Antes de que se enfríe el café, de Toshikazu Kawaguchi

Antes de que se enfríe el caféToda la familiaridad que tengo con la ciencia ficción japonesa en el manga o en las películas se convierte en desconocimiento cuando pasamos a hablar de la literaria: un poco de Murakami, los cuentos de Japón especulativo, un par de relatos sueltos por ahí… Un bagaje desequilibrado en el que resulta complicado de encajar Antes de que se enfríe el café. Este fix-up de cuatro relatos se sostiene sobre una progresión argumental supeditada a la sobriedad en el fondo y en la forma. Su autor, Toshikazu Kawaguchi, trabaja una uniformidad del lugar narrativo que, con lo metódico de la estructura y la fidelidad a unas normas inquebrantables, refuerza su uso del viaje en el tiempo. En una alineación casi perfecta, este recurso supone para sus personajes una vía de escape de un presente lleno de incertidumbre y una serie de hábitos y costumbres que condicionan y constriñen sus relaciones.

Ese refugio se articula en Funiculi Funicula, un pequeño café de Tokio donde se puede viajar en el tiempo. Sin embargo, este acontecimiento termina como un suceso marginal: las reglas que rigen el desplazamiento temporal limitan tanto las posibilidades que prácticamente nadie se interesa por él. El local apenas tiene visitantes y ya en la primera historia tenemos a todos los protagonistas entre sus cuatro paredes. Esta suma de personajes recurrentes encerrados en un escenario fijo, unidos por un proceso inflexible, crea un marco teatral acrecentado por el formato de la propia narración. No sólo los cuatro relatos se enfocan igual. Kawaguchi encadena secuencias que conducen a un desenlace donde se vinculan las emociones de los viajeros de manera inequívoca.

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Friday Black, de Nana Kwame Adjei-Brenyah

Friday BlackLos libros de debut siempre tienen algo de promesa; satisfecha cuando aciertan a abrir su espacio, significados, marcar distancias, o, de alguna manera, condensar el sentido del tiempo y el lugar desde los cuales el escritor los alumbró. Es en esta última dirección en la cual Nana Kwame Adjei-Brenyah afianza la relevancia de Friday Black; una colección de relatos levantada sobre el racismo, la precariedad económica y toda la multiplicidad de violencias aparejadas cuya acritud, cuando está bien enhebrada, impacta bajo la línea de flotación del lector. Otras, sin embargo, me temo que yerra el blanco por su continuo apoyo en una contundencia expresiva abrumadora.

“Los Cinco de Finkelstein”, “Zimmerlandia” y “A través del destello” no aquejan este problema y, sin duda, están entre los mejores relatos de Friday Black. Con trazo firme, desnudan las causas detrás de una violencia sistémica y ejercen de puñales forjados en las tensiones que desgarran la sociedad Estadounidense (y la nuestra). Los tres conducen el argumento desde un inicio rotundo hacia un final equivalente en el cual la discriminación, la desigualdad, la ausencia de esperanza, rebasan cualquier prejuicio y barrera. Resuenan con intensidad, en especial en “A través del destello”, el cuento más extenso, situado con acierto en las últimas páginas del libro. Su joven narradora vive atrapada en un lazo temporal infinito. El momento en el cual se cierra no se observa hasta el mismo final porque pocas veces se llega a ver el destello que causa el bucle; lo más probable es morir antes a manos de un familiar o un vecino del barrio. La vida en esa secuencia infinita ha llevado a nuestros congéneres a un nuevo estado donde, sin coerción social, la violencia se ha convertido en moneda de curso común. Somos dolorosamente conscientes de ello cuando, a las cuatro páginas de iniciarse, la protagonista es degollada por su padre. Esta experiencia infernal es apenas un aviso. Iteración a iteración Adjei-Brenyah construye un lugar narrativo tremebundo, quizás no demasiado sorprendente en los sucesos, sí en la manera en que el novum conecta con las ideas subyacentes. Cómo la falta de oportunidades y el estancamiento cercenan el futuro de una población encerrada en un entorno, unos trabajos, un ocio, reiterativos para, en ese purgatorio, afilar en la juventud una serie de habilidades insospechadas. “A través del destello” actualiza El ángel exterminador a la descarnada clave de la clase trabajadora de nuestro tiempo.

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Fracasando por placer (XXVIII): The Magazine of Fantasy & Science Fiction, octubre de 1969. También Ciencia Ficción, Selección 20, Bruguera, 1976

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Ya he explicado varias veces que no me parece que pueda considerarse que la Edad de Oro de la cf se sitúe en los años cuarenta, como ha sido el convencionalismo impuesto durante décadas. En años sucesivos, la práctica totalidad de los mejores autores anglosajones de esa primera época publicaron buena parte de sus obras más destacadas (Sturgeon y Heinlein en los sesenta, Asimov, Pohl y Clarke en los setenta), a la vez que se consolidaban como figuras también los mejores de los aparecidos en los cincuenta (Silverberg, Dick, Ballard, Aldiss), y los posteriores se encontraban en una prematura plenitud (porque Le Guin, Zelazny, Disch, Delany, Niven o Tiptree nunca superaron el nivel de sus primeros quince años de carrera). Aunque el final de los ochenta y comienzos de los noventa presenció la hegemonía de una nueva aristocracia (Gibson, Willis, Robinson, Vinge…) posiblemente nunca como en ese periodo entre 1965 y 1980, aproximadamente, se produjo un cruce de talentos generacional tan importante dentro del género.

Y así podían producirse fenómenos como que The Magazine of Fantasy & Science Fiction se marcara un número de aniversario con un cartel como este: Asimov, Bradbury, Dick, Sturgeon, Aldiss, Ellison, Zelazny, Niven y Bloch. Creo que ningún número de revista en la historia del género ha presentado una alineación tan poderosa, ni siquiera la propia F&SF cinco años después, cuando en sus bodas de bronce incluyó algunos nombres para mí de menor interés como los de Anderson, Dickson, Merrill o Bretnor. Si bien ese 25 aniversario entraría a la historia quizá más que este número que vengo a comentar por distintas razones: un Hugo para Ellison, el maravilloso “Tam, mudo y sin gloria” de Frederick Pohl sobre notas de Cyril Kornbluth (uno de los mejores relatos poco conocidos de la historia del género, para mí), y un cuento infame de Dick que sus seguidores preferimos olvidar, “Las prepersonas”, que generó gran polvareda al hacer montar en justa cólera a Joanna Russ, entre otras. Pero esa es una historia para otro día.

No había conseguido este número del 20 aniversario hasta hace muy poco, en perfecto estado con su cubierta negra mate y su papel de mala calidad, pero en la compra me cegó su fulgor: todos los cuentos están en el número 20 de las selecciones de Bruguera, salvo el de Bloch, que apareció en el último número (el 4) del extraño experimento de selecciones de fantasía que hizo la misma casa. Por tanto, había leído tiempo ha todos los cuentos. La razón de que me pasara inadvertido en detalle fue que, mientras el Selección 25 destacaba desde la portada que remitía al número aniversario correspondiente (del que se saltaban varios cuentos), en esta selección 20 sólo había una mención al detalle en la contraportada. El propio Carlo Frabetti, en el prólogo, anda bastante a por uvas soltando una perorata sobre la falacia de identificar progreso con calidad de vida, que es un tema que solo se toca en alguno de los cuentos incluidos. Incluso manda su típico mensajito izquierdosillo que yo compro como el rojete de cuarta categoría que soy, mencionando “la trama de intereses creados que desvían el progreso lejos y a menudo en contra del bien común”. El hecho de presentar el mejor sumario que había tenido nunca sus antologías no parece despertarle a Frabetti ni frío ni calor.

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Canciones de amor para tímidos y cínicos, de Robert Shearman

Canciones de amor para tímidos y cínicosMenudo órdago se lanzó Robert Shearman con Canciones de amor para tímidos y cínicos. Su título anuncia las guías que conectan sus relatos; historias con una base romántica donde Shearman explora la idea del amor en toda su amplitud: romántico, paterno-filial, tóxico, no correspondido… Esta variedad desacomplejada se acrecienta con las situaciones desde las cuales lo aborda, desde un fantástico que termina internándose en la fantasía o lo surrealista pasando por la autoficción o el terror. En ocasiones desde un punto absurdo que, aun cuando no termina de funcionar, demuestra una inteligencia, un vitriolo y, ocasionalmente, una mala hostia que afilan sus ideas en múltiples direcciones. Puede que ninguno llegue a resultar incontestable, de esos que alegremente solemos tildar como Obra Maestra, pero es fácil comprender a los jurados de los premios Británico de Fantasía y el Shirley Jackson cuando le otorgaron a Canciones de amor para tímidos y cínicos la categoría de Mejor Colección de Relatos el año de su publicación.

Shearman hace crecer sus ficciones siempre desde lo ordinario, con tres opciones de partida. Una es un principio cotidiano en el que irrumpe un suceso extraordinario destinado a darle una sacudida sin, por ello, abandonar ese entorno costumbrista. Sería el ejemplo de “Animal atropellado”, el texto más largo de Canciones de amor para tímidos y cínicos. Se inicia cuando dos compañeros de trabajo, en un incómodo viaje por carretera durante el cual no fluye la conversación, atropellan un conejo que, para su sorpresa, cuenta con unas alas a lo murciélago. Lo insólito ejerce de rompehielos y terminan consumando en un motel de carretera la química recién aparecida entre ambos. Lo mejor de “Animal atropellado” llega de la caracterización del varón dentro de un patetismo extremo junto a un subtexto sobre la necesidad de aire fresco en relaciones estancadas por lo rutinario, pero no es suficiente para hacer olvidar su falta de regularidad. Lo descabellado de ese elemento fortuito, y su trivialidad, entorpecen bastante la recepción de una historia que avanza a salto de mata. Como otros cuentos, el desarrollo es errático y amenaza con devorar, si no devora, algunos de los logros. Por fortuna, otros se mantienen incólumes.

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Fracasando por placer (XXVII): Nueva Dimensión 114, ed. Dronte, julio de 1979

Nueva Dimensión 114

Para leer un ND que no tenga ya archisabido tengo que rebuscar un poco, lo que también es agradable. Recuerdo que este número tardé en localizarlo algo más que otros, y para entonces ya había leído dos de los cuentos incluidos, que tuvieron alguna fama, y había criado algún prejuicio sobre la novela corta principal, que en los correos de números sucesivos todo el mundo puso a caer de un burro.

El contenido por el que es recordado este número concreto es uno con una historia bien conocida, «Gu Ta Gutarrk», de Magdalena Mouján Otaño. En breve (porque esta historia la conoce todo el mundo), iba a publicarse en el número 14 de Nueva Dimensión, allá en el proceloso fin de los sesenta, pero las autoridades (en concreto el ministerio que dirigía Manuel Fraga, más tarde antecesor de Pablo Casado en otros cargos) ordenaron el secuestro preventivo de la revista. El perverso mecanismo de la censura franquista consistía no en leerse previamente cada contenido, sino en que los editores supieran que si algo no les gustaba, se sacaban de la venta todos los ejemplares y se ocasionaban pérdidas económicas mucho más dolorosas que cualquier sanción.

No sé en detalle cómo, pero ND consiguió hacerse con los ejemplares y sustituir cuadernillos para que donde estaba el relato hubiera un cómic. El tropiezo creó cierta escandalera en el fandom internacional y estuvo a punto de llevarse a la revista por delante. Se dice que algún ejemplar original sobrevivió (el que tengo en mi colección no es uno de ellos). Ya en 1979, cien números después, Domingo Santos decidió darse el homenaje de repescar el cuento, al hilo de los nuevos tiempos. Fue bien recibido y se incluyó en la antología sobre ciencia ficción latinoamericana que apareció en Super Ficción de Martínez Roca, donde yo lo leí.

En resumen, el cuento va sobre vascos. Vascos como gente totalmente aparte de los demás, no ya españoles, sino de la raza humana, según se nos explica ya en la primera página. Es graciosillo, está escrito con modismos localistas y construcciones oracionales inversas de esas tan de Bilbao, por una señora argentina que los debió oír a su familia teniendo en cuenta sus apellidos (el primer redactor jefe que tuve se apellidaba Otaño, un vasco recio de sentido del humor demoledor y entrañable recuerdo). Pero tiene mal aguantar cincuenta años después de que se escribiera originalmente.

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Las terceras trampas del relato breve

Aquí no es MiamiEs cierto que no sólo en el relato breve se esconden estas terceras trampas narrativas, pero el salto de sus resortes es más visible en el terreno corto, quizá porque en la novela hay más espacio para todo y no hay que acotar tanto la escritura. Pero bueno, a lo que vamos: esta tercera trampa que nos tiende la escritura es –además de eso, una trampa– una tentación especialmente irresistible, un comodín: me refiero a cederle al argumento, o al tema general, la contundencia emocional del cuento, confiando en que el tema mismo se encargará de tejer las inercias que impactarán o conmoverán a quien lea. Mi tema es tan serio que no puede (ni puedo) fallar, y el argumento que escojo para representarlo es tan extremo que me basta con mencionarlo para conmover. Pero lo que hace ese gesto es apartar el texto de ti y acercarlo a algo previo, existente, que no necesita de tus aportes.

Para hablar de la maldad humana escribiré un cuento sobre películas snuff, alejándolas del murmullo distorsionante de las leyendas urbanas, acercándolas a lo que nos queda cerca y conocemos mejor. A lo demostrable. Seré grave y mi escritura cruenta porque mi tema será cruento y grave. Hacer así es cómodo porque es una tentación descansar del esfuerzo de escribir. Y ante la garantía de que el tema, que es tan extremo, te asegura la transmisión del horror, te relajas, porque ya está todo hecho, y te sientas a ver el espectáculo de las reacciones lectoras. Acomodaticio, confías en que el tema lo hará todo por ti. Pero lo que estás haciendo es cederle a la realidad X (intolerablemente macabra), el peso y la potencia emocional del cuento, y no a tu talento. Que es quien debería transmitir esos tormentos. De adentro a afuera. Porque la contundencia no viene dada por la escabrosidad de lo narrado: decir películas snuff confiando en que ese submundo enfermizo será suficiente para que tiemblen las manos lectoras es quedarse afuera de la intención y del texto. Es nombrar lo que todos sabemos y no añadirle nada. Encontrar una situación cotidiana y extraerle ese mismo temblor a las manos lectoras es lo que hace el talento de verdad, que es un movimiento que, como digo, va de adentro a afuera.

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La chica oculta y otros relatos, de Ken Liu

La chica oculta y otros relatosKen Liu se ha convertido en uno de los autores más queridos y que más entusiasmo levanta entre los aficionados a la literatura fantástica. No es fácil encontrar críticas desfavorables a los libros que ha publicado. Su primera recopilación de relatos, El zoo de papel y otros relatos, provocó sobre todo elogios en las webs dedicadas al género fantástico y mereció el premio Locus a la mejor antología en 2017. ¿Cuál es el secreto para despertar tanto entusiasmo? ¿Un estilo sencillo y cercano que cala en el lector? ¿Unos argumentos rompedores? ¿Un punto de vista diferente al occidental? ¿O tal vez sea su habilidad para emocionar al lector? No lo supe entonces y ahora, después de leer La chica oculta y otros relatos, sigo sin tenerlo claro. Los relatos de ambos libros son perfectamente intercambiables, no detecto diferencias apreciables entre unos y otros ni en forma ni en contenido, si acaso puede que haya más ciencia ficción en este último.  A los que quedaron encantados con El zoo de papel no les defraudará La chica oculta y muchos de los comentarios que se escribieron para uno podrían servir para el otro. Pero no todo ha permanecido inalterado en este tiempo, yo no soy el mismo y Liu tiene su parte de culpa.

El primer relato del libro, “Días de fantasmas”, ha bastado para traer de regreso la misma apatía que sentí hace tres años cuando llegué a la mitad de El zoo de papel. Coincidió la lectura con un septiembre extremadamente caluroso que acrecentó aún más mi desgana. Eran demasiados relatos, quince en total y más de quinientas páginas. Cuando lo terminé me sentí como si me hubiera dado un atracón de merengues y de yemas de Ávila. Lo había olvidado por completo pero mi organismo, que tiene mejor memoria, sí se acordaba y ha puesto todo tipo de trabas fisiológicas para evitar que se repitiera el empacho. Así que puedo decir que Liu me cambió, aunque no en la manera en que cabría esperar. Pero volvamos al primer relato del libro que seguramente interesará más que los trastornos de mi metabolismo. Su argumento gira alrededor de unas monedas antiguas de bronce de la dinastía Zhou que han ido pasando de una generación a otra hasta acabar en un remoto planeta al que los humanos se han adaptado para sobrevivir. Se trata de una historia que transcurre en varias épocas y que sirve a Liu para poner en valor la diversidad. Es puro Liu, y en él podemos encontrar muchos de los elementos que caracterizan sus relatos: grandes dosis de sentimentalismo, asiáticos discriminados por razón de su raza, utilización profusa de las cursivas y una trama concebida con la clara finalidad de transmitir un mensaje.

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Tierra fresca de su tumba, de Giovanna Rivero

Tierra fresca de su tumbaEl desarraigo, la alienación y la culpa son la materia prima de las ficciones de Tierra fresca de su tumba. Media docena de cuentos que, en mayor o menor medida, Giovanna Rivero sustenta en una atmósfera asfixiante. Para sus protagonistas y para un lector obligado a ser paciente a la hora de resolver las causas de esa asfixia. Algunos motivos son evidentes, caso de los abusos padecidos en el pasado por la protagonista del primer relato; otros lo son menos como cuando nos encontramos ante descendientes de emigrantes en un país en el que muchas veces han nacido pero que continúa sin ser el suyo por una serie de marcas que les alejan de su integración. Se hace necesario esperar hasta la retirada del último velo, ese final que se enrosca sobre lo leído, conduce al entendimiento y desemboca en unas consecuencias que pueden experimentarse como una condena o como una liberación.

La máxima expresión de este leitmotiv sería “Cuando llueve parece humano”. Su protagonista, Keiko, es hija de emigrantes japoneses llegados a Sudamérica en la década posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sobrevive en la ciudad de Santa Cruz, Bolivia, gracias al alquiler de una habitación y a través del origami; a ella recurre la administración local para enviar una señal de aprecio a Fukushima después del maremoto de 2011 y conduce un taller en una cárcel de mujeres. Este arte la conecta con su comunidad y ejerce de nexo con sus raíces, las de sus padres y las de su difunto marido; una figura fantasmagórica cuyo pasado, silenciado, emerge paulatinamente hasta, en un crescendo final, desencadenar un recuerdo traumático. Rivero entremezcla el “ahora” con los recuerdos de lo vivido en un continuo que liga las tensiones latentes en Keiko. Esta memoria relegada, cuando no suprimida, también se manifiesta en unas secuencias incrustadas en la narración principal, con la que establecen un diálogo. Un recurso compartido en otros cuentos que en “Cuando llueve parece humano” se enriquece con el uso de un recurso fantástico (a la postre, el único del libro). Rivero saca todo el partido a la figura del espectro con una variada representación simbólica de fantasmas (clásicos, psicológicos) que convergen en el desenlace. Más que como revelación, el cúmulo de hechos, primero sugeridos y después confirmados, se siente como una catarsis sobrecogedora.

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To the Dark Star, The Collected Stories of Robert Silverberg 1962-69

To the Dark StarA finales de los 50 Robert Silverberg estuvo alejado de la ciencia ficción cinco años. Entre 1958 y 1962 reemplazó los ingresos de la publicación de relatos de este género con la escritura de todo tipo de artículos y ficciones para revistas de diverso pelaje, desde el esoterismo a la literatura erótica, hasta llegar al campo de la divulgación histórica donde comenzó a abrirse camino como autor de libros en 1962. A pesar de este alejamiento, continuó vinculado a la ciencia ficción con la publicación del remanente de cuentos escritos entre 1957 y 1958 y a través de su relación con varios autores y editores. Uno de ellos, Frederik Pohl, fue quien le alentó para regresar a la ciencia ficción desde una concepción diferente a la que le había caracterizado en los años anteriores: reorientar su esfuerzo de cantidad hacia el cuidado en la escritura y lograr unas historias más memorables que cambiaran la percepción que se había labrado como mercenario de la palabra. En junio de 1962 escribió “To See The Invisible Man” / “Para ver al hombre invisible”, y algo hizo click.

Leído con casi sesenta años a sus espaldas, “Para ver al hombre invisible” continúa siendo un pequeño hito. Por esa armonía de la ciencia ficción como literatura de ideas cuando se acompasan la concepción y la ejecución, y por lo paradigmático de su escritura: anticipa el camino que haría de Silverberg una de las figuras fundamentales del género. Esa inspiración en una historia clásica, una frase de “La lotería de Babilonia” que habla de la invisibilidad social durante un período de tiempo, una luna en el relato de Borges, un año en el de Silverberg; una faceta emocional en la base del novum: la condena al ostracismo por una incapacidad para manifestar emociones; una escritura generalmente en primera persona orientada a transmitir la subjetividad y los sentimientos de la experiencia, vivida como una montaña rusa, aquí desde la exaltación de los primeros momentos para pasar a la depresión y la soledad extrema de quien se siente aislado en un entorno densamente poblado; y una extensión certera, que lleva a “To See The Invisible Man” a sus últimas consecuencias sin emplear una línea de más.

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Las segundas trampas del relato breve

“…no pidáis al sueño sino reposo”.
Antonio Machado, en Juan de Mairena

No tengo boca y debo gritar

En el cuento hay pequeños vicios en los que es fácil caer. Seductoras trampas que nos tientan con su apariencia de solución original. Cuando el cuento esté a punto, cuando ya le falte sólo ese toque final, llegarán las trampas y nos confundirán con sus prometedoras piruetas narrativas hasta que creamos que estamos dándole el aporte clave a la historia, y no: la estaremos despotenciando. Uno de estos fallos es especialmente dañino porque desvirtúa el conjunto de todo lo narrado, retroactivamente, sin remedio. Me refiero al quiebro final, ya sea un sueño o un inesperado cambio de enfoque, que, con su sorpresa, le da la vuelta a lo leído hasta el momento.

El sueño, utilizado como elemento sorpresa final, como explicación de todo, es un error de esos que chirrían hasta el punto de arruinarte la experiencia completa de lectura. Tenemos un cuerpo narrativo, y el sueño, colocado como final, invalida todo lo anterior y se arroga el supuesto mérito de sorprender, de romper con las expectativas lectoras. Lo malo es que lo hace de la peor manera posible. Hace que todo lo narrado quede átono, desvirtuado y olvidable porque, en el fondo, sólo era un sueño. Y como mecanismo de sorpresa es torpe: nada más simple que decir, “¡que no, hombre, que era broma!”, que es a lo que se reduce el recurso. Como espectadores, como lectores, como asistentes a un despliegue narrativo, nos quedamos sin asideros con los que recordar la historia y pensarla, y lo único que perdura es el chisporroteo tontorrón de la sorpresa.

El otro caso, primo hermano del sueño como recurso para terminar una historia, es el giro sorpresa. Y lo mismo: cambia tu percepción de lo leído hasta ese momento porque el autor o la autora te había llevado de la mano por un camino para que creyeras que todo era A, y, en el último instante, cambia un detalle particularmente significativo, en media frase, que hace que aquella previsible A, de repente y por sorpresa, sea, y haya sido siempre, B. Bien. Creo que provocar esa sorpresa final con un giro argumental, o con el volteo de un pequeño pero significativo detalle, es un recurso que no funciona, que no aporta nada. Es un recurso que sólo llama la atención sobre sí mismo y sus supuestas virtudes sorpresivas, relegando lo anterior a mera excusa para proyectar esa misma sorpresa.

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