La edad de oro del fantástico en España (1989-2009), Antología coordinada por José Miguel Pallarés y Juan Manuel Santiago

La edad de oro del fantástico en España 1989 - 2009Antología de la ciencia ficción española 1982-2002, Prospectivas, Los premios Ignotus 1991-2000, Cuentos de ciencia ficción, De Profundis, Cuentos fantásticos de la España profunda, Aquelarre… La colección de antologías que glosan la ciencia ficción, fantasía, terror escritos en España a finales del siglo XX y comienzos del XXI es nutrida. No obstante, todavía faltaba un volumen que abarcara de manera equilibrada los diferentes géneros buscando un catálogo lo más completo posible de los autores más importantes que los cultivaron durante aquellos años. Una iniciativa que yendo a los listados de premios resulta imposible abarcar por el tradicional olvido de ciertos nombres, relegados de manera sistemática por su universo de votantes. Juanma Santiago y José Miguel Pallarés han realizado esa labor para Apache libros con La edad de oro del fantástico en España (1989-2009), un título ambicioso a la altura de sus expectativas.

Abre el volumen “El testimonio de la memoria”, la introducción donde los antólogos contextualizan su selección. A la hora de afrontarlo, Pallarés y Santiago podrían haber seguido las pautas marcadas por Julián Díez en su Antología para Minotauro, con una memoria más formal, o por el propio Santiago en la primera (y última) antología de Los premios Ignotus, con un texto más vivencial (e informal). Sin embargo, ambos van al pie y en menos de 30 páginas tocan el por qué la califican de Edad de Oro, qué fue lo que la propició, qué temas se tocaron, dónde se publicó todo, por qué terminó, los autores elegidos, los que se quedaron fuera… Una nube de cuestiones en la cual ambos se mojan no sólo en los nombres. Apuntan personas que podrían haber estado dentro y se han quedado fuera; discuten la primacía de la cf al inicio para dar después paso al terror; recuerdan las publicaciones de aquel período…

El tono es serio, con ocasionales muestras de humor (y guiños; reto nombrar a Doc Smith superado). A veces el discurso apunta a excesivo “bienqueda”, con abundantes listas de personas y publicaciones como con temor a dejar nombres sin mencionar. Pero siempre con el compromiso de apuntar melones que darían para investigaciones de profundidad… si alguien estuviera interesado en ello.

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Detrás de Terminator se ven algunas sombras

BerserkersComo no me gusta pontificar, lo digo así: puede que Terminator sea la mejor película de James Cameron. Es posible. No lo sé. Lo que sí puedo decir es que es una de las tres o cuatro mejores películas de ciencia ficción de los años ochenta. Y creo que es un acierto considerarla una de las más oscuras de la década y, en el fondo, del siglo XX entero. Y sin duda podemos decir que es la mejor película de Linda Hamilton y de Arnold Schwarzenegger.

Pero hasta Terminator tiene sus precursores.

La saga de los Berserker, de Fred Saberhagen, va de unas máquinas que surcan el espacio exterior en busca de humanos. Estas máquinas sobrevivieron a sus enemigos originales y también a sus fabricantes alienígenas, a los ingenieros que, genocidas, las diseñaron para la guerra, y todavía cruzan, obstinadas, el vacío sideral con la única misión que les fue encomendada: capaces de autorrepararse, de reproducirse, lo único que hacen es, como Terminator, localizar y matar humanos. Esa misma, eterna obstinación homicida que veremos más tarde en la ciudad de Los Angeles con las máquinas de Cameron. Saberhagen, que por otra parte no se molesta en ocultar su machismo, en uno de los cuentos de The Ultimate Enemy, nos dice, evocador, que esa ‘armada’ mató a sus enemigos originales cuando la humanidad empezaba a dibujar sus primeras siluetas en las cavernas.

Pero la sombra que se percibe con mayor definición en la genealogía de Terminator es la de un cuento de Harlan Ellison.

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No distingo al hombre de la máquina

Terminator

Debajo de Terminator parece que se escondan estos versos de Roberto Juarroz: “El futuro no existe, / sin embargo cambia”. Planteándonos un futuro en el que las máquinas dominan el planeta y exterminan a los humanos, James Cameron consiguió sacudirse de encima el suspenso crítico que supuso Piraña 2, y, de paso, legó al cine una de las más desoladoras y oscuras películas de ciencia ficción del siglo XX. El prólogo ya nos lo advierte: estamos a las puertas de un futuro aterrador, y nosotros somos los únicos culpables. Sergio Benítez dijo hace tiempo en Blog de Cine que Cameron, con esta película, alejaba al género de las aventuras espaciales de George Lucas y su “bienintencionada y ligera” Guerra de las Galaxias, acercándolo a tonalidades más graves y reflexivas, pero creo que ese paso ya lo había dado antes Ridley Scott con Alien y Bladerunner. Es posible que la aportación principal de la película esté en otra parte.

¿Y qué pasa en Terminator? En Los Ángeles aparecen, en 1984, dos tíos en pelota (Arnold Schwarzenegger y Michael Biehn), buscando cada uno a su manera y por distintos motivos a Sarah Connor (gran papel ochentero de Linda Hamilton). Uno la quiere matar. El otro, no. Y la buscan porque aunque ella no lo sepa –no lo pueda saber aún– dará a luz a John Connor, futuro salvador de la humanidad que sobrevive en las ruinas del mundo postapocalíptico, arrasado, del que provienen los viajeros en el tiempo. Y ella es la clave porque su hijo será la clave, y esa lectura mesiánica, cristianega, de la película, es lo que me molesta de la saga (o sea que podemos hacer ver por un segundo que no va por ahí la cosa y seguir como si nada).

Las máquinas, creadas por nosotros, quieren más; desarrollan una inteligencia independiente, autónoma, y quieren más. Lo podemos repetir: las inteligencias artificiales se liberan, y quieren desgajarse, por fin, de las mentes creadoras que las dominan, para ser ellas mismas sin el impedimento de la subordinación esperada.

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El libro de otro lugar, de China Miéville

El libro de otro lugarEs de admirar la honestidad de Keanu Reeves al reconocer que no escribió una palabra de El libro de otro lugar. Pierde un poco de agarre cuando se pone místico y añade que deseaba compartir el viaje con otro autor, pero tampoco hay que ponerse exquisitos. Esto de la escritura por designación, donde un autor pone el nombre y las/algunas ideas y el otro echa el resto, tiene su recorrido. A mi, por tradición y fidelidad a los grandes nombres de la cf, me gusta recordar las continuaciones de Cita con Rama firmadas al alimón entre Arthur C. Clarke y Gentry Lee, los libros de Venus Prime con los nombres de Arthur C. Clarke y Paul Preuss en la cubierta, o las tres novelas urdidas en “colaboración” entre Isaac Asimov y Robert Silverberg. Pero hay más. A poco que busques, ejemplos no te faltan.

Según lo veo, escribir las historias originales en las que se basan, ser el artífice de (la mayoría de las) ideas sobre las cuales se desarrollan las narraciones, no te convierte en el autor con derecho a tener tu nombre en posición de privilegio en la cubierta delantera. Al menos en El libro de otro lugar figura el nombre de China con el mismo tamaño que el de Keanu. Ese China MIéville que a estas alturas del siglo XXI debiera estar franquiciando su mundo de Bas-Lag y viviendo de los derechos de los videojuegos o la serie basada en su creación y, sin embargo, ha puesto su pluma al servicio de Keanu y la editorial que tuvo el ojo de promover esta novela. Saboteando desde dentro esta maniobra de la mercadotecnia de poner el fruto de tu trabajo al servicio del nombre que vende la obra. Sí, sabotea. Uno tiene a China como una persona con convicciones y si ha terminado formando parte de esta cadena de escrituras en colaboración, con un texto tan pretencioso, vacuo y, lo que es peor, aburrido, ha sido para poner cargas de demolición desde dentro.

No tengo pruebas. Tampoco dudas.

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Robocop

La subversión de la democracia por medio de las concentraciones del poder privado es, desde luego, un fenómeno familiar.

Noam Chomsky: Estados fallidos.

RoboCopDura, desoladora película donde las haya. Revisitas hoy Robocop y no sólo no ha perdido nada de fuerza sino que, en esta expansión de Estados policiales en la que vivimos, con la presencia invasora y psicopática de la policía en las calles, es más importante que nunca volver a ver la película con la que Paul Verhoeven –uno de los mejores directores europeos vivos– llegó a Estados Unidos, desde los Países Bajos, a finales de los años ochenta con su imaginario y su irreverencia.

En una Detroit asediada por la droga y las violencias derivadas del tráfico de la droga, presentan, en la sala de reuniones de la cúpula masculina y bien vestida de la megacorporación de turno, la última ratio en armamento policial (o militar): un robot (pelín ridículo, todo hay que decirlo), levemente avícola –si me preguntan yo diría que directamente gallináceo– que más que defender a la ciudadanía se percibe como un ataque a cualquier cosa que se desvíe un solo milímetro del orden privado, o, visto de otra manera, como un arma de la policía para defenderse –como institución– frente a los peligros del desenfrenado crimen urbano. Medio minuto después somos testigos de cómo la máquina, desajustada o no, tirotea a uno de los ejecutivos en una escena orquestada por Verhoeven con un frenético sentido del ritmo que será una de las constantes a lo largo de la película. Una escena de una violencia difícil de digerir.

Esos son los primeros compases de la película, un adelanto para que veamos dónde estamos a punto de entrar y en qué consiste ese cóctel de violencia de Estado, capitalismo y ciencia ficción urbana. El punto de partida es sencillo: Peter Weller, acompañado por Nancy Allen, su recién asignada pareja laboral, pronto recibirá más balazos que Faye Dunaway y Warren Beatty en Bonnie & Clyde, y de ahí pasará, ciencia ficción mediante, a ser el Robocop que todos conocemos.

El caso es que la película es tanto una radiografía de la violencia estructural de un Estado corrupto como la historia de alguien que en ese mundo quiere recuperar su humanidad. El lento camino a casa de alguien que está solo y herido.

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Cuadernos de humo sagrado, de Alan Moore

Cuadernos de humo sagradoLa frontera entre el artículo divulgativo y el ensayo mola cuando se aprovechan todas sus posibilidades. Tomemos como ejemplo el primero de los tres textos incluidos en Cuadernos de humo sagrado: “Buster Brown en las barricadas”. Alan Moore hace un repaso de la historia del cómic en EE.UU. y el Reino Unido desde sus orígenes, fuera de las esferas culturales tomadas como respetables, hasta su aceptación y conversión en una forma de arte respetable en su acepción de “novela gráfica”. En las 100 páginas que le lleva ese recorrido, recuerda algunos de sus nombres y obras más importantes con una componente personal relevante. Moore escribe desde su experiencia, imponiendo en el relato histórico un aspecto subjetivo que nunca oculta y le sirve para atar una serie de hechos que termina conectando desde un punto de vista ideológico.

El más llamativo es la explosión del pulp de los años 20. Según cuenta Moore, el motivo por el cuál la mayor parte de la industria impresora se encuentra en Canadá no se reduce solo a los costes del papel y la impresión; también se origina en el encubrimiento del tráfico de alcohol durante el dominio de la ley seca. Esto le permite establecer lazos que trascienden lo económico y abarcan desde la ruptura de un orden social estanco, donde la gente de bien se ve obligada por las circunstancias a romper la ley/las normas del “decoro” junto a personas con las que de otra manera jamás coincidiría, al fenómeno de usurpación de derechos de autor sobre la cuál se levantó todo el fenómeno de los personajes pulp y el mundo superheroico, sin el cual no podría haberse producido el lucro empresarial que a día de hoy da pingües beneficios en el cine o la producción de videojuegos. Una consecuencia de la apropiación de los derechos de autor iniciada en aquel período.

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Los sueños de Lincoln, de Connie Willis

Los sueños de LincolnA pesar de lo que me gustó El libro del día del juicio final, de Connie Willis soy más fan de las novelas cortas y relatos que de las novelas. De ahí mi fe en que Los sueños de Lincoln, su primera novela publicada en solitario en 1987, con menos de 300 páginas, tuviera algo, mucho, de sus mejores historias breves. Esa suma de ingenio, reflexión ligera y humor sin caer en la autocomplacencia y el caos; un riesgo para el drama o la comedia cuando las tramas se extienden y se dispersan.

Los sueños de Lincoln toca varios palos. Primero, es una novela que especula sobre la naturaleza de los sueños. Annie, una joven, parece conectarse mientras duerme con los sueños que tuvo el general Lee en plena Guerra de Secesión. Es atendida por un psiquiatra con una praxis más que cuestionable, Richard, y con el cual mantiene una relación. Richard pide ayuda a un antiguo compañero de universidad, Jeff, que trabaja como investigador de Broun, un escritor especializado en la Guerra de Secesión, en trámite de terminar una novela alrededor de la batalla de Antietam. Jeff se huele que algo sucede con Annie y se escapa con ella en dirección a Fredericksburg para iniciar una investigación sobre la figura de Lincoln y sus sueños, un tanteo de lo que Broun pretende sea su siguiente libro. Su llegada a la ciudad, en pleno corazón de las diferentes campañas que Lee dirigió en Virginia, realimenta la condición de Annie, atormentada por nuevos sueños que alientan las preguntas de Jeff y las interpretaciones para descubrir qué puede haber detrás.

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Estrellas perdidas, de Claudia Gray

Estrellas perdidasDe las novelas de Star Wars escritas por Claudia Gray, Fernando Ángel Moreno habla muy bien de Linaje. Una historia previa a El despertar de la Fuerza en la cual la princesa Leia se las tiene que ver con las complejidades de una Nueva República obligada a luchar contra los restos del Imperio y las dificultades de un sistema político necesitado de unos valores que cuesta mantener. Sin embargo, no es el único libro escrito por Gray protagonizado por dicho personaje; Leia: Princesa de Alderaan es un relato previo al Episodio IV con connotaciones más juveniles que, ahora mismo, no tenía tiempo para leer antes de meterme con Linaje. Así que, después de más de dos décadas sin echarme al gaznate una novela de La guerra de las galaxias, he retomado la franquicia con Estrellas perdidas. Otra novela con buenas críticas en la que Gray cultiva el space opera romántico con una evidente composición juvenil.

Sí, digo juvenil y no Young Adult. Además de repelerme esta etiqueta no hay nada en Estrellas perdidas que me haga pensar que no está pensado para su lectura desde los 13 o 14 años. Servidor se fraguó en un momento en el cual la literatura como producto vivía al margen de la mercadotecnia y las recomendaciones/divisiones por edades tenían menos fronteras. Como producto destinado a personas en la postadolescencia (si es en quienes se piensa con esta etiqueta), hay muchos detalles en los cuales Estrellas perdidas podría haber tenido más recorrido, comenzando con una plasmación pacata del amor romántico. Uno no necesita un despliegue de manifestaciones físicas del amor cercano a la Sonrisa Vertical, pero la parte romántica se habría beneficiado de una faceta más carnal que las secuencias para todos los públicos con fundidos en negro que despliega Gray. Aunque claro, si la visión del amor que se quiere mostrar está pensada para lectores recién salidos de la escuela dominical metodista o pentecostal, Estrellas perdidas pasa el filtro. Más cuando viene acompañado de la castidad monacal del resto del relato donde cualquier mención a la sexualidad de la gente joven que la protagoniza queda relegada a la imaginación de un lector que se pregunte por dónde quedó la libido y las ganas de jarana de esos jóvenes adultos de permiso en Coruscant.

Puedo pecar de exagerado en esta percepción, y de sensacionalista a la hora de formularla. Pero ya digo que me repele cada recomendación que se hace de este libro recurriendo a esa etiqueta. Aprecio una autoindulgencia digna de mejor causa en algo que sólo los cretinos hacen: sentirse mal por lo que se lee cuando ese material puede darse también a la chavalería. Añádanle el desprecio a la amplia literatura juvenil previa a la aparición de la etiqueta Young Adult, dentro de la cual Claudia Gray se desenvuelve con solvencia. Lejos de la categoría obra maestra, pero en sintonía con multitud de buenos títulos que se pueden encontrar en ella. Apenas le falta una mayor convicción en su manera de contar las cosas para no terminar cayendo en la sobreexplicación de temas/posturas por pura desconfianza en si se entenderá lo que ha ido contando. Cuando la secuencia narrativa que conduce Estrellas perdidas es meridiana.

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Vulcan!, de Kathleen Sky

Novelas de Star Trek

Decíamos ayer que las novelas de Star Trek están muy bien. Las que he leído son parte, o se publicaron como parte, de una serie llamada Star Trek Adventures, y son reediciones que se hicieron en los años noventa de algunas novelas de los setenta, antes de que Robert Wise estrenase Star Trek. The Motion Picture, en 1979. Adjunto foto de algunas de las que tengo para que se vea que son altamente coleccionables, con sus evocadores retratos de la tripulación, todos ellos obra de Alister Pearson.

Y lo que me pasa ahora es que, viendo las series, pienso: cada capítulo es un cuento de ciencia ficción; y leyendo las novelas, pienso: cada novela es un episodio.

Vulcan!, de Kathleen Sky, me ha parecido, de momento, de lo mejor que he leído: una excelente novela sobre la complejidad de nuestros sentimientos y lo paradójica que es nuestra manera de sentir. Una novela de ciencia ficción introspectiva en la que la autora se toma su tiempo para profundizar en los pormenores de la mente.

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Las novelas de Star Trek

La noche de los Trekkies vivientesPor lo que sé, a día de hoy hay cerca de novecientas novelas de Star Trek. A primera vista, la idea misma de las novelas ‘tie-in’, o las que están vinculadas a un universo previo, ya establecido, con personajes y mundos ya creados, puede parecer un espanto profundo como opción lectora. Derivativo y coartado, es un fenómeno parecido, si no directamente idéntico, al que se enfrentó en su día –por poner un ejemplo– The Mandalorian. O, lucrativas, (todas) las precuelas. Te encaminas a un mundo anterior, bien definido, y eso condiciona las posibilidades de tu creatividad. O no. No lo sé. (Yo creo que hace las dos cosas a la vez: que limita y libera, como trataré de explicar un poco más adelante).

Es cierto que alguien que escriba una historia Star Trek, al menos en principio, no podrá tomarse grandes libertades, digamos, con las conocidas sinergias, con los jugosos tira y aflojas entre Spock y el Dr. McCoy, porque es una de las constantes de la serie, uno de esos identificativos que a los entusiastas les encanta reconocer (por el placer de reconocer y por el de sentirse parte, supongo, de una comunidad cerrada, algo ya bastante más objetable). Ya las conocemos y el público quiere (hasta podríamos decir que necesita), el confort de saber que sus personajes, tal como los conocemos en pantalla, estarán también en el libro. Pero a pesar de las inevitables limitaciones argumentales a que te constriñe el adentrarte en un mundo ajeno, la palabra puede llevar a nuestros personajes a lejanías multicolores, insospechadas en el despliegue televisivo.

Veamos.

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