Japan Sinks. El hundimiento de Japón, de Sakyo Komatsu

Japan SinksDentro de la línea de literatura asiática iniciada por Minotauro, Japan Sinks desempeña una doble función: traduce una novela de hace cincuenta años con el pedigrí de clásico y permite tomarle la temperatura a un subgénero, el de catástrofes, que fundamentalmente ha llegado a España desde Japón a través del manga (Aula a la deriva, Dragohead, Hellstar Remina) y el cine (Godzilla), con una diferencia crucial: lo apegado a la realidad del texto. Su especulación emerge de la geología de la década de los 70, sin dar cancha a una imaginación siempre supeditada a las riendas de la posibilidad científica del momento. Aunque su elemento inspirador es el mismo que explica la pasión en Japón por estas historias: ser la diana de las dos bombas atómicas que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, la posición del archipiélago sobre una de las zonas geológicas más activas del planeta.

Las manifestaciones de la energía interna de la Tierra asolan década tras década diversas zonas del país, directa o indirectamente (el gran incendio de Tokyo de 1923). Además, en el momento de escritura de El hundimiento de Japón, la tectónica de placas estaba en plena ebullición. Cuatro décadas después de la desaparición de Alfred Wegener (1930), las causas detrás del movimiento de los continentes, la actividad sísmica y volcánica, acumulaban evidencias sobre sus causas mientras mantenían suficientes enigmas como para especular con ideas no corroboradas. El tipo de historia entre el tecnothriller y el (cierto) culebrón con cataclismo setentero del cual esta novela se reivindica como un preámbulo.

Las primeras páginas marcan el curso de la mayor parte del relato. Un grupo de científicos traban conocimiento mientras se dirigen hacia una isla en la parte más meridional de Japón; el lugar del océano pacífico entre los archipiélagos de Torishima y Owasagara ha desaparecido sin dejar ni rastro. A su cabeza está Toshio Onodera, piloto de batiscafo responsable del reconocimiento submarino. Lejos de esclarecer las dudas, los testimonios de quienes se encontraban sobre la isla y la observación de su relieve ya bajo el agua acrecienta la zozobra de los presentes.

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El amante de vidrio, de Félix J. Palma

El amante de vidrioDurante muchos años una de las ideas dominantes en el fandom de ciencia ficción español fue el de leer a alguno de sus autores fuera de sus muros; romper el limitado techo de cristal dentro del cuál vivían y alcanzar al “gran público”. Vías para lograrlo sobre todo hubo una: el tránsito a través de la literatura juvenil; un sendero empujado por la participación en premios entonces excelentemente dotados y que permitió a César Mallorquí o Elia Barceló iniciar una escritura más o menos profesional donde consiguieron asentarse. El camino que trabajó Félix J. Palma fue opuesto. Aunque hubo una intentona (La hormiga que quiso se astronauta), se centró en perfeccionar aquello que había cultivado fundamentalmente: el relato. Hasta el punto que, durante la década de los 2000, se convirtió en un autor de cuentos magistral, ganador de diversos certámenes. Un incitador de todo tipo de emociones (melancolía, humor, sentimiento de pérdida) a través de narraciones de construcción intachable. Contradicciones que tiene la literatura, el éxito comercial no le llegó hasta que ganó el premio Ateneo de Sevilla con un tochaco como El mapa del tiempo, pero esa es otra historia.

En su evolución, hubo aspectos que Palma pulió. El más ostensible su tránsito de unas descripciones recargadas hacia una redacción más contenida. A pesar de su pulcritud, y la brillantez de las imágenes, subsumía los textos en un flujo denso y, a ratos, pesado, que, una vez fue capaz de aligerar, ganó filo sin sacrificar su capacidad para evocar lugares, sentimientos, ideas. Sobre esta transición hablan colecciones como El vigilante de la salamandra o Los arácnidos, sobremanera cuando se comparan con algunas de sus obras de finales de los 90. La más paradigmática sería este El amante de vidrio. Aunque, paradójicamente, el estilo está aquí a ratos justificado: sus dos protagonistas son holopoetas y el libro estaría formado por los “textos” que ambos componen; sobre todo uno de ellos, Olenos Krise, que inicia el libro contando el fallecimiento de Dorian, su maestro.

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Monster Show. Una historia cultural del horror, de David J. Skal

Monster ShowLa reciente muerte de David J. Skal se ha dejado sentir. En noviembre de 2023, semanas antes de un fatídico accidente, el autor de Hollywood gótico y Algo en la sangre había visitado nuestro país para promocionar la recuperación de Monster Show. En su estancia en San Sebastián, Barcelona y Madrid dio muestra de una simpatía pareja a su reconocida sabiduría sobre el terror, sobre todo en la vertiente cinematográfica. Esto explica la manifestación de tristeza compartida a modo de pequeño homenaje y agradecimiento hacia un escritor en trámite de ser recuperado en España.

Etiquetado como una historia cultural del horror, Monster Show fue traducido por primera vez en 2008 por Óscar Pálmer para Valdemar. Sin embargo, como otros volúmenes de la colección Intempestivas, después de quince años alcanzaba precios prohibitivos en el mercado de segunda mano. En su treinta aniversario, Es Pop Ediciones lo ha puesto de nuevo en circulación en una cuidada edición con abundante material gráfico, una maquetación esmerada, índice onomástico… Apenas algunas erratas le quitan una miaja de lustre, supongo fruto de las prisas por llegar a tiempo a la visita de Skal.

Por centrar el tiro, mi única discrepancia con Monster Show reside en el subtítulo que le acompaña: la mencionada “Una historia cultural del horror”. Skal aborda en su interior sobre todo un estudio de la figura del monstruo y lo monstruoso en el cine estadounidense, algo más largo de contar en una frase promocional pero más certero en la definición. Un tema al que se entrega desde su conocimiento de la historia y su capacidad para el análisis con una inteligencia equiparable a sus fuentes. Bastan tres capítulos para darse cuenta.

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Fuck Data, de Max Power

Fuck DataLos juegos con narradores que no son lo que parecen o son mucho más de lo que parecen, o contadores de historias que anidan relatos dentro de relatos hasta revelarse ellos mismos como ficciones creadas por otro, acostumbran a iniciarse en la primera página y quitarse la careta más adelante. No recuerdo un caso donde el acto de enmascarar su naturaleza se llevara a la propia cubierta del libro, ni se descubriera qué se va a leer en el texto de la cubierta trasera. Supongo que este es uno de los motivos que han llevado a una novela cuyo perfil se ajustaría a Anagrama, Alfaguara, Periférica, Candaya o, por qué no, el sello Laberinto de Minotauro a Sonámbulos, una pequeña editorial de Granada. A pesar de ciertas debilidades y excesos, Fuck Data depara una lectura fecunda; entre el relato de crecimiento y el ensayo narrativo, captura el tiempo en el que vivimos, se nutre de sus incertidumbres y problemáticas, y establece un diálogo entre realidad y representación desde un espíritu agitador. Comenzando con su escritura a manos de una inteligencia artificial.

Max Power es un profesor que abandonó a su familia en Badajoz para viajar a Japón y unirse a Fuck Data. Esta organización terrorista golpea a las corporaciones y gobiernos del mundo socavando la información que circula por internet. En este mundo de los próximos cinco minutos resulta imposible conocer nada a través de la red; horarios de los trenes, noticias de cualquier diario, el setlist de un concierto… todo está sujeto a alteraciones que convierten la más mínima certeza en un concepto de otra época. El hijo de Max Power, llamado Max Power, abandona Badajoz y se presenta en Madrid con lo puesto. Allí planea refugiarse con su tío, para más señas escritor, y encontrar el rumbo en una vida que parece haber descarrilado.

Fuck Data se cuenta mediante las transcripciones del testimonio de Max Power junior. Relata su llegada a la capital, el día a día con su tío y la mujer de este, recuerdos fragmentarios de sus años de universidad… El ejercicio de rememoración queda íntimamente conectado con el acto de grabar sus memorias, su vida en un presente asediado por la incertidumbre y su origen; un intento de lograr una inteligencia artificial que pueda pasar por humano. Estamos ante la recreación de un ente que ha recibido los recuerdos y el ARN de su “padre” y está en proceso de integrar todo ello para afianzar las diferentes capas de su personalidad. La gracia es que en esa secuencia de diferentes pasados en confluencia se suceden situaciones extrañas. Por ejemplo, Max pasa su primera noche en Madrid en un hotel donde un director de éxito está de promoción entre diversos medios de comunicación. El joven termina en la habitación de las entrevistas sin tener ni idea de quién es su interlocutor. La conversación entre ambos es un diálogo de besugos a imagen y semejanza de las conversaciones con uno de aquellos bots de hace un cuarto de siglo que pretendía superar un test de Turing.

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La cabaña del fin del mundo, de Paul Tremblay

La cabaña del fin del mundoUna pareja y su hija pasan unos días de descanso en una cabaña en New Hampshire, a la altura de donde Cristo dio las tres voces. Cuatro personas los asedian y les toman prisioneros para someterles a un dilema: el futuro de la humanidad depende de que uno de ellos se sacrifique para salvarla; un sacrificio propio o ejecutado por los otros dos. Para convencerles sólo pueden utilizar la palabra o su propia muerte tal y como queda expuesto cuando uno de ellos se deja asesinar por el resto del cuarteto. A continuación ponen la televisión y las noticias hablan de un acontecimiento cataclísmico que ha asolado las costas del litoral pacífico. ¿Casualidad o manifestación de una amenaza real si no se someten al ritual?

Así transcurre el primer cuarto de La cabaña del fin del mundo, novela de Paul Tremblay cuyos derechos compró M. Night Shyamalan para contar la película del mismo título. El argumento discurre paralelo hasta bien avanzado el texto/metraje, cuando un giro separa su curso hasta alterar una parte significativa de su interpretación. Aun con esa divergencia, el texto se adapta a algunos de los intereses del director nacido en la India y criado en Pensilvania, especialmente los vistos Señales. Aunque aquí vengo a escribir de la novela.

Me ha interesado el propósito de Paul Tremblay. Actualiza las pruebas de fe bíblicas (Abraham, Job, gran parte de figuras del Antiguo Testamento) al pasarlas por el tamiz contemporáneo de encontrar sentido a un mundo que carece de él. Así se sostiene el choque entre los creyentes, una serie de personajes con escasos lugares de coincidencia, receptores de una llamada que les ha puesto en contacto y en curso hacia la cabaña, y la pareja protagonista. Tremblay se toma su tiempo para desplegarlos a través de capítulos que fundamentalmente se cuentan a través del puntos de vista limitados, aunque también hay momentos en los que pasa a la primera persona para acrecentar esa subjetividad. De esa manera trabaja el misterio y la tensión larvada mientras construye el carácter de cada personaje en una suma en general satisfactoria. Aunque Tremblay a ratos se le va la mano en esta construcción.

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Christopher Priest, In Memoriam

Christopher Priest

La muerte de Christopher Priest el dos de febrero me ha entristecido hasta extremos difíciles de explicar. De los escritores foráneos que más he leído es el único con el que he podido conversar en más de una ocasión. Guardo un recuerdo magnífico de cada uno de aquellos encuentros. No sólo parecía encantando de recibir el agradecimiento de un fan; fue amable y se mostró abierto a tratar multitud de asuntos con inteligencia, humor, una ligera causticidad si el tema era peliagudo… Esto se hace extensible a muchos otros escritores y escritoras, pero en mi caso lo valoro por mi timidez recalcitrante, una característica que se ahonda con las personas por las que siento una admiración especial. Y por Priest tengo auténtica devoción.

Cuando en 1999 Alan Moore inició su aventura editorial America’s Best Comics (La liga de los hombres extraordinarios, Tom Strong, Top 10…) hubo mucha expectación. Su propuesta de retrotraerse a las fuentes de la literatura pulp, explorar arquetipos previos o paralelos a lo superheroico, pudo salir mejor o peor pero fue una decisión inesperada en un contexto poco dado a salirse de los raíles. También un paso autoconsciente de sus fortalezas y la manera en la que se había acercado previamente a los superhéroes. En el campo de la ciencia ficción, en 1999 Christopher Priest llevaba ya tres décadas cultivando una línea semejante. Se sumergía en los orígenes de la ciencia ficción, se imbuía de sus arquetipos, les incorporaba elementos poco o nada utilizados y les insuflaba una mirada genuina convertida en una marca de fábrica reconocible.

El mundo invertido, La máquina espacial o El glamour emanan de H. G. Wells, a la vez que integran lo aprendido durante más de medio siglo de evolución literaria (J. G. Ballard, John Fowles, Walter de la Mare), en una búsqueda por mantener a la novela fiel a su raíz etimológica: hollar nuevos territorios, en la forma, en el fondo. En este enfoque es decisiva un visión desacomplejada de las convenciones que, incluso en la obra que más se acerca a ellas (El mundo invertido), sorprende por su distancia respecto a las corrientes dominantes dentro de la ciencia ficción. Entre todas las fajas y las cubiertas traseras que anuncian textos que rebasan, trascienden los límites de los géneros hay escaso material que merezca esa afirmación como hizo Christopher Priest. Al igual que Ballard o Philip K. Dick alcanzó la categoría de género en sí mismo.

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Cantante muerto, de Michael Moorcock

Cantante muertoHay en este relato de Michael Moorcock, (sip, relato) un capítulo en el cual un redivivo Jimi Hendrix conversa con el trasunto de un pipa de Hawkwind sobre qué había de auténtico y qué de impostura en sus canciones. Tres páginas magníficas sobre a qué debes dedicar tu arte, hasta qué punto puede haber espacio para carga política en la belleza de una composición musical, qué queda con el paso del tiempo… Este mazazo, escrito en el despertar del sueño contracultural, es el nudo de un argumento que hasta entonces era un cuento fantástico de perfil bajo. El viaje de esa personificación de currela de conciertos, Shakey Mo, y un supuestamente retornado Jimi Hendrix por las carreteras del Reino Unido de mediados de los 70.

Mo, habitual proveedor de Jerry Cornelius, conduce entre la vigilia y la alucinación de las sustancias recreativas por unos lugares apenas transformados por la mano del hombre (Lake District, las Highlands, Skye). Lejos de las interferencias de Londres y ese epicentro que fue Ladbroke Grove, se destila un Easy Rider sobrio, pulcro, mínimo, sin fricciones. El entorno ideal para hacer resonar la manifestación del desengaño tras la desaparición del swinging London, reforzado mediante un último capítulo a la altura de ese diálogo. Un desenlace emocionante y con su carga que me ha hecho olvidar lo poquita cosa que es el libro en la edición de Aristas Martínez.

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El libro de todos los libros, de Ricardo Montesinos

El libro de todos los librosEl progreso tecnológico y la desaparición de las últimas fronteras impulsaron a parte de las novelas aventuras con una base histórica hacia los pagos del fantástico. La conquista del Himalaya y las expediciones polares puestas en peligro por criaturas imposibles (El terror, The Abominable); las peripecias por paisaje extraño en la Edad Media o al principio de la Edad Moderna de Juan Miguel Aguilera en clave de ciencia ficción (La locura de Dios, Rihla); la fantasía concebida como motor de grandes y pequeños acontecimientos por Tim Powers… Los ejemplos son numerosos. La mayoría basa su gancho en la escala, ya sea en la extensión del relato, el tamaño del drama, la magnitud de los sucesos con una base no realista. Cuesta más encontrar acercamientos limitados, intimistas, aproximaciones desde dimensiones más contenidas. Sin embargo, en El libro de todos los libros Ricardo Montesinos cuadra el círculo de conectar ambos extremos. Un libro que recuenta El libro de las maravillas, de Marco Polo, desde la frontera de la fantasía y una serie de artefactos metaliterarios que afianzan su sentido a la vez que resignifican una historia con ochocientos años a sus espaldas.

Montesinos yuxtapone una docena de cuentos/capítulos que relatan el viaje de Marco Polo desde su Venecia natal hasta su entrada al servicio de Kublai Kan. Cada uno se centra en un momento de ese viaje (cómo conoce a su padre después de su regreso de un primer viaje hasta oriente; su llegada a Acre para verse envuelto en uno de los habituales conflictos entre venecianos y genoveses; su supervivencia a un alud de nieve…). La gracia de esta sucesión de estampas se aviva gracias a la persona que las cuenta y enhebra: Shen Su, Guardián de la Sabiduría de la Gran Biblioteca de Quinsai, la actual Tianjin. La última ciudad del reino Song del sur que resiste los esfuerzos de Kublai Kan por conquistarla. En el primer capítulo se zambulle en la juventud de Marco Polo a partir de lo que lee en El libro de las maravillas, a su disposición en la Gran Biblioteca. Algo a priori imposible; en el momento de producirse ese asedio Marco Polo todavía no lo había escrito.

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Contra la distopía. La cara B de un género de masas, de Francisco Martorell Campos

En septiembre de 2022 el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 publicó un anuncio bajo la etiqueta #BastaDeDistopías.

Básicamente, se alineaba con la corriente que propugna un cambio de paradigma en las historias de futuro cercano a través de buscar ficciones con un sesgo más positivo; huir del fatalismo para, además, plantear alternativas inspiradoras a un sistema socioeconómico predominante, el capitalismo, cuya aplicación se percibe como una amenaza para el futuro. Mi recepción fue recelosa. Más allá del eslogan, me costaba ver los argumentos de una propuesta así, un poco como me ocurrió con la defensa del llamado hopepunk. Muchos de los libros que se defienden dentro de esta corriente me parecen tremendamente conservadores, cuando no abiertamente reaccionarios. El hecho es que he tenido que esperar unos años para poder encontrar una defensa con sustancia de esta línea de pensamiento; o, más bien, llegar a media línea en su argumentario. Su autor, Francisco Martorell Campos, cuenta con otro libro pendiente de reedición, Soñar de otro modo, en el cual complementa la base de Contra la distopía.

En este ensayo, Martorell Campos problematiza la idoneidad de la distopía como cuestionamiento del presente. Esa prevalencia en la ciencia ficción de los últimos quince años cuya relevancia se puede extender hacia atrás en el tiempo más atrás de 1984, Un mundo feliz y Nosotros. Su manera de atacar a esta censura de problemas políticos, sociales, económicos contemporáneos se estructura en tres partes bien delimitadas. La primera, “Distopiland”, cartografía el arraigo de las distopías en la actualidad literaria a partir de un repaso a su prevalencia desde la historiografía. La segunda, “La distopía retratada”, es quizás la que mejor puede servir para todas aquellas personas que, involuntariamente o voluntariamente, tengan confundido su uso: define meticulosamente sus características, alejándola de otras temáticas de la ciencia ficción con la que suele confundirse, caso de lo postapocalíptico. Además lanza los perros de la guerra contra la idea arraigada de que su base ideológica puede ser progresista. Finalmente, en “Distopía: La cara B” concreta una decena de críticas que desnudan obras específicas.

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La naranja mecánica, de Anthony Burgess

La naranja mecánicaLeí La naranja mecánica hace veinticinco años. Apenas conocía la historia por la adaptación de Stanley Kubrick y me encontré con una lectura apasionante por dos motivos, el primero explícito en la película: esa manera de condensar las diferentes violencias a las que nos podemos ver sometidos. La individual, que es la que ejerce su protagonista, Alex, desde su primera página; verbal, física, contra todos sin importar su posible apego. Y la sistémica, aplicada sobre su persona desde una miríada de estamentos: esas fuerzas del orden sin cortapisas al ejercer su labor; las estructuras de poder político, sin ningún respeto ante los derechos de las personas; las instituciones de castigo y reinserción, entornos donde la presión se acumula y las reacciones entre los sometidos a su supervisión se aceleran…

La segunda razón no es exclusiva del libro, pero sí me parece más elocuente en sus páginas: el nadsat. Esa neolengua ideada por Burgess para enfatizar el total desapego por las convenciones de Alex, un alarde creativo que ha contribuido a mantener el carácter atemporal del texto. Sí que requiere un esfuerzo como la mejor ciencia ficción donde se reformula el lenguaje para subrayar el salto generacional, la xenogénesis dentro de la comunidad, un cambio en el tejido social. Pero a poco que fluyan los significados por el contexto o con alguna consulta al glosario en cuya versión al castellano colaboró el propio Burgess, es fácil sumergirse en la novela… siempre que se tenga estómago para soportar los excesos. Desde sus primeras páginas el autor de El reino de los réprobos trama una congoja que puede suponer una barrera.

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