El desarraigo, la alienación y la culpa son la materia prima de las ficciones de Tierra fresca de su tumba. Media docena de cuentos que, en mayor o menor medida, Giovanna Rivero sustenta en una atmósfera asfixiante. Para sus protagonistas y para un lector obligado a ser paciente a la hora de resolver las causas de esa asfixia. Algunos motivos son evidentes, caso de los abusos padecidos en el pasado por la protagonista del primer relato; otros lo son menos como cuando nos encontramos ante descendientes de emigrantes en un país en el que muchas veces han nacido pero que continúa sin ser el suyo por una serie de marcas que les alejan de su integración. Se hace necesario esperar hasta la retirada del último velo, ese final que se enrosca sobre lo leído, conduce al entendimiento y desemboca en unas consecuencias que pueden experimentarse como una condena o como una liberación.
La máxima expresión de este leitmotiv sería “Cuando llueve parece humano”. Su protagonista, Keiko, es hija de emigrantes japoneses llegados a Sudamérica en la década posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sobrevive en la ciudad de Santa Cruz, Bolivia, gracias al alquiler de una habitación y a través del origami; a ella recurre la administración local para enviar una señal de aprecio a Fukushima después del maremoto de 2011 y conduce un taller en una cárcel de mujeres. Este arte la conecta con su comunidad y ejerce de nexo con sus raíces, las de sus padres y las de su difunto marido; una figura fantasmagórica cuyo pasado, silenciado, emerge paulatinamente hasta, en un crescendo final, desencadenar un recuerdo traumático. Rivero entremezcla el “ahora” con los recuerdos de lo vivido en un continuo que liga las tensiones latentes en Keiko. Esta memoria relegada, cuando no suprimida, también se manifiesta en unas secuencias incrustadas en la narración principal, con la que establecen un diálogo. Un recurso compartido en otros cuentos que en “Cuando llueve parece humano” se enriquece con el uso de un recurso fantástico (a la postre, el único del libro). Rivero saca todo el partido a la figura del espectro con una variada representación simbólica de fantasmas (clásicos, psicológicos) que convergen en el desenlace. Más que como revelación, el cúmulo de hechos, primero sugeridos y después confirmados, se siente como una catarsis sobrecogedora.
Otros relatos comparten claves con “Cuando llueve parece humano”, aunque los fantasmas del pasado se quedan en un plano más mundano con situaciones terribles, en ocasiones rayando en lo tremebundo. En “La mansedumbre”, Rivero despliega los abusos sufridos por una niña cuya familia, emigrantes canadienses, son miembros de una secta. Su calvario se cuenta entre dos secuencias narrativas: una convencional que pone de manifiesto lo cotidiano y una serie de insertos en cursiva con conversaciones recordadas o una rememoración que afirma lo padecido a manos del líder del grupo. La resolución llega desde fuera de la secta, en el alejamiento de la familia y en su integración en su país de adopción con un acto de purificación cuya violencia queda atenuada por el peso que, sin duda, dejará sobre los protagonistas.
Este diálogo entre presente y una experiencia revulsiva se vive de manera si cabe más trágica en “Pez, tortuga, buitre”. Cuenta la conversación entre un naufrago en proceso de recuperación y la madre de su compañero en una balsa, fallecido en el suceso. La memoria de su supervivencia sobrellevando el hambre y la sed durante semanas llega con una serie de sacrificios “ocultos” que, inevitablemente, acaban por surgir, esta vez con un impacto atenuado por su previsibilidad.
La incertidumbre de ese pasado silente destinado a ser confrontado también es esencial en “Socorro” y “Piel de asno”. El primero con el regreso de una mujer a su Bolivia natal con su familia estadounidense para recuperar su territorio de juventud junto a su madre y su tía, mediadores de esos recuerdos suprimidos. En “Piel de asno” una mujer recuerda las miserias que la han llevado hasta un presente donde la religión y el canto le han terminado proveyendo de alegría y un cierto sentido. Un camino donde fueron fundamentales las experiencias traumáticas compartidas con su hermano mientras estuvieron a cargo de su tía, emigrada a Canadá, con la que convivieron en una pobreza afectiva y material. La efectividad de ambos queda mitigada por una elusión al contar los hechos relevantes, peor planteada que en los cuentos anteriores, agravada en “Piel de asno” por una extensión y una sucesión de situaciones más amplia y heterogénea que difuminan su foco.
Mucho más claro está en “Hermano ciervo”, el cuento más diferente de Tierra fresca de su tumba, testimonio de los experimentos a los que se somete una persona sin otro medio para salir adelante. Esta manifestación de una violencia sistemática ata todo lo sufrido en Tierra fresca de su tumba. Esa crueldad que se manifiesta desde diversos orbes (sociales, familiares, individuales) y precipita metamorfosis desgarradoras. Cuando mejor funcionan, como en “La mansedumbre” o “Cuando llueve parece humano”, producen formidables cuentos de terror cotidiano que recuperan viejos temas y recursos: el uso de fenómenos atmosféricos para potenciar lo contado, el pecado enterrado que regresa para ser expiado… Esa fuerza se conjura bastante a partir de la mitad del volumen, pero no hasta el punto de sepultar la intriga y la angustia que Giovanna Rivero siembra en sus mejores historias.
Tierra fresca de su tumba, de Giovanna Rivero (Candaya, col. Candaya Narrativa nº72, 2021)
176 pp. Tapa Blanda. 16€
Ficha en la web de la editorial