Un recorrido por Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell

To know, I have to write.
Stephen King, del prólogo a The Gunslinger.

 

Gone With the WindEscalofriante lectura, la de Gone With the Wind. La cito en inglés porque la he leído en versión original pero también porque dada la historia y la complejidad de su recepción me parece pertinente –consecuente con el tema– dejar las cosas en su idioma original y no, en cambio, en su por otra parte libre pero tan acertada traducción al castellano como Lo que el viento se llevó. El caso: no sé qué pensar de esta novela. Y no es una figura retórica: es que realmente no sé qué pensar de esta novela.

Scarlett O’Hara, nefelibata, idealista, pero también, como veremos, rebelde y perentoria, de dieciséis años y no particularmente afecta a la religión, vive pendiente –muy pendiente– en la apertura de la novela, de las idas y venidas de ese guapetón estudioso que es Ashley Wilkes. Sería divertido si estas cosas se pudiesen medir o calibrar, pero diría que estamos ante uno de los mejores personajes del siglo XX, tanto con ella como, un poco más adelante, con Rhett Butler. Aunque, en realidad, lo puedo decir del núcleo principal de personajes de la novela: son todos extraordinarios. Y eso, en parte, porque el tempo está medido a la perfección. Todo el mundo entra en escena cuando toca, cuando realmente es pertinente que entren estos representantes de un mundo caduco, de un mundo equivocado.

Pero en las novelas largas pasa como en las biografías o en los libros de Historia, tal vez, que en el correr de esas primeras páginas podemos pensar que tal o cual personaje llevará el peso de la historia sobre sus hombros, cuando en realidad son contexto, tapiz de fondo para que sobresalga luego el núcleo principal, decisivo, de la historia.

Ahí destaca la mano maestra de Margaret Mitchell: en la edificación de todo lo que es contexto y por tanto macrohistoria y origen, Mitchell demuestra un ojo para el detalle, para la sucinta pero significativa mención a un pasado que luego contribuirá a que conozcamos mejor a determinados personajes, para que crezcan, como insuflados por la fuerza de esas páginas previas, con el correr de la historia. Ese trasfondo que ella pinta lo pinta anticipándose a los detalles que vendrán más tarde para que los veamos mejor y entendamos bien el pensamiento y las pasiones de sus protagonistas. En otras palabras: la autora sabe perfectamente lo que está haciendo.

Trabajada, compacta, con una paleta de colores áspera y terrosa, la novela nos envuelve tanto en las descripciones físicas de la orografía del Sur como en los torbellinos mentales e inexpertos del pensamiento y los sufrimientos adolescentes de Scarlett O’Hara; los diálogos no es sólo que sean creíbles, que también –aunque esto es algo que puede decirse de tantísimos libros– es que lo que dicen los personajes les revela como personas y como portaestandartes de unos valores y de una manera de entender la vida. Y no me refiero a que sean personajes arquetípicos: son creaciones tridimensionales que viven con el pensamiento (vitriólico) de su época metido en el tuétano de los huesos, y hablan y viven actuando en consecuencia. Sus diálogos son extensiones de su personalidad y de su pensamiento, y así se erige una tercera entidad: los dos personajes que hablan, más la conversación en sí, que es reveladora, en muchos casos, de aspectos importantes, y quizá ocultos, de la personalidad de los hablantes, y también de esa casta suya, equivocada y maldita.

Margaret MitchellHay que leer Lo que el viento se llevó con mucho cuidado. Quizá el tema esté en dejarse llevar por la fuerza narrativa de la novela, del mundo de la novela, sabiendo que contiene elementos repugnantes, odiosos y enfurecedores, y que la autora los incluye no precisamente para criticarlos sino con la naturalidad con la que se incluye cualquier otro elemento de tu mundo tan amado. Hay que ser consciente de que cada vez que aparece la palabra ‘negroid’, ‘darky’, ‘nigger’, etc, no está ahí como reflejo crítico de una cosmovisión, ni porque la narradora sea, ella, parte de ese mundo, sino porque lo es la autora.

Elogiar una novela excelente de alguien con quien no estás de acuerdo –en sus ideas políticas, digamos–, es una cosa: en el fondo, no hace falta dar tanto rodeo si estás hablando bien del libro porque –atención– estás hablando bien del libro, no del autor ultraderechista en cuestión. Pero si, como es el caso de hoy, estás hablando de un libro que es en sí mismo lo que contiene altas dosis de apología de lo equivocado, igual sí conviene posicionarse. Primero para dejar claro que eso es parte intrínseca del libro, y segundo para intentar explicar que, pese a eso, te puede seguir gustando. (No sé si se tiene que explicitar o no, pero yo lo hago porque escojo hacerlo así).

A lo que me refiero en esta página es que leyendo la novela no queda claro si la persona física de Margaret Mitchell condena o no la esclavitud. Al menos, al principio. Y ahí creo que está parte de la tarea de quien lee.

Exacto: no queda claro si la autora, que, como una ventrílocua, da voz a la narradora, está denunciando la esclavitud o la está describiendo como parte natural, consustancial, de la orografía de sus dominios. Por mencionar otra obra que merece el calificativo de escalofriante diré que en “La parte de los crímenes”, cuarta de las cinco de que se compone 2666, también asistimos a un fenómeno parecido: la fría descripción del horror, de los feminicidios que desangran la ficticia Santa Teresa del norte de México. Pero en la novela de Bolaño no dudamos de la voz del narrador: entendemos, de alguna manera intuitiva, fruto de la recreación literaria de esos asesinatos reales, que la frialdad está ahí como énfasis, como homenaje a las víctimas: para que veamos sin adorno lo que es el horror de sus muertes. Para que estemos en la morgue y esa realidad nos pegue una hostia. Y vemos lo que hace el narrador y no pensamos en ningún momento que eso pueda deberse a una supuesta insensibilidad o desatención de la persona física de Roberto Bolaño Ávalos. Para nada.

Y perdonad que me entrometa un segundo en la reseña –o lo que sea esto– pero al ver, en Ghana, como expliqué en Las fechas exactas, los así llamados castillos coloniales del África Occidental, fui más consciente de la “colosal barbarie”, tal como dije en el libro, del “pisotón colonial” de la esclavitud. Al verlo ahí y no en una película o un documental, al caminar por esas celdas en ese espacio de la costa africana, vi o creí que veía lo que fue ese lento, largo genocidio de la trata de esclavos. El horror de cruzar así el Atlántico. Algo parecido pasa leyendo la salvaje, compleja novela de Margaret Mitchell. De repente la esclavitud es otra cosa. Como en Ghana, es algo más real.

Elmina Castle

Olvidémonos un segundo de la autora. El caso es qué dice el libro. Qué dice Lo que el viento se llevó sobre la esclavitud. Gonzalo Torné escribió, hace tiempo, un artículo para Contexto donde hablaba de que podemos dudar, por ejemplo, de lo que pensaba Cervantes de la locura, pero podemos saber lo que opinaba el Quijote de la locura. Y si, como dice Torné, “narrar obliga a algo más perseverante y duradero que una opinión, obliga a darle forma al ‘tema’, a disponerlo en una trama, y la trama juzga”, ¿la trama en la que se entrevera la esclavitud es crítica con la institución? No, para nada. Y vuelvo a Torné: “que un novelista se prive de dar abiertamente su opinión sobre el tema o el asunto principal de su novela no significa que se limite a exponer y dejar la responsabilidad de juzgar al lector.” Así que quizá no sé qué opina Mitchell (aunque es posible que fuera una racista de mucho cuidado). Lo que sí sabemos es qué opina la novela y lo que opina es veneno social en estado puro.

Pero te puede seguir gustando siempre que seas consciente de ello.

Mientras seas capaz de identificar esos aspectos equivocados de la novela, esa visión del mundo equivocada, la rechaces conscientemente (es decir, que lo explicites cada vez que elogies los méritos literarios de la novela, dado que tendrás que hablar del tema como parte consustancial del libro que es), y sepas ver lo difícil y complejo que es el hecho de que te parezca excelente una novela con un mensaje que es pura excrecencia mental, te puede gustar o, lo que realmente trato de decir, la puedes elogiar. Hasta por escrito. Escribir sobre ella no te convierte en portavoz de ese odio si lo explicitas como algo intrínsecamente perverso y letal, si lo subrayas como la gran complicación de la novela que nada tiene que ver con lo excelsa que sin duda, y por otra parte, es.

Supongo que cada lector, cada lectora, tendrá que enfrenarse al sano reto de decidir cuál es el pensamiento del libro.

A mí me dio por leer esta novela después, mucho después, de leer Lonesome Dove, cuyos personajes aún recuerdo, en cuyas historias sigo pensando. Quería algo parecido y descubrí que Mitchell –pese a su moral excrementicia– es una gran, gran escritora. Cuando presenta a los padres de Scarlett O’Hara, por ejemplo, vemos de dónde viene ella, la hija, qué rasgos de la personalidad ha heredado de cada uno, pero también nos hacer ver de qué mundos vienen sus padres, cuál es la carga de pasado que sobrellevan y que les explica –sin que esto justifique sus cosmovisiones, claro–, y es una momentánea mirada que salta de la juventud del padre a la de la madre, y ese salto se da con naturalidad y fluye como fluyen los hechos en la vida, sin que te des cuenta. Qué bien le sale ese trasfondo, cuánto explica una personalidad que de hecho son tres: la de la hija, la de la madre, y la del padre, y de repente entiendes cómo funciona el fundo, la plantación.

Lo que el viento se llevó

Y poco a poco, siguiendo el recorrido de ese narrar moroso, vemos que Scarlett tiene dentro de ella unos entusiasmos que exceden las convenciones del mundo al que ha nacido. Que son, entendidos como excesos o desvíos, impugnaciones del mundo que hereda. No, como sabemos, desde un punto de vista social, sino del suyo propio: de la urgencia por saciar su priorizada onfaloscopia. Ella quiere vivir y lo que se lo impide es el mundo en el que vive: su furia por sobrevivir al trauma sísmico del hambre es el motor de su vida. Y cumplir con las convenciones sociales puede ser un lento camino a la infelicidad total y Scarlett O’Hara lo sabe.

Y esto es importante, también: el personaje de O’Hara es un desafío al mundo de la autora, no al del siglo XIX de la novela.

Scarlett tiene sus secretos. Se casa, por cumplir con las expectativas de todo el mundo, con Charles Hamilton, al que no sólo no quiere sino que le aburre soberanamente, mientras que ve a Ashley Wilkes, de quien está prendada, irse con otra en matrimonio. Y ahí están los dos trazos de su plano de existencia: el público, según el cual está casada y es feliz; y el de verdad, en el que está triste y desesperada por un desamor. Scarlett O’Hara, a los dieciséis años, casada y embarazada con un hombre de bien, blanco y esclavista como ella, ya no espera nada de la vida. Hasta cuando, a las pocas semanas de empezar la guerra civil, recibe un telegrama informándole de la muerte de su marido, tiene que llevar en secreto la indiferencia por esa muerte, y si antes aparentaba felicidad ahora tiene que aparentar duelo y entereza por un vacío que siente pero el vacío que siente no es el de la viudedad sino el del amor huido. Y el desinterés que siente por el hijo, del que llega a olvidarse, en ocasiones, hasta el punto de recordar su presencia sólo cuando llora en los brazos de una sirvienta –de una esclava– ese mismo desinterés lo tiene que ocultar. Aquí creo que tenemos que concederle a Mitchell el arrojo de escribir un personaje con toda esa carga mental. Nos hace ver lo que no se ve; lo que intentamos que no se vea. Mitchell desoculta.

Y todo este pensamiento y estas decisiones la condenan a una soledad hermética. Porque está encerrada en sus sentimientos verdaderos, O’Hara es un muñón emocional.

Esas dinámicas que se ven en la novela, en la mente de esta chica que tiene que cumplir con un papel de adulta y reprimir sus instintos y su vocación de vivir una vida plena, las seguimos viendo y sintiendo todos en muchos casos en nuestro día a día. Dio en el clavo de una constante universal, yo diría, con este personaje, la escritora Margaret Mitchell. El engranaje de la sociedad de aquel momento, en el sentido de las habladurías y de cómo debe comportarse uno y de lo que se espera de ti a los equis años de tu edad, de lo que tendrías que haber hecho ya o de lo que ha hecho tu vecino Pepito el del quinto, la decepción de la vida adulta, la derrota del conformismo, todas estas fuerzas subterráneas siguen vivas hoy, fracturándonos la psique en nuestro tiempo. Hasta la ilusión por ir a la guerra y volver como un héroe es una necedad mental que seguimos viendo, con ligeras variaciones, en nuestros días.

Rhett y ScarlettEn las primeras apariciones de Rhett Butler le vemos irónico, golfo y picarón, una especie de Han Solo de las plantaciones del Sur, proclive a los sobreentendidos y a las miradas cómplices llenas de significados compartidos. Se crea así un lazo de realidad entre O’Hara y él: esas complicidades les unen con el vínculo de quien comparte un secreto deshonesto (o lo que ellos consideran como tal), y a ella le da rabia que él comparta ese secreto porque carga sus miradas con ese conocimiento, delante de los demás, evidenciando que sabe algo que la puede dejar fuera de juego en sociedad. Ese secreto la domina. Y todo esto narrado con mano maestra por Mitchell, creando distintos estratos de realidad y significado dentro de la historia, en la que la joven e inocente Melanie (en el sentido de ingenua, porque como el resto ella es fanática de la esclavitud), ve a Scarlett exactamente como lo contrario de lo que realmente es.

Los sobreentendidos de Stendhal, sus supuestos, cada vez que alguien da algo por sentado y en función de eso decide algo o cambia de pensamiento, todos estos bucles mentales están presentes en la novela de Mitchell, los domina con parecida maestría.

La guerra se narra, se describe in absentia, desde el punto de vista de la gente que se queda en casa, asustada e impotente. De ese vacío, o de esa inactividad, surge un relato sobrecogedor de la angustia del que espera, del constante miedo a las malas noticias. La tensión de la nada absoluta. Y en ese sentido el ‘world building’ es total: no hay un destalle que se escape. Sonará raro porque no se inventa un mundo como cuando le atribuimos estas cualidades a alguien que escribe fantasía o ciencia ficción, pero lo recrea igual porque no es por vivencia sino por imaginación, por un sustrato de historias e investigación que lo recrea. Aunque hayamos visto películas ambientadas en la época, la escritura te lleva, te arrastra, enérgica, a ese tiempo predemocrático.

A García Márquez le explicaron muchas historias cuando era niño y entre otras cosas eso era, metabolizado, el corazón de Cien años de soledad, de igual manera Margaret Mitchell se crio escuchando viejas historias de su guerra civil y, amalgamadas, las dejó expuestas en su novela, drenándose así de esa herencia sentimental y política y esclavista.

Gone With the Wind tiene dos grandes arcos narrativos: el primero empieza un poco antes de la guerra civil (o de Secesión), y el otro empieza poco después, con la así llamada Reconstrucción. Podría parecer que la segunda pierde un poco de tensión con respecto a la primera, pero no creo que sea el caso. Lo que pasa es que en la primera parte hay un elemento histórico que aglutina los hechos hasta darles forma concreta, y en la segunda, en cambio, no: lo que vemos es precisamente un tiempo desestructurado, atomizado, con los primeros pasos renqueantes de una sociedad renaciente. Y así es exactamente como lo leemos. Otra vez: mano maestra la de Margaret Mitchell.

Y por volver un segundo a nuestro amigo de Aracataca, si de alguna manera pudiese preguntarle algo, aquí y ahora, a García Márquez, sería: ¿con cuánta devoción has leído la novela de Mitchell? La verdad es que no tengo ni idea de si la leyó o no, pero Cien años de soledad tiene la misma, exacta nervadura de la saga, del paso del tiempo y de despedida que tiene Lo que el viento se llevó (aunque lo despedido no pueda ser más opuesto); y por otra parte el amor, o una de las historias de amor de la novela de Mitchell, dejó sembrado su eco, parece, en la difícil, intermitente pero no por ello menos verdadera historia que narró, como tocado por la gracia, Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera. ¡Qué cosas, las herencias, todo lo que nos influye!

Cada lector y lectora tendrá que averiguar qué decide, o cómo interpreta, la verdad cortocircuitante de que ames, y te parezca de lo mejor del siglo en que fue escrita, la novela de una autora claramente racista, incapacitada para ver más allá de sus herencias históricas.

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