Atribuirle el mérito de la originalidad a una novela (o a cualquier obra de la creatividad humana), es delicado, siempre, por lo relativo que es y porque la originalidad en sí misma no tiene por qué ser ni mejor ni peor que su contrario. Pero bueno, da un poco lo mismo: qué buena idea tuvo Robert Silverberg en Hawksbill Station (Estación Hawksbill), qué novela tan bien pensada, y sobre qué idea tan original se construye. Es sencillo: Silverberg convirtió nuestro pasado geológico en un futuro desolador para los personajes. La estación Hawksbill del título es una condena: como en la sociedad futura de la novela ya no creen en la pena de muerte, los funcionarios inventan el viaje en el tiempo unidireccional, enfocado al pasado, para usarlo como alfombra bajo la que esconder con prisa las vergüenzas propias. Es decir: construyen la estación Hawksbill, situada mil millones de años en el pasado, para enviar a los acusados de rebelión a una era en la que la Tierra era sólo roca pelada y humedad. Así el Estado se protege del pensamiento crítico. En la novela el tiempo es espacio, lugar inmóvil.
Silverberg ya situó una de las claves de A través de un billón de años, alucinante novela donde las haya, en un pasado tan lejano que es alienígena. El efecto es casi más fascinante que imaginar el futuro porque modifica todo el tiempo posterior, como si la base temporal, al cambiar, cambiase con ella todo lo que iría después. En otras palabras: cuando leemos una historia ambientada en el año no sé cuántos mil, nos fascinan las visiones del futuro que la imaginación del autor o la autora ha parido, pero cuando lo que se reimagina es el pasado más remoto, vemos un mundo virginal y virtualmente alienígena, que, a su vez, reconfigura todo el chorro temporal posterior que nos es conocido. Es toda la línea evolutiva del tiempo lo que cambia.
La ciencia ficción parece que siempre vaya, por defecto, hacia adelante en sus imaginarios, en sus visiones de la vida, y no. Por inercia la ubicamos en el futuro, y no: también el pasado es un espacio fértil para la ciencia ficción. Y no me refiero al sentido crítico, reescriturario, de la ucronía, sino en el de que el pasado puede ser un lienzo sobre el que desplegar todo el color y las formas de la imaginación cienciaficcionesca y libre. El pasado se trata como futuro lejano por mentes que habitan creativamente ese futuro lejano. Casi, si nos ponemos estupendos, como si fuera la escenificación del verso “el tiempo futuro contenido en el pasado”, del T. S. Eliot de Cuatro cuartetos. O, más que contenido, trasladado.
De todos modos, otra de las absolutas claves maestras, argumentales, conceptuales e imaginativas (por el imaginario que transmiten y en el que se desarrollan) de la novela de Silverberg es el uso del tiempo como elemento castigador. Si me puedo entrometer un momento en la reseña, diría que el tiempo me lo imagino siempre un poco como el aire. No sé: está ahí y no escapamos de él. Así que estas historias nos provocan, o nos pueden provocar, un impacto fuera de lo común: el tiempo en ellas no es algo que nos recorre o contiene, sino espacio, coordenadas físicas, un lugar al que nuestra sofisticada crueldad ha convertido en espacio de martirio.
Otro ejemplo en el que sucede algo parecido es un cuento de James Tiptree, Jr. –cómo no– llamado “Desliz”, en Mundos cálidos y otros, que es una maravilla de pocas páginas en las que el mentado desliz es un desdoblamiento temporal, como si el tiempo fuese un bloque que se dividiese en dos placas, y una de esas placas se deslizase, resbaladiza, hacia atrás, mientras la principal siguiese avanzando, como de costumbre, hacia adelante. Así, el castigado poco a poco se ve arrastrado hacia atrás en el tiempo sin que su entorno se inmute en su indiferente empuje hacia el futuro. También se concibe aquí el tiempo como espacio, como celda de castigo. En A través de un billón de años el pasado se veía como una rareza fosilizada, como una reliquia que emanaba un incontenible caudal de fascinación. En cambio, en Estación Hawksbill, igual que en el cuento tiptreeano, el tiempo se ve como un espacio del que no se puede salir, como cámara sellada. El tiempo es espacio y la humanidad, en su retorcida red de conexiones neuronales, lo concibe como espacio de aislamiento y condena. Como herramienta de tortura.
Que algo como el tiempo, que no sabemos definir ni casi hasta diría que identificar, se convierta, ciencia ficción mediante, en espacio concreto y, por extensión, en metáfora de nuestro ensañamiento y de nuestra crueldad, es todo un testamento del potencial significante de la ciencia ficción. Los enviados al pasado son todos prisioneros políticos, revolucionarios que quieren subvertir las estructuras del Estado a finales del siglo XX, principios del XXI. La novela se construye a partir de la alternancia de dos planos temporales: el actual de la novela (año 2029), y en el que se sitúa la estación Hawksbill (mil millones de años en el pasado). Tanto el protagonista como los demás personajes pertenecían a pequeñas células revolucionarias. El acento, de todos modos, y desde donde se narra la historia, es desde el pasado: el siglo XXI tiene el aroma del pasado evocado porque para los protagonistas lo es.
Así el autor va tejiendo la red de relaciones que une o separa a los personajes, y el reflejo de los conciliábulos y las células antiestatalistas, con ese espíritu sesentero tan crepitante y creíble. Igual, de hecho, que los del pasado lejano, pre-evolutivo, en el que los condenados se organizan, una vez al año, para dar largas caminatas de exploración por si encuentran algo, cualquier cosa a la que puedan dar significado. Todas las páginas segregan el espíritu revolucionario de una época, y, a la vez, el poder de un Estado castigador.
Y no digo, porque no lo creo, que sea comparable a esa auténtica obra maestra del siglo XX que es Matadero 5 –verdadero portento de novela– pero sí que comparte ese espíritu de acracia, tan liberadora, que permea el libro de Vonnegut: ambas reflejan esa necesidad de liberación colectiva. A partir de ahí las novelas difieren mucho, también en su alcance y en sus logros, pero son, las dos, hijas de un tiempo que trascienden su tiempo. Que no es decir poco, que digamos. Los personajes en la novela de Silverberg, aunque menos memorables que en Vonnegut, están bien dibujados y hay, en una desaparición concreta que no menciono, un bonito aire de tristeza e impotencia ante un Estado que todo lo puede. Lo tengo por uno de los logros mayores de esta novela que convirtió el tiempo en espacio aterrador. Que transformó el pasado en futuro y el futuro en pasado, y, sobre todo, que planteó, con ese trueque, la duda de si el pasado era peor o mejor que ese otro espacio que era el tiempo presente regido por las pasiones autoritarias de un Estado que todo lo quiere.
Hawksbill Station, de Robert Silverberg
Gateway Essentials, septiembre 2011 (original publicado en 1968)
96 pp. Ebook. 1,99 €
Brillante análisis de esta novela extraordinaria irrepetible, incólume al paso del tiempo atroz.
Gracias por tus palabras. Y sí, qué novela.