciencia ficción de Nebulae y Nueva Dimensión, la Jurado y Raphael, la escena underground barcelonesa… En algunos momentos, Y estoy aquí, aquí para quererte transmite la sensación que Santiago ha puesto en marcha la licuadora y pasa por sus cuchillas más elementos de los admisibles en una narración entre el relato largo y la novela breve. Sin embargo la secuencia en la cual los alinea confirma el sentido detrás de un texto que se zambulle en las entrañas de la ciudad española que mejor puede acoger las tensiones entre tradición y vanguardia para destilar una historia de hipocresía, lucha de clases y los conflictos que despierta la aceptación de la propia identidad.

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La perra de Alejandría, de Pilar Pedraza

La perra de AlejandríaLa Alejandría de los tiempos de Hipatia ha sido protagonista de al menos dos novelas de escritores españoles con inclinación a amalgamar Historia y fantasía. Hace una década, Eduardo Vaquerizo le dedicó La última noche de Hipatia, el relato de una viajera temporal desplazada hasta la Alejandría de las postrimerías del siglo IV para testar en sus carnes el curso obstinado, inevitable de la Historia. Unos años antes, Pilar Pedraza emplazó en la misma época La perra de Alejandría e iluminó su desarrollo bajo una luz crepuscular, ideal para representar el declive del Imperio Romano y la desaparición del mundo clásico, demolido golpe a golpe del martillo cristiano. Aunque sendas novelas fueron escritas desde sensibilidades opuestas, no se limitaron a explotar el contexto. Ambos, Vaquerizo desde su mirada de ciencia ficción, Pedraza desde su fidelidad a la fantasía oscura, acertaron a modelar los elementos históricos que mejor se ajustaban a sus necesidades.

Ya en sus primeros capítulos hay en La perra de Alejandría una fuerte presencia de lo mitológico, sobremanera al caracterizar una parte de la sociedad, la pagana, resiliente ante las andanadas de la nueva fe del imperio. El protagonista, Bárbaro, exiliado en la antigua capital del Egipto helénico tras al asesinato de sus padres, es testigo de múltiples prodigios alrededor de la figura de Dionisos. Durante una bacanal, Melanta, una fanática del dios, se ve involucrada en un portento que asombra a los participantes en la celebración; apenas un preámbulo de los que están por venir.

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La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury

Something wicked this way comes

Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya.

Ray Bradbury.

1932. Una feria ambulante ha llegado al pueblo. Por segundo día, Ray espera ver al Señor Eléctrico. Ha venido con la excusa de un truco de magia que le compró y que no funciona. Pero lo que realmente pretende es que el mago le aclare el significado del extraño imperativo que le lanzó durante la función: vive para siempre.

Bradbury refiere este episodio de su infancia en Zen en el arte de escribir, una colección de once ensayos breves sobre el oficio de escritor. Como todas las cosas que representan un giro argumental en nuestra vida, como todas esas escenas que se quedan grabadas en nuestra memoria con tinta indeleble, el encuentro con el mago supuso un antes y un después en la vida del joven Bradbury.

Vive para siempre. El Señor Eléctrico le explicó que había reconocido en él a la reencarnación de su mejor amigo, muerto en la batalla de las Ardenas, durante la I Guerra Mundial. Charló amigablemente con el muchacho, le hizo alguna que otra amable recomendación, y a partir de ahí, Bradbury empezó a escribir sin cesar. De hecho, escribía compulsivamente, cumpliendo un programa autoimpuesto en el que no podía faltar un solo día. Si no escribía, se volvía loco. Tenía que volver una y otra vez a beber de ese pozo aparentemente insondable e inacabable, cuyas raíces se hunden en el inconsciente.

Mil palabras diarias, como mínimo. Un cuento a la semana durante los próximos diez años. Una actividad que, andando el tiempo, conocería cierta notoriedad por internet. El llamado  Bradbury challenge consiste precisamente en eso, en escribir un cuento a la semana. La idea, en palabras del propio escritor, es sencilla: es imposible escribir 52 cuentos malos seguidos. Así, propone un acercamiento cuantitativo a la escritura que redundaría a largo plazo en una mejora cualitativa del oficio.

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