Esporádicamente me viene a la cabeza lo que me gustó Lo raro y lo espeluznante, aunque me costaría escribir más de 300 palabras sobre el libro de Mark Fisher sin consultarlo. Es lo que tiene mi precaria memoria. Entre lo que mejor recuerdo están las primeras páginas: Fisher amarraba su propuesta de caracterización de una parte del fantástico a partir del unheimlich freudiano. En la traducción, el autor de Realismo capitalista evitaba referirse a este término como lo siniestro; prefería llevarlo hacia un más mundano “no sentirse en casa”. Freud aplicaba esta sensación de extrañamiento a iconos o ideas concretas, pero en su flexibilidad puede extenderse para acoger bastante más bajo su paraguas. Y yo, que de psicología apenas tengo dos nociones, en mi atrevimiento de barra de bar y palillo en la boca no encuentro mejor punto de apoyo para recomendar Ruidos humanos. La primera colección de relatos de Carlos Pitillas me ha despertado una intensa extrañeza a partir de situaciones cotidianas. En su mayoría, agrietadas por cuestiones a veces mundanas, a veces extraordinarias, que remueven la cabeza del lector y empujan a los personajes desde ese “no sentirse en casa”.
“Aquello que se acerca”, el segundo relato de Ruidos humanos, me parece un buen ejemplo de la escritura de Pitillas desde sus primeras palabras:
Hemos conseguido que Ángel permanezca casi sesenta horas despierto. Probablemente no aguantará mucho más: apenas tiene cuatro años.
Este zarpazo estimula la atención desde lo enfermizo de ver a un padre y una madre someter a su hijo a tal tortura, de una manera racional, meditada, aséptica. El fundamento de este comportamiento se establece en una sucesión de rápidas escenas que muestran el retiro familiar para que la madre pueda realizar un trabajo artístico alejada de distracciones, y la amenaza en forma de una masa acuosa que llena el horizonte y se aproxima hacia su nueva casa cuando Ángel duerme. Marido y mujer se ven obligados a poner en marcha todo tipo de mecanismos para evitar el sueño de su hijo, alienándose de sus quehaceres y de su retoño. El proceso conduce hacia un final más sugerente que explícito que redondea el sentido de lo leído y encierra ese deseo inconfeso de tantos progenitores atrapados tras un cambio irreversible en sus vidas.



He de confesar que en lo que a literatura fantástica se refiere, soy anglófilo de pro. Siempre he tenido debilidad por los escritores de las Islas Británicas, autores por cuyas cabezas bullía lo extraño y maravilloso, aderezado con una considerable carga de mala leche y humor cabrón, todo ello escondido bajo una fachada de buenas maneras, formalidad y stiff upper lips. Aparte de la insularidad geográfica y mental, o la falta de luz solar que obliga a pasar el día metido en casa leyendo o en el pub cavilando majaderías para pasar el rato, la teoría más convincente es que la culpa de todo la tiene la influencia de Stonehenge y los túmulos, crómlech y pedruscos neolíticos varios que abarrotan las Cinco Naciones como catalizadores del pasado druídico, mágico y esotérico que ni los romanos pudieron dominar del todo. La religión y las convenciones sociales no pueden reprimir completamente este océano arcano del subconsciente que por algún lado tiene que salir, ya sea por lo artístico o por lo criminal. La tradición es larga, desde Jonathan Swift hasta M. John Harrison pasando por Mary Shelley, Lewis Carroll, William Hope Hodgson, Arthur Machen, Robert Aickman o J.G. Ballard, los escritores de las Islas están muy piraos y por tanto, molan. Y dentro de esta venerable tradición de escritores iluminados entraría el escocés David Lindsay y su asombroso
Hace algunos años descubrí a Robert Aickman gracias al 
