Después de varios años sin verse, cinco treintañeros amigos de la infancia se reencuentran en la estación de tren su pueblo la noche del 22 de diciembre, cuando, según la leyenda, pasa por allí un convoy fantasma: el “tren de las almas” que da título al libro. Este es el punto de partida de la última obra de Mado Martínez (ed. Algaida): una novela ligera de terror sobrenatural con abundancia de diálogos, fácil de leer y bien escrita, pero algunos de cuyos aspectos clave no me resultan del todo convincentes.
El tren de las almas se desarrolla en dos escenarios distintos. Por un lado, el tren fantasma, al que los protagonistas —Bárbara, Jackson, Juan, Tony y Marian— se suben al comienzo de la novela. Por otro, su pueblo, Espuelas, en distintos momentos a lo largo del tiempo. Martínez va desgranando el pasado de los cinco pasajeros del tren a través de flashbacks que se alternan con capítulos en los que nos muestra la reacción de los habitantes del municipio ante la misteriosa desaparición del grupo, centrándose fundamentalmente en dos de ellos: Elvira, tía de Juan, y Roberto Aranda, un policía municipal que decide abrir una investigación para tratar de determinar qué fue lo que le sucedió a Marian (su compañera en el cuerpo) y sus amigos.
La novela es solvente en los episodios ambientados en Espuelas, en los que Martínez realiza un retrato costumbrista de la España rural con personajes bien dibujados y un acertado equilibrio entre ternura, nostalgia, crítica social y sentido del humor, todo ello aderezado con alguna que otra pincelada de realismo mágico. Sin embargo, la narración cojea cuando la acción se traslada al tren. El recurso, no por muy utilizado menos efectivo, de situar a unos pocos personajes en un espacio cerrado y hostil, no termina de funcionar aquí como elemento inquietante y claustrofóbico. Como lectora, la suspensión de la incredulidad, imprescindible para que una novela de temática paranormal funcione, me ha resultado difícil de conseguir en este caso. Y sospecho que el elemento que me sacaba de la narración una y otra vez era el comportamiento de los protagonistas y su actitud cuasi adolescente.
Cuando, en el transcurso de su investigación, Roberto Aranda descubre los motivos por los que Marian y sus amigos habían ido a la estación, los describe de una manera que pone dolorosamente el dedo en la llaga: “Personas con estudios y en edad de criar, jugando a Scooby Doo”. Porque ahí, precisamente, radica el que a mi juicio es el principal hándicap de la novela.
La premisa, de entrada, resulta poco plausible: que un grupo de hombres y mujeres hechos y derechos decida, después de muchos años sin verse, reencontrarse en una estación encantada para averiguar qué hay de verdad en la leyenda del tren de las almas. Que lo primero que hagan una vez en el apeadero sea ponerse a trasegar cerveza, y que decidan subir a bordo del tren de las almas cuando este llega a la estación, resulta también difícil de comprender. Pero todo esto sucede en las primeras páginas de la novela, prácticamente a modo de prólogo, y resultaría sencillo pasarlo por alto si no fuera porque su comportamiento continúa en la misma línea a lo largo de todo su viaje en tren: no me resulta convincente la manera en la que tratan de justificar lo que les está ocurriendo, achacándolo a una alucinación colectiva por culpa de las drogas (unos alucinógenos que, a excepción de uno de ellos, ni siquiera recuerdan haber tomado); ni que en pleno viaje a bordo del tren fantasma decidan ponerse a “jugar a la ouija”; ni la facilidad que parecen tener para frivolizar en momentos de supuesta tensión, como esa escena en la que dos personajes se ponen a debatir sobre el atractivo sexual de un tercero poco después de haber sido encerrados por el revisor en un vagón.
Es agradable sin embargo constatar, a medida que avanza la novela, que los personajes han sido cuidadosamente construidos. Martínez va desvelando (en ocasiones, quizá con demasiada explicitud) cómo las experiencias de su infancia han ido modelándolos en los hombres y mujeres en los que han acabado convirtiéndose. Y, aunque esa profundidad psicológica no se termina de reflejar en los episodios dedicados al tren (porque el tono de la novela es bastante homogéneo y, a pesar de que el punto de vista narrativo va cambiando, no llegué a tener la sensación de que cada uno de los personajes tuviera su voz propia), sí es apreciable —y disfrutable— en los flashbacks y el resto de la narración ambientada en Espuelas. No es extraño que los dos personajes más potentes del libro (el agente Roberto Aranda y, especialmente, la inolvidable tía Elvira) pertenezcan al ámbito no paranormal de la historia, o que la relación entre ambos le dé sopas con hondas, en química y complejidad, al “romance” anunciado que florece durante el viaje ferroviario.
La novela, en todo caso, remonta al final, con un desenlace digno en el que todas las piezas encajan y que, además, reserva para el lector alguna sorpresa de última hora.
El tren de las almas (Algaida Ediciones, 2018)
Rústica. 344pp. 20€
Ficha en la web de la editorial