El nuevo escenario

Ciencia ficción en la UCMComo anunciaba Ismael Martínez Biurrun aquí mismo hace unas semanas, acudimos al Paraninfo de la Universidad Complutense, ante casi 200 alumnos y junto a varios profesores universitarios de distintas facultades, para debatir sobre el tema “Utopía, capitalismo, distopía, postapocalipsis: narrativa realista para la España actual” con Fernando Ángel Moreno como moderador. No creo que sea buena idea hacer una crónica de lo allí comentado (innecesario) ni posponer algunas reflexiones hasta articularlas como ensayito (excesivo), así que aquí van mis reflexiones sueltas sobre lo mucho comentado allí y sobre la (me da la impresión) creciente presencia de ciertos debates propios del género en el contexto de la sociedad civil y, en particular, en la universidad.

Tu utopía no es la mía

Mi desconfianza en el concepto de utopía lleva años creciendo pero es, ahora mismo, completa. Simplemente, no quiero someterme a la utopía de los demás. Ni creo que sea razonable pretender imponer la mía a otros. En mi mundo ideal, por decir sólo un par de cosas para explicar mi postura, todos viviríamos en comunidades pequeñas razonablemente autosuficientes, pero exploraríamos el espacio. Es obvio que hay gente, sin embargo, que adora vivir en grandes ciudades y que considera que enviar carísimas naves a explorar peñascos estériles es de dudosa utilidad. La utopía supone la imposición de ideales. Y por tanto no es buena idea, a grandes rasgos.

Un miembro destacado de Podemos envió desde Bruselas una pregunta esclarecedora para debatir en la mesa: ¿por qué no hay parlamentarismo en las utopías? La respuesta es sencilla: el utopista tiene claro lo que es mejor para los demás y cualquier debate posterior, como el que supone el parlamentarismo real (y no el que tenemos), resulta superfluo. La imposición de una utopía pasa por ciertos mecanismos (la elección con criterios cuestionables de una oligarquía de sabios o una reeducación de la población disconforme para ajustarse a la utopía escogida) que son inevitablemente sospechosos.

Todo ello arroja definitivamente luz sobre las razones por las que el género de ciencia ficción, por definición crítico, ha dedicado más tiempo a las distopías, mientras que las utopías parecen más ligadas a una literatura de compromiso político o ideológico directo.

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El fraude en el etiquetado de la distopía

SelecciónEn alguna ocasión comparé a un crítico o un reseñador con el maitre de un restaurante de lujo. Bien, se trata de una metáfora con bastantes grietas, pero me permite hacer hincapié en varios puntos. Que el chef, el creador, el escritor, es la verdadera estrella; que el maitre sólo es un transmisor y nada más que puede dar cuenta de lo que hacen los verdaderos talentos; y que por tanto su misión es informar al cliente de lo que hay. Parece desaconsejable que un maitre diga que un plato está bueno o no; pero sí debe informar, si se le solicita, de datos como sus ingredientes (por si alguno puede producir una alergia), el modo de preparación, el tipo de sabor… En suma, si el cliente está interesado por el plato y duda de si puede gustarle o no, el maitre debe proporcionarle la información necesaria, con sinceridad, que le permita decidirse. Y también puede darle cuenta de platos que le hayan pasado inadvertidos y se ajusten más a sus gustos, o especialidades del día que no figuren en la carta.

El hecho de que al maitre le guste ese plato o no es relativamente secundario; lo importante es que sepa explicarle a su cliente cómo es para que tome su decisión. Trasladado a nuestro terreno, si comprar y leer o no el libro.

Todo esto es muy periodístico, lo sé; soy periodista y tengo una manera de ver las cosas tan anticuada que ya ni siquiera se estila en el periodismo de ahora, el de enviar las irrelevancias que pueden contarse en 140 caracteres para crearse una “marca personal”. Más allá de esta visión por mi parte de las críticas o reseñas se encuentra el análisis literario, en un terreno totalmente distinto. Es incluso más valioso, pero creo que hay que reservarlo para platos de verdadera entidad y debe hacerse con otro tiempo, con otras aspiraciones.

La cuestión es que el maitre necesita para su explicación utilizar ciertas generalidades. Si el plato es de verduras, de pescado o de carne; si va frito, cocido, asado o la plancha; si es especialmente dulce o picante. Por supuesto, la cocina evoluciona precisamente en la dirección de ofrecer combinaciones sofisticadas; pero siempre existen datos básicos. Si alguien quiere comer pescado, es fácil determinar si un plato es en esencia de pescado o no para ofrecerlo.

Lo que quiero comentar se relaciona con este último punto. Los reseñadores necesitamos etiquetas como medio de informar a nuestros lectores de la condición del libro sobre el que queremos escribir. Las vueltas y revueltas sobre qué es o no ciencia ficción, que en realidad no tienen mayor importancia, son para mí relevantes porque quiero poder explicar con precisión si un libro pertenece a ese género o no, y puedo presentarlo como tal a mis clientes, a quienes confíen en mi criterio.

Se da la circunstancia en los últimos tiempos de que hay una etiqueta dentro de la ciencia ficción que se ha puesto de moda: la de distopía. Ya que estamos entre amigos, me permitirán que me cuelgue una medallita: hace tiempo que dije que esto podía pasar. A mi juicio, el problema de la ciencia ficción es que se empeñó en resultar cada vez menos pertinente para el lector común, centrándose en hechos como la novedad en los temas, que obliga necesariamente a un alambicamiento metarreferencial. La distopía, en cambio, supone una interpretación de nuestra realidad, una proyección de tendencias que observamos hoy en un futuro cercano y plausible.

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Random Acts of Senseless Violence, de Jack Womack

Jack Womack debutó en 1987 con Ambiente, una feroz distopía en un el futuro cercano, que bien podría definirse como el 334 de Disch convertido en una serie de animación de las que salen en Adultswim. El Nueva York chungo de los setenta, el de Taxi Driver o The Warriors, al que Womack había huido desde su Kentucky natal, era escenario y protagonista de una aventura violenta, incandescente, rabiosa, estrafalaria y muy divertida, escrita en primera persona en una curiosa jerga, el womackspeak, un inglés de manual de instrucciones chino con el sello de aprobación del Ministerio del Verdad, reflejo de ese futuro caótico y despiadado. Pero todo el frenesí y el sarcasmo no eran más que árboles que ocultaban el corazón de las tinieblas. Womack, tras olisquear el humo del campo de batalla post-reagan, había extrapolado la serena acción neoliberal de la administración estadounidense de la época a un futuro más o menos próximo. El resultado arrojó la caricatura de un país que, tras el colapso económico, se descomponía sin remedio, generando una estructura social a medio camino del Baltimore Oeste, Somalia, Zimbabwe y la Rusia post-comunista. Una sociedad formada por amos, siervos y gentuza, una vez aniquiladas la clase media y trabajadora. Todo ello bajo la benévola y armoniosa supervisión de Dryco, la corporación que domina ese mundo, metáfora de un capitalismo extremo liberado de toda restricción estatal en su labor de creación de riqueza. Un vigoroso entorno económico donde las fusiones empresariales se dirimen en batallas corporativas en las que guerreras semidesnudas sobre patines, armadas con hachas de guerra, parten en dos a los ejecutivos de empresas rivales. Fina sátira de lo que realmente palpita debajo de los consejos de administración, los edificios inteligentes y las presentaciones de powerpoint; el primitivo afán de acumular cosas.

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Zarandeando a Christopher Priest

Christopher Priest

Christopher Priest

Menuda se ha liado después que Christopher Priest publicase en su blog su opinión sobre la lista de finalistas del premio Arthur C. Clarke de este año. Si no está al tanto de la polémica, y no puede (o no le apetece) leer sus palabras, su reflexión se sustenta en dos ideas

  • Las novelas seleccionadas le parecen terribles, pobres, un refrito de ideas y formas. Representan un tipo de ciencia ficción acomodada, alejada de la ambición, habilidad y acabado literario que debería premiar un galardón literario.
  • 2011 ha sido un año pobre para la ciencia ficción y el jurado no sólo ha apostado por lo seguro sino que, también, ha olvidado obras más arriesgadas que se han quedado fuera.

Las reacciones han sido numerosas. Pat Cadigan habla de frustración personal y alude a que siempre hay obras que uno aprecia como maestras que quedan fuera de la fase final. John Scalzi sugiere que sea jurado en la próxima edición. Jeff VanderMeer… Quien más se ha extendido con las razones que le han podido llevar a escribir este texto ha sido el columnista de The Guardian Damien G. Walter, desporporcionadamente duro al entrar de lleno en un juicio de intenciones muy desmedido. Sugiere un ataque de ego después que su última obra, de larga y compleja gestación, The Islanders (La separación, su anterior novela, es del año 2002), haya quedado fuera de los finalistas del premio Arthur C. Clarke; que después de toda una vida intentando ser J. G. Ballard no ha logrado dicho estatus; que no ha sido capaz de insuflar su alma a su obra; alude a su tradicional problema: siempre cerca de la literatura mainstream pero sin formar parte de ese mundo.

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Lo mejor de 2007

Por segundo año consecutivo afrontamos en C la realización de una lista de las mejores obras de literatura fantástica publicadas durante el año anterior en España. Para ello pedimos a una veintena de nuestros colaboradores que elegiesen una de las mejores novedades aparecidas durante 2007 y la añadiesen a la lista que, poco a poco, fue cobrando forma. Trece accedieron a participar y cada uno ha escrito un comentario de alrededor de 300 palabras que, una vez reunidos, os ofrecemos en el presente artículo.

Supongo que, como suele ocurrir, a muchos la selección les puede resultar insatisfactoria porque o bien falta (o sobra) algún título o el procedimiento parece poco adecuado. Independientemente de esto, creemos en la utilidad de la presente lista, interesante a la hora de localizar algunos de los mejores libros publicados durante el año pasado sin distinción de géneros, países de origen, autores, editoriales,…

Los títulos elegidos son los siguientes:

  • Alejandro Magno y las águilas de Roma – Javier Negrete
  • Corazón de tango – Elia Barceló
  • China Montaña Zhang – Maureen F. McHugh
  • El cura – Thomas M. Disch
  • El pensamiento de las mil caras – R. Scott Bakker
  • Evenmere: La gran mansión – James Stoddard
  • La carretera – Cormac McCarthy
  • La novela perdida de Lord Byron – John Crowley
  • Las damas de Grace Adieu – Susanna Clarke
  • Los dientes de los ángeles – Jonathan Carroll
  • Los hijos de Húrin – J. R. R. Tolkien
  • Luz azul – Walter Mosley
  • Puente de pájaros – Barry Hughart

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El cura, de Thomas M. Disch

El cura

El cura

Tal vez sea el momento de poner fin a esta anomalía que rodea al juicio sobre Thomas M. Disch. Sí, a casi nadie se le escapa que es un gran escritor. Pero ¿en cuántas ocasiones se le coloca en el listado áureo de los grandes de la literatura fantástica? El cura viene a demostrar que Campo de concentración, 334, Los genocidas o En alas de la canción –menudo listado, caray– no fueron casualidades. Que el hecho de que la obra de Disch no tenga una continuidad fácilmente reconocible como la de otros autores más valorados no supone desdoro alguno a su trabajo; es más, quizá debería ser un jalón adicional para el reconocimiento.

Dicho esto, El cura, como será fácilmente deducible del arranque entusiasta, me pareció una obra tremendamente interesante. Y muy difícil de definir, como la mayor parte de las novelas relevante con elementos fantásticos que se publican últimamente. De hecho, esos elementos fantásticos de la obra ni siquiera queda claro finalmente que lo sean. Aunque se subtitule «novela gótica», El cura no es fácil de encajar como terror a la manera habitual. El calificativo gótico, sin embargo, resulta adecuado en una interpretación más literal, si nos dirigimos a la sustancia de su origen: sí que hay momentos desasosegantes, hay personajes siniestros que se acechan entre las bambalinas del relato hasta hacer notar su oscura presencia. También hay un cierre feliz, puesto que los finales abiertos y encogetripas son más bien un recurso contemporáneo, y en Maturin, Shelley o Lewis finalmente los malvados son castigados y los protagonistas dejan atrás, sin posibilidad de secuela, los peligros que les acechaban.

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