Una pareja y su hija pasan unos días de descanso en una cabaña en New Hampshire, a la altura de donde Cristo dio las tres voces. Cuatro personas los asedian y les toman prisioneros para someterles a un dilema: el futuro de la humanidad depende de que uno de ellos se sacrifique para salvarla; un sacrificio propio o ejecutado por los otros dos. Para convencerles sólo pueden utilizar la palabra o su propia muerte tal y como queda expuesto cuando uno de ellos se deja asesinar por el resto del cuarteto. A continuación ponen la televisión y las noticias hablan de un acontecimiento cataclísmico que ha asolado las costas del litoral pacífico. ¿Casualidad o manifestación de una amenaza real si no se someten al ritual?
Así transcurre el primer cuarto de La cabaña del fin del mundo, novela de Paul Tremblay cuyos derechos compró M. Night Shyamalan para contar la película del mismo título. El argumento discurre paralelo hasta bien avanzado el texto/metraje, cuando un giro separa su curso hasta alterar una parte significativa de su interpretación. Aun con esa divergencia, el texto se adapta a algunos de los intereses del director nacido en la India y criado en Pensilvania, especialmente los vistos Señales. Aunque aquí vengo a escribir de la novela.
Me ha interesado el propósito de Paul Tremblay. Actualiza las pruebas de fe bíblicas (Abraham, Job, gran parte de figuras del Antiguo Testamento) al pasarlas por el tamiz contemporáneo de encontrar sentido a un mundo que carece de él. Así se sostiene el choque entre los creyentes, una serie de personajes con escasos lugares de coincidencia, receptores de una llamada que les ha puesto en contacto y en curso hacia la cabaña, y la pareja protagonista. Tremblay se toma su tiempo para desplegarlos a través de capítulos que fundamentalmente se cuentan a través del puntos de vista limitados, aunque también hay momentos en los que pasa a la primera persona para acrecentar esa subjetividad. De esa manera trabaja el misterio y la tensión larvada mientras construye el carácter de cada personaje en una suma en general satisfactoria. Aunque Tremblay a ratos se le va la mano en esta construcción.
Ese cambio esporádico en la persona del narrador se hace incongruente con el resto del texto. Además el relato demora los clímax y parte de los bagajes de los personajes tienden a lo irrelevante. Hay alguna faceta que ayuda a dar hondura a unas personalidades con relieve que escapan al encasillamiento “afiliados partido demócrata vs asistentes a un mitin de Trump”. Pero es sobre todo la suma de diálogos y las reacciones de los personajes, lo que suceden en la cabaña, lo que sume al lector en estas cosmovisiones en conflicto y lo sitúa en el marco mental dominante de la historia. El vértigo que produce el quebranto de la estructura junto a la cual se acostumbran a crear los propósitos en la vida; las consecuencias insospechadas de los actos de violencia; el alcance de la culpa y el deseo de venganza…
Hay en el curso de los acontecimientos, cuando la bifurcación la aleja del todo de la película posterior, una desazón profunda. Por el suceso desde el cual se construye la diferencia, y por una concepción del pecado profundamente calvinista, sin espacio para ideas como el perdón o la redención. Es aquí donde descabalga esa huida del maniqueísmo anterior y se pone un poco en solfa ese logro de Tremblay. Pero también se abunda en una ambigüedad sobre el despliegue del argumento, mantenido hasta la última palabra. La duda de la causa del encuentro entre los creyentes, su coincidencia con la familia en la cabaña, algún guiño sobrenatural, la secuencia de noticias del mundo exterior, el destino final de la familia… no se resuelven del todo. Esa ausencia de ruptura, la conservación de la incertidumbre de lo fantástico, funciona y ayuda a poner el foco sobre el pesar de unos supervivientes sumidos en la pena, condenados a un mundo sin esperanza.
La novela, sin ser demasiado extensa (328 páginas con letra de tamaño generoso y mucho diálogo), habría ganado con un poco de concisión y un afinado mayor en la elección del punto de vista y la voz narrativa. Durante su lectura no dejaba de pensar en lo que habría ganado con una mayor sensación de claustrofobia como la que logró David Jasso con La silla. Novela, por otro lado muy diferente, más de tensión que de tratamiento de personajes o de temas, que es un monumento a la atmósfera insoportable.
La cabaña del fin del mundo, de Paul Tremblay (The Cabin at the End of the World, 2018).
Nocturna Ediciones. Colección Noches Negras nº14, 2021.
Traducción: Manuel de los Reyes
Rústica, 326 pp. 16,50€
Ficha en la Tercera Fundación
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