Asesinato en la planta 31, de Per Wahlöö

Asesinato en la planta 31En los años sesenta, la novela negra empezó a dejar de ser un fenómeno únicamente estadounidense. Como suele ocurrir en estos casos, los franceses fueron los que se pusieron al mando secundados por algún italiano como Giorgio Scerbanenco. Pero ninguno de ellos consiguió por entonces ser traducido regularmente al inglés, e incluso ver alguna de sus novelas adaptadas por Hollywood. Ese logro correspondió a una pareja de comunistas suecos, la compuesta por Maj Sjöwall y Per Wahlöö, en las diez novelas presuntamente protagonizadas por el inspector Martin Beck (aunque con un peso narrativo muy repartido entre distintos miembros de la oficina de homicios de la Policía Nacional sueca). Una serie que dio comienzo a la expansión del género en su país, la que luego nos trajo a Henning Mankell, Stieg Larsson y demás.

Los casos investigados por Beck señalan las carencias del estado de bienestar sueco, las rendijas que luego le llevarían a resquebrajarse. Las novelas se van tornando progresivamente más obvias en el plano ideológico, al punto que la última, Los terroristas, tiene tintes de parodia con la llegada de un senador estadounidense a Suecia en una especie de remedo de Bienvenido mister Marshall. El fallecimiento de Wahlöö con sólo 48 años puso fin a la serie, que pese a sus excesos es en conjunto verdaderamente extraordinaria y hoy puede disfrutarse en castellano cronológicamente, con traducciones directas del sueco.

Sjöwall escribió alguna cosa tras la muerte de su pareja literaria y afectiva, pero nada sabíamos de la producción previa de Wahlöö, que era diez años mayor que ella, tenía una sólida formación como periodista y llevaba tiempo publicando cuando la conoció. Asesinato en la planta 31 corresponde a ese periodo formativo, pero es una novela más que valiosa por sí misma: junto a Kallocaína y Aniara, conforma un terceto de novelas suecas de cf recientemente publicadas, clásicos con décadas de antigüedad que ofrecen una visión del género alternativa a la convencional anglosajona mucho más que interesante, yo diría que imprescindible para cualquiera que tenga algún interés por la sustancia de la literatura prospectiva, más allá del último titulito de moda. Que estas novelas (y otras que sin duda puede haber por ahí) nos hayan resultado desconocidas hasta ahora es desconcertante; que podamos disfrutarlas ahora, un auténtico golpe de suerte.

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Los amigos de Eddie Coyle, de George V. Higgins

Los amigos de Eddie CoyleEl título de Los amigos de Eddie Coyle es deliciosamente ambiguo. Afirma bien la naturaleza coral de la novela. Ahí están los atracadores de bancos en plena etapa de preparación de varios golpes; un traficante capaz de conseguir, con el tiempo necesario, cualquier arma; un agente federal a la caza de un gran caso; un barman que pone velas a dios, el diablo y los tristes mortales; y, entre ellos, Eddie Coyle, el nexo. Un criminal de poca monta, intermediario en pequeñas operaciones y dispuesto a traicionar a alguno de los anteriores con tal de no entrar en prisión para cumplir una pena por tráfico de alcohol. Es ahí donde emerge la sutil anfibología del título; amigos, lo que se dice amigos, no hay. Tal y como queda claro desde el primer capítulo, son medios para conseguir sus fines, Y saben guardarse las espaldas. De ello dependen su libertad o, si no juegan bien sus cartas, su salud.

Mediante capítulos breves, Higgins prescinde de la mayor parte de pasajes descriptivos o narrativos y centra su pericia en esbozar unos diálogos refrescantes. Sus personajes hablan, hablan y hablan sin descanso. Mientras aguardan la llegada de otra persona, esperan para dar un golpe, realizan una transacción o, simplemente, conversan, exponen sus problemas, cierran acuerdos que no saben si cumplirán, dejan entrever sus problemas de pareja, alardean de su vida sexual y relatan todo tipo de historias. Reales, ficticias, importantes, intrascendentes… da lo mismo. El placer está en “escucharles”, ver cómo aumenta su definición cada vez que aparecen en escena y añaden algo más a su bagaje. Descubrir quiénes son cuando Higgins decide no llamar a cierto personaje por su nombre.

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La canción del perro, de James McClure

La canción del perroJames McClure fue un periodista sudafricano que abandonó su país a mediados de los años 60 asqueado por el apartheid para vivir en el Reino Unido. Dentro de su obra literaria destacan una serie de historias criminales protagonizadas por un policía afrikáner, Tromp Kramer, y su subordinado bantú, Mickey Zondi, que colaboran para resolver todo tipo de casos. Por lo que cuentan los que la han leído, el interés de los libros de McClure está en cómo describe los entresijos de la sociedad sudafricana de los años 60 y 70 desde una perspectiva bastante cínica, además de unos diálogos vivos y corrosivos. La canción del perro pasa por ser la última novela que escribió centrada en ambos personajes pero, también, por ser la primera: es en sus páginas donde Kramer y Zondi se conocen. Viendo cómo se produce el encuentro tras una sucesión de amagos, debió ser algo entrañable para los seguidores de la serie. Para el neófito ajeno a cariños previos, me temo que todo se desde una cierta distancia.

La canción del perro sucede en 1962, el año en el que Nelson Mandela comenzó su periodo de encarcelameinto, algo que figura en la historia puesto que se le nombra un par de veces como en busca y captura. Kramer ha sido trasladado hasta Natal, una región en la costa este de Sudáfrica, para esclarecer el asesinato de un policía y una mujer, muertos tras una explosión en una granja. Durante las pesquisas se cruzan en su camino otras muertes ocurridas durante los meses anteriores, lo que da entrada a un misterio mayor que Tromp sólo comenzará a resolver cuando Zondi ponga a su disposición su sagacidad y resolución.

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Todo lo que muere, de John Connolly

Todo lo que muereEl detective Charlie “Bird” Parker ha abandonado el departamento de policía de Nueva York tras la muerte de su mujer y su hija a manos de un asesino en serie: El Viajero. Alcohólico en fase de secano, sus antiguos compañeros lo tienen por un jugador solitario de alguna manera responsable de la muerte de su familia. Él arrastra ese bagaje como un náufrago amarrado a un lastre y está en un imposible proceso reconstrucción interior durante el cual realiza pequeños “trabajitos”. Después de sobrevivir a uno que termina con cadáveres de por medio, es contratado por una mujer para encontrar a la novia de su hijastro; un tipo relacionado con una familia mafiosa tras la cual andan la policía y el FBI. Ahí arranca una investigación con insospechadas ramificaciones que le terminará llevando a reencontrarse con el responsable de su purgatorio.

Al inicio de Todo lo que muere, John Connolly entremezcla el “presente” de Parker con una serie de escenas donde se recuerda el asesinato de su familia: el descubrimiento de los cadáveres, el informe del forense o el interrogatorio al que fue sometido. Un encadenamiento que sirve de excelente presentación tanto del personaje como de su gran conflicto interno. Después llega un remanso en la forma de una narración más convencional; la presentación de los personajes participantes en la trama criminal de la primera mitad de la novela y los lugares de los que han surgido o en los que han medrado, a través de los diversos encuentros de Parker, siguiendo una estructura muy marcada. Por fortuna, esa “automatización” del relato se desvanece cuando “Bird” abandona la ciudad y viaja hasta la Virginia rural para investigar la desaparición en el pueblo de origen de la desaparecida. La narración se vuelve más dinámica, los hechos se suceden a un ritmo creciente y se acumulan las revelaciones (y los cadáveres) hasta llegar el primer gran clímax. La resolución de ese primer caso y el engarce con el segundo, a desarrollar desde el ecuador hasta el final de Todo lo que muere.

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Los minutos negros, de Martín Solares

Los minutos negrosUno de los recuerdos grabados en mi memoria tras mi año en Texas fue la situación que atraviesa México debido al narcotráfico; es obvio, desde la perspectiva al norte del Río Grande. Muchos de mis compañeros de High School, varios alumnos, el encargado del Ministerio de Educación… me trasladaron la siguiente cantinela: no atravesar la frontera por los pasos situados al sur del país. Entre sus argumentos se repetía la palabra secuestro, y del vocabulario utilizado para relatar anécdotas me he traído “para atrás” términos como balacera o corbata colombiana. O anécdotas tremendas como la que, con un tono quedo, me relató uno de mis güercos del período 3/4 A sobre la muerte de su primo y un par “badis” al saltarse un control militar cerca de Reynosa. Pero no es cuestión de ponerse apocalíptico. Había bastante gente que atravesaba habitualmente “los puentes”. Normal cuando se tiene familia en el norte de México, un “rancho”, amigos… Aunque el miedo campa por sus respetos de la mano de una idea recurrente: cualquier tiempo pasado fue mejor. Un hecho inapelable cuando hablamos de la violencia, pero que ya no está tan claro cuando el tema pasa a ser la corrupción política o policial.

Los minutos negros es una novela negra escrita hace casi una década y construida mediante el diálogo entre dos épocas: el México de comienzos del siglo XXI, ya deformado por la presencia del narco, y el de los años 70, con un nivel de violencia bajo mínimos. La conexión entre ambos escenarios, que en el fondo son el mismo, se establece mediante unos truculentos asesinatos acaecidos a finales de dicha década e investigados por un periodista asesinado al comienzo de la novela. Un crimen asignado a “Macetón” Cabrera, agente de la policía en una ciudad ficticia en la costa del Golfo de México, probablemente en el estado de Tamaulipas.

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Dog Soldiers, de Robert Stone

Dog Soldiers

Dog Soldiers

No soy muy aficionado al género negro, no sé muy bien porqué. Debe ser por culpa de esa media docena de cromosomas que me sobran, que tampoco me permiten disfrutar de un western clásico a la hora de la siesta, como es obligado en un padre cuarentón o contemplar un buen melodramón de llorar sin torcer el morro. Así que llegué a Dog Soldiers a través de William Gibson. Creo recordar que en el foro de su página web alguien le preguntaba, o se quejaba, de que en sus obras más recientes (de Mundo espejo en adelante) los personajes eran hermanitas de la caridad y del buen rollo a diferencia de lo que ocurría en la trilogía del Sprawl, por ejemplo. Yo, personalmente creo que el sufrido fan no se atrevía a reprocharle al ídolo que le veía acomodado, perdido en estructuras argumentales que se repetían de un libro a otro, rematadas por finales blandos y sin contundencia. Gibson respondía amablemente con un “ej lo que hay” y que si quería leer una novela en la que los personajes se hacían cosas muy desagradables unos a otros, y que, además, habían influido mucho en la forma de construir los argumentos de las novelas del Sprawl (sobre todo en Conde cero, añado yo), que se leyese Dog Soldiers de Robert Stone. Y cómo a mí me gusta mucho leer novelas sobre gente que se hace cosas muy desagradables unos a otros, pues para allá que fui.

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Reina del crimen, de Megan Abbott

Reina del crimenNo abundan traducciones de novelas criminales norteamericanas protagonizadas por personajes femeninos. Aunque existen contraejemplos, su bajo-mundo parece reservado a machos alfa y/o perdedores con diversos grados de testiculina, en no pocas ocasiones compartiendo páginas con uno de los clichés más arraigados: la femme fatale. Dispuestos a zarandear el tópico, en su clausurada colección de literatura popular junto a Valdemar, Es Pop publicó tres novelas escritas y protagonizadas por mujeres: A la cara, de Christa Faust, Poesía cruel, de Vicky Hendricks, y esta Reina del crimen, de Megan Abbott. La idea era poner en circulación una serie de escritoras olvidadas por las grandes colecciones y, a la vez, ofrecer un punto de vista fresco y novedoso, alejado de los estereotipos en un género a veces excesivamente entregado a ellos.

Es curioso que esta reseña aparezca justo después de la de Alif el Invisible; la historia de Reina del crimen es otro bildungsroman con toques (tardo)juveniles. Su narradora relata su iniciación en el mundillo del hampa de la mano de una superviviente de la época dorada de la mafia de los años 30 y 40: Gloria Denton, la reina del título. En su confesión hay fascinación por el oropel del dinero fácil y los garitos de la aristocracia del crimen, pero también se respira el peligro de quien juega con fuego y al arrepentimiento de quien se introduce en un callejón sin salida.

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1974, de David Peace

1974

1974

Hace tres años David Peace y su Red Riding Quartet aparecieron en mi radar gracias a dos sospechosos habituales. Primero tras esta breve reseña de su adaptación televisiva por parte de Manuel de los Reyes y, unos meses después, cuando Óscar Palmer escribió sobre la tetralogía completa antes de aparecer traducida por la competencia. Pero no fue hasta hace mes y medio cuando leí su primer volumen: 1974. Al principio con una cierta distancia; la novela no deja de ser otra investigación de un crimen atroz cometido contra una niña y presumiblemente relacionado con otros acaecidos unos años antes. Pero su historia me fue ganando para, llegado su ecuador, atraparme hasta el punto de leer sus últimas 225 páginas de una sentada. Un placer cada vez más esquivo en mi vida como lector.

A priori no se puede rascar mucho en el misterio detrás de los asesinatos. Sí que lo hay en el personaje que nos relata su investigación: Eddie Dunford. Un periodista de sucesos que ha retornado a West Yorkshire pocos meses antes y con su padre recién enterrado tras una larga enfermedad. Un reportero ambicioso con ganas de alcanzar metas más altas, hastiado del caso que ha cubierto en las últimas semanas, blanco de las chanzas del periodista estrella de su sección y atrapado por una serie de incidentes que le llevan a traspasar todo tipo de límites. La excepcionalidad de Dunford tiene mucho que ver con sus pies de barro, sus demonios en el desván y la manera elegida por Peace para revelarlos. Su narración en primera persona jamás deviene en una confesión a través de la cual autojustificarse o expiar sus pecados. De hecho, su lado oscuro queda expuesto sin asomo de dudas o arrepentimiento. Ahí está su relación con una de sus compañeras de oficina; su ángel guardián cuando agarra unas melopeas de órdago, a la que se folla sin miramientos, deja embarazada y a la que, con una crueldad heladora, recuerda qué salida debe tomar. La punta de un iceberg que vamos a explorar en todo su dantesco esplendor. Este es el abismo de 1974: observar una trama negra como pocas a través de unos ojos con desagradables zonas sombrías y con el que se puede llegar a empatizar en muchos momentos.

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Pronto, de Elmore Leonard

Pronto

Pronto

Desde hace mucho tiempo me gusta la novela negra. Todo comenzó con el cine, supongo que viendo el Sueño eterno de Hawks, pero después de degustar esta y otras maravillas (por nombrar mi otra favorita, El halcón maltés de Huston) me entró curiosidad por el género en los libros y… Ahí estaban Dashiell Hammett, Raymond Chandler y el resto de maestros de los primeros años. Herederos de la “novela problema” victoriana (podríamos remontarnos a Poe con sus cuentos de Dupin) pero con un toque urbano y salvaje que les condujo a inventar y llevar a su cumbre el género negro. Luego todo evolucionó. El hardboiled más bestial de los 50 y 60, la locura genial de Jim Thompson, el lirismo de Charles Williams o el toque “polar” francés de José Giovanni. Y un maestro como James Ellroy que lleva el género a nuestros días. Podrían citarse más nombres, lo sé, pero estos son mis favoritos.

El recientemente fallecido Elmore Leonard es un caso especial. En España no es muy conocido y en USA probablemente, o eso me parece a mí, no está considerado como un “grande”. Pese a que muchas de sus obras han tenido adaptaciones al cine, no recuerdo que ninguna se haya publicitado como “basada en la obra de Elmore Leonard”. Con una excepción: la tarantiniana Jackie Brown (la novela se titula Rum Punch). En palabras del autor, sus novelas se basaban en los diálogos; mientras escribía aseguraba que ni él mismo conocía el final. Era de la interacción mediante las conversaciones de sus personajes como iba creando, de forma improvisada, las tramas hasta que, por sí mismas, sus “criaturas” llegaban a la palabra FIN.

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Raylan, de Elmore Leonard, y Justified

Raylan

Raylan, fan and fiction

Entre las muchas series que podrían pasar como “La gran olvidada” en ese panorama de genialidad en el que vive la ficción televisiva anglosajona, mi corazón guarda un lugar para Justified. Lejos del olimpo que ocupan las más grandes (State of Play, The Wire, Breaking Bad, The Office BBC) y un paso por detrás de muchas otras, pero con atractivos únicos como su protagonista, Raylan Givens, ese personaje “pose” al que todo fanboy querría parecerse; una legión de pseudofreaks provenientes de lo más profundo y endogámico de las montañas de Kentucky; o una visión del género policial que recrea y retuerce sus propias convenciones.

Buscando información sobre su origen, descubrí que el marshall Givens no aparece por primera vez en el relato de Elmore Leonard “Fire in the Hole” (2001) sino que fue creado a mediados de los 90 como secundario para una de sus novelas: Pronto. Raylan es una obra muy posterior (2012) que, de alguna manera, intenta canibalizar su propio éxito televisivo mientras ejerce de vademécum para el equipo de guionistas. Hasta el punto que la mayoría de las ideas o personajes que presenta los hemos visto con posterioridad tanto en la segunda como en la tercera temporada de Justified. Sin embargo, como espectador que se acerca a la novela buscando una experiencia complementaria, Raylan se asemeja (y es triste reconocerlo) a un fan fiction mal hecho, un texto sin alma pergueñado por un observador incapaz de trasladar al papel nada de lo que se puede ver en la serie. Lo peor es que tampoco se puede decir que Leonard esté particularmente entonado en la escritura de los diálogos ni la profundidad de sus personajes.

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