El nacimiento del ciberpunk. Influencias externas (3 de 4)

Neuromante

En la introducción de Storming the Reality Studio: A Casebook of Cyberpunk and Postmodern Science Fiction, libro que reúne una magnífica selección de textos y artículos sobre la corriente, Larry McCaffery define el ciberpunk como “la respuesta del arte al entorno tecnológico que está produciendo la cultura posmoderna en general”. Buscar el campo de influencia externo del que se alimentó el movimiento invita a detenerse en figuras clave de la posmodernidad y la contracultura, los dos grandes elementos ajenos a la naturaleza de ficción del nuevo subgénero, fundamentales en la confección de su espíritu ideológico y motivo por el cual el ciberpunk logró trascender las fronteras de la ciencia ficción. No es extraño que el movimiento y su narrativa sintonizaran perfectamente con el espíritu de la época, que tuvieran eco en el trasfondo cultural de entonces, pues de él habían extraído su razón de ser.

Ya vimos que la literatura ciberpunk es narrada en numerosas ocasiones en clave de novela negra, y que de ella parte la configuración y manera de ser de muchos de sus personajes y entornos urbanos, como el Case del Ensanche en Neuromante o el Marîd Audran del Budayen en Cuando falla la gravedad, pero lo cierto es que el origen de esas actitudes y desarrollos es dual. Esas interpretaciones sintonizan también con la naturaleza de los individuos y arquitecturas de la posmodernidad. Los protagonistas ciberpunk son individualistas, carecen de preocupaciones sociales y se ven empujados por fuerzas externas, arrastrados por la marea de los acontecimientos e impelidos a escudarse en la ética del superviviente. Son personajes desencantados que pugnan por sobrevivir en remedos futuristas de las viejas junglas de asfalto. En ocasiones repletas de enormes edificios antiguos, a veces situadas en entornos urbanos exóticos, como ciudades orbitales o de ambientación no occidental, abigarrados, repletos o vacíos, pero siempre generosos al mostrar una tecnología deshumanizadora al servicio de la decadencia social.

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La exégesis de Philip K. Dick

Philip K Dick Exegesis

Pocas veces se habrá visto una autoindagación tan exhaustiva en la propia obra como la que lleva a cabo Philip K. Dick en su Exégesis. Es –además de autocrítica literaria de primer orden e introspección filosófica– una fascinante e ilustrativa inmersión en los elementos que espolearon su escritura –lo que está detrás de su ciencia ficción es la realidad tal como la veía, aprendemos, desnuda de todo artificio– y así leer este libro de libros es un viaje a su mente, a su entendimiento lúcido de la vida. Libro torrencial, digresivo, omniabarcador, totalizante, sabio y tan sumamente cargado de pensamiento, de creatividad, de puro genio y de vida, que cuesta encontrar un único cauce por el que empezar a describir estas experiencias de lectura. Y si las menciono en plural es porque todo en la Exégesis es plural; hasta el mundo físico que rodea a su autor esconde otro mundo físico que rodea a su autor que le envía mensajes para que lo descifre y lo redibuje en sus imaginarios de ciencia ficción.

Esta exégesis contiene reflexión y autoanálisis, crítica literaria, filosofía, epistolario, tramos autobiográficos, el habitual sentido del humor de Dick: todo el corpus escriturario del autor, exacerbado. Dick descubre, con las visiones que tuvo en febrero y marzo de 1974 –novelizadas en Valis–, que todo lo aprendido o todo lo que se le reveló en aquellos momentos estaba ya contenido, sutilmente y sin que fuera consciente de ello, en su obra anterior. Es decir: esas visiones vinieron a confirmar lo que en él ya era intuición. Le sirvieron para romper con la representación pactada y espuria de la realidad, esa que nos viene impuesta a todos, y para ver lo que había –hay– detrás, y ponerlo por escrito en sus visiones de ciencia ficción. Le sirvió para ver que llevaba toda la vida intuyendo esas realidades metafísicas. Una inteligencia fuera de lo común, la de Dick, y una valentía especial, la suya, para poner todo eso por escrito. Ver más allá de las apariencias, ver en la luz el tránsito de la luz, está al alcance de pocos, y hacerlo te puede abocar a la soledad y a la incomprensión.

A lo que más se parece una buena parte del océano de estas páginas es a la poesía de san Juan de la Cruz. Porque así como san Juan de la Cruz tuvo experiencias místicas y, para entenderlas y representarlas, acudió al lenguaje profano, desplazó unas pocas, pertinentes palabras del entorno que les era natural y las reubicó en una nueva realidad metafísica, y creó, así, una imaginería distinta que, de repente, contenía un potencial significante capaz de descifrar y eternizar por escrito lo que vio, así también tuvo Dick sus propias visiones metafísicas (con las que reafirmó su entendimiento esencial de la vida) y, para representarlas, acudió al profano entorno de callejones y dependientes y residuos al que asistimos en su narrativa, y desde ahí se atrevió a deshojar la realidad y decir su corazón con palabras también profanas que aludían a lo que trasciende a ese entorno urbano y sucio, con un revestimiento de ciencia ficción, es decir, de doble profanidad, y lo hizo sin la necesidad de la prestigiante piel de un lenguaje codificado y ya preconcebido como intrínsecamente legítimo. Así san Juan de la Cruz y Philip K. Dick vieron lo que hay más allá de las apariencias, reinventaron la profanidad para decir esa realidad metafísica, y, de paso, dignificaron lo que se consideraba indigno. Que es una de las formas de la revolución.

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Cero, de Kathe Koja

CeroCero es la cuarta novela de La biblioteca de Carfax que comentamos en C y después de su lectura, independientemente de la valoración sobre el texto, prevalece la reafirmación de la necesidad de un proyecto editorial así. No sólo por el criterio detrás de la selección de títulos o, en sintonía con ese carácter, cuidar el libro como producto. Lejos de dejarse llevar por la urgencia de la novedad y la expectación de lo que se habla ahora en anglosajonia o la esfera influencer, en el catálogo se mantiene no sólo un envidiable equilibrio entre novelas y colecciones de relatos. También es evidente en una personalidad que no hace ascos a recuperar obras de hace décadas, olvidadas por la ausencia de un espacio para publicarlas en España o el miedo a comerse la tirada completa ante textos de encaje complicado. Tal es el caso de Cero, novela de Kathe Koja aparecida hace tres décadas que Ismael Martínez Biurrun recomendaba encendidamente en “De la nueva carne a la nueva naturaleza” y que me ha seducido tanto como a él.

Esta sensación tiene algo, mucho, de malsano. El lugar en el que Koja encierra a sus personajes durante casi 300 páginas y donde se desarrolla el acto crucial de sus vidas bascula entre lo enfermizo y lo sórdido. Es difícil encontrar un resquicio de felicidad, optimismo, esperanza en el relato de Nicholas, el narrador, un empleado de blockbuster alienado en una existencia anodina y una relación de dependencia con Nakota, una bailarina de striptease. La disfuncionalidad de ese vínculo se acrecienta con la aparición en su domicilio del agujero, una no-entidad que sirve de portal a otra realidad. Nakota lo explora arrojando a su interior objetos, pequeños seres vivos y una cámara para observar su interior. Toda este proceso reactiva una relación que parecía terminal y que trasciende a un nuevo nivel cuando Nicholas atraviesa el agujero involuntariamente con su mano.

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Store of the Worlds. The Stories of Robert Sheckley, selección de Alex Abramovich y Jonathan Lethem

Store of the WorldsTodo lo que rodeó la muerte de Robert Sheckley en 2005, desde su convalecencia durante una visita a Ucrania y la campaña de recogida de dinero para pagar las facturas de su hospitalización, fue una manifestación de la precariedad cotidiana para una mayoría silenciosa de creadores, más en países sin asistencia sanitaria universal. También sirvió de recordatorio sobre las dificultades para algunos maestros del relato de la ciencia ficción en un mundo en el cual este formato prácticamente ya sólo aporta prestigio.

Sheckley todavía es “afortunado” en traducciones al castellano. Tras su fallecimiento se han recuperado en España dos de sus libros. Bibliópolis reunió una de sus novelas, Los viajes de Joenes, junto con una antología de relatos hasta entonces inédita: Store of Infinity; un puñado de narraciones de finales de la década de los 50, el período más fértil y memorable de su trayectoria profesional. Además la difunta colección de RBA volvió a traducir Trueque mental, una novela menor, recordatorio de algunas de la virtudes y la mayoría de los defectos de su quehacer como novelista. Sin embargo un volumen recopilando sus mejores relatos ha quedado fuera de la ecuación, seguramente por la escasa atención concitada por ambos títulos. Si se tiene una cierta soltura en el inglés, Store of the Worlds sería el libro más adecuado para acercarse a esa ficción breve. Un catálogo de la talla de Sheckley como creador, viva demostración de por qué su nombre continúa siendo inexcusable no sólo a la hora de hablar del relato de ciencia ficción.

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Los viernes en Enrico’s, de Don Carpenter y Jonathan Lethem

Los viernes en Enrico'sNo sabría decir si desconfío más de una novela escrita a cuatro manos o de una inconclusa tras la muerte de su autor y terminada por otro. Desde hace unos años no me acerco a este tipo de “colaboraciones”, pero con Los viernes en Enrico’s he hecho una excepción; no podía dejar pasar la recomendación de Ekaitz Ortega. Además es fácil obviar esta reticencia cuando todavía no has leído un libro de Don Carpenter y la persona elegida para revisar y pulir el manuscrito tras su muerte fue Jonathan Lethem.

Aunque hay algunos personajes con más protagonismo que otros, Los viernes en Enrico’s puede considerarse una novela coral. Carpenter relata la vida de un grupo de escritores en los EEUU desde finales de los 50 hasta comienzos de los 70 en un entorno blanco de clase media acomodada y un tanto monolítico donde ya se adivinan las grietas de la contracultura. Un mundillo espejo de la generación beat, plagado de creadores a la busca de ganarse la vida y/o hacerse un nombre en el siempre complicado, y muchas veces incomprensible, mundo editorial.

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La fortaleza de la soledad, de Jonathan Lethem

La fortaleza de la soledadCapturar el espíritu de un tiempo y un lugar de la historia de EE.UU.; reflejar el modo de vida de unos personajes, vehículo de las ideas de ese momento concreto; condensar las transformaciones que se produjeron y cómo catalizaron la sociedad hacia una nueva etapa;… Escribir la gran novela americana. Una de esas etiquetas a las que se acude para describir cualquier historia en dos patadas y, para qué negarlo, uno de los propósitos de Jonathan Lethem en La fortaleza de la soledad. Evocar el Brooklyn de los setenta, un hervidero de minorías mayoritarias en plena vorágine del cambio sociocultural. La época en la cuál la heroína y la cocaína tomaron las calles de la ciudad y el soul y el rhythm & blues dieron paso a la música disco y el funk. En la primera mitad de La fortaleza de la soledad suena, se huele, se siente ése Brooklyn antes de que fuera sepultado por las toneladas de dólares y gente “de bien” tras su gentrificación. Particularmente en una serie de fragmentos en presente donde el lenguaje utilizado por Jonathan Lethem, expresivo, colorista, atrapa un microcosmos tan expresivo como auténtico.

No obstante, por encima de este nivel de lectura se alza el relato de crecimiento personal de Dylan Ebdus. El chaval mediante el cuál Lethem observa todo lo anterior y cuya vida queda moldeada por las calles de Brooklyn y acontecimientos como la huída de su madre, Rachel, cuando apenas era un niño; una ausencia convertida en presencia a través de unas postales sin sentido que recibe por correo. Ahí queda cristalizada la relación con su padre, Abraham, un pintor al que la necesidad de sacar adelante a su hijo le fuerza a buscar el sustento como ilustrador de cubiertas de libros de ciencia ficción; un sacrificio que no le lleva a abandonar la creación de una película que colorea manualmente fotograma a fotograma. Día tras día, mes tras mes, año tras año.
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