El palacio de la eternidad, de Bob Shaw

El palacio de la eternidadEl palacio de la eternidad cuenta con dos valedores de peso. David Pringle la eligió entre sus 100 títulos publicados entre 1948 y 1984, y el equipo coordinado por Julián Díez para Los mejores libros de ciencia ficción del siglo XX la consideró entre las 100 mejores novelas. No es poca cosa para un Bob Shaw que cuando se publicó este último libro ya estaba en proceso de perderse en las arenas del tiempo. En mi caso nunca le he tenido en demasiado estima. Pinché un poco en hueso con ¿Quién anda por aquí?, mi primer Shaw, y lo que me gustó de Otros días, otros ojos (el emocionantísimo “Luz de otros días”) no fue suficiente para animarme a seguir con otros títulos suyos. Un texto de Carlos Morgenroth me lo volvió a poner en la mesilla. Y aunque de los tres títulos que he leído El palacio de la eternidad me parece el mejor, a lo largo de su extensión me he ido distanciando hasta dilapidar las buenas sensaciones.

Mack Tavernor es un soldado retirado de la guerra contra los pitsicanos, una contienda que la especie humana va camino de perder. Sin embargo, su abandono no tiene que ver con esa contrariedad. Según se contempla en un flashback, a la sazón uno de los mejores pasajes de la novela, Tavernor se cayó del caballo durante una acción terrible iniciada para reprimir el descontento dentro de la propia humanidad. Tavernor vive ahora en Mnemosyne, un planeta con una importante población de artistas, involucrado en una relación con una mujer bastante más joven. Su aislamiento se rompe cuando el planeta pasa a ser controlado por un ejército que arrasa todos los terrenos alrededor de la ciudad donde vive, entre ellos su cabaña. Tavernor pierde pie con la realidad. Alienado respecto a sus antiguos compañeros de armas pero también respecto a la comunidad de Mnemosyne, revive experiencias y se ve obligado a echarse al monte junto a una resistencia perseguida por el ejército de ocupación.

El palacio de la eternidad grita años 60 a pleno pulmón. La contracultura, el castigo de la disidencia, el uso de drogas, el neocolonialismo, la destrucción de los ecosistemas planetarios, las consecuencias del desarrollo sin supervisión de tecnología, una espiritualidad rayando con el new age, pasan con alegría ante un lector probablemente cautivado por el ritmo del relato. Un encadenamiento de escenas entre logradas, las más (la explosión de una nova rompe la quietud de la vida campestre de Tavernor; el descubrimiento de la destrucción producida por la llegada de la armada terrestre), y risibles, las menos (una resistencia más cercana a la de los etarras de aquel episodio de McGiver que a las tropas republicanas de Por quién doblan las campanas).

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Ray Harryhausen en los tiempos de la tercera dimensión

Ray Harryhausen

Después de Avatar y de Prometheus, de Origen, Interstellar y de El amanecer del planeta de los simios –da igual los títulos–, después de tantas películas en las que dominan los efectos especiales, es un descanso para los ojos volver a las películas en las que intervino Ray Harryhausen. La delicada artesanía de su animación 3D, verdaderamente 3D, cautiva por encima de lo que consiguen los medios actuales.

Estoy viendo que no será fácil demostrar esto.

Nombre ineludible del cine de los años 50 y 60, Harryhausen, como nos recuerda el infatigable John Kenneth Muir en su blog, fue guionista, director, productor y un destacado maestro –él dice genio–, de los efectos especiales, e inspiración directa de autores como Spielberg, Cameron, Sam Raimi o John Landis. (Veo injusto, pues, que no salga jamás mencionado este decisivo, puntero orfebre de la animación stop motion en ese monumento que es la Historia del cine, de Román Gubern, como, por cierto y por otra parte, tampoco lo hace Roger Corman. Supongo que la explicación la podríamos encontrar en la puntillosa, clasista actitud anti-subcultural ya descrita hace algunos meses en estas mismas páginas virtuales).

Hace un millón de años, la Furia de Titanes original, Jasón y los Argonautas, La isla misteriosa,  El viaje fantástico de Simbad o sus cortometrajes de los años cuarenta, en los que adapta relatos infantiles, son solo parte del legado de este maestrogenio. Su corto de 1949 La Caperucita Roja es, o parece, un puente tendido entre los dibujos animados y el cine de imagen real, un punto intermedio entre esas dos distintas, pero complementarias, sintaxis del cine, y el resultado, aunque sea raro decirlo así, parece que tenga más sentido que cualquier otra opción modernizante. Si antes he dicho 3D, es porque vemos, como en este corto, la sobresaliente figura animada sobre fondo plano, estimulando, podríamos decir, el conjunto de la imagen, dotando de fisicidad al plano. El conjunto es armónico, evocador: Harryhausen aporta el grado de fantasía necesaria para encantar, comedido y exacto, orquestando un todo plástico y sugestivo. (Se puede echar un primer vistazo a sus logros en esta lista elaborada, hace unos años, por Jorge Loser en Espinof).
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Time Pressure, de Spider Robinson

Time PressureCiencia ficción y hippies apartados de la civilización más caótica. Eso tenemos en Time Pressure, de Spider Robinson, así que la novela se podría enclavar en ese subgrupo literario que se conoce por el (acertado) nombre de ‘ciencia ficción pastoral’, como leemos en la versión de 1995 de La enciclopedia de ciencia ficción de John Clute y Peter Nicholls, o lo que también se podría llamar ‘ciencia ficción rural’: pienso en obras de Clifford D. Simak, George R. Stewart, Zenna Henderson o John Wyndham. El sentido de la maravilla, como en estos autores, proviene tanto de lo cienciaficcionesco –en este caso, la llegada de una viajera en el tiempo–, como del entorno natural, cubierto de nieve y hielo, donde habitan los protagonistas. Time Pressure también se puede leer como una variación del subgénero del primer contacto con especies alienígenas. Lo que llega del aire y se materializa entre los árboles nevados no es un platillo volante tripulado, como en esos casos, sino una mujer del futuro. A partir de ahí, el narrador va presentando a la chica en su círculo de amigos, cómo se desenvuelve y los motivos por los que ha vuelto.

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Pequeños héroes, de Norman Spinrad

Pequeños HéroesLlegué a Pequeños héroes a través de la serie de artículos sobre las colecciones de ciencia ficción en España escritos por Julián Díez para la revista Gigamesh. Después de haber perdido la conexión con los libros de Acervo tras su deriva hacia las plomizas series de Stephen Donaldson (Thomas Covenant) y Ann McCaffrey (Pern), y los abismos pajeros de Terry Brooks (Shannara), no tenía ni idea de su existencia. Desde luego como penúltimo número de la colección, rodeado de los bestsellers que, en muchos casos, estaban muy por debajo de los primeros libros de la Dragonlance, ya es de por sí una rareza. Su escritura lo hermana no solo con el resto de la producción de Spinrad; también lo conecta con una corriente, el cyberpunk, de la cual el autor de Los jinetes de la antorcha e Incordie a Jack Barron fue inspirador, fan y estudioso.

El principal gancho de Pequeños héroes emerge de su personalidad ochentera. Estética y conceptualmente remite a aquella década o, más bien, a lo que podrían haber sido los 90 si la MTV se hubiera convertido en la estructura dominante del panorama musical, no se hubiera desarrollado la World Wide Web, el uso de sustancias estupefacientes se hubiera extendido a toda la sociedad, los grupos de phreakers y hackers hubieran tenido la oportunidad de golpear el sistema más allá de pequeños aguijonazos y la crisis económica que estaba por venir se hubiera convertido en la tormenta perfecta. Esta conjunción sirve de molde para un escenario distópico de esos en los cuales el mundo tiene cuerda para rato pero no apetece experimentar. Ni por aproximación.

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Contracultura, ¿dónde estás?

Cómo acabar con la contraculturaJordi Costa no es crítico de cine. Es fácil pensar que lo es, teniendo en cuenta sus disecciones, cada viernes por la mañana, en las páginas de El país, pero esas brillantes lecturas que desgrana en la prensa sólo son una pequeña parte de su contribución a la cultura crítica y al ensayismo más lúcido que se escribe en castellano. Autor, entre otras maravillas, de Películas clave del cine de animaciónde Vida mostrenca. Contracultura en el infierno posmoderno, y partícipe, a menudo destacado, en libros colectivos como CT o la cultura de la Transición o Una risa nueva, Costa ha sido una notable influencia en otros autores de la no ficción española –Jordi Carrión lo llamaba maestro en un estado de Facebook– y precursor de algunos de los mejores ensayistas de nuestro tiempo (pienso en Eloy Fernández Porta y Jorge Fernández Gonzalo). Es, además, un hipnótico prosista, afilado y sorprendente. (Atención al uso que hace aquí de la palabra “polinización”). Y, ahora, en su último libro, Costa absorbe las tareas y los talentos del historiador y el analista político para añadirlos a los suyos habituales. Entre otras cosas, ha pensado la cultura española del fin de siglo XX y del cambio al XXI en un contexto político social muy consciente, con sus macabros paralelos con el pasado.

En Cómo acabar con la Contracultura. Una historia subterránea de España, analiza Costa la cultura desplazada, podríamos decir, de la España de los años sesenta en adelante. Empieza con el nacimiento del rock sevillano en los sesenta y el cómic irreverente underground, pasando por el cine entendido “como una piedrecita en el zapato” y las primeras discotecas de Barcelona e Ibiza. ¿Qué tiene cada una de estas manifestaciones de elemento contracultural? Lo que tienen de “impugnación de los discursos dominantes precedentes”. Siempre se es contracultural, como el propio nombre indica, en oposición a algo, y, en el caso de la España en la que se abre paso la Contracultura, se es en oposición al “prejuicio cultural”, como subraya el autor con total pertinencia, pues los mismos prejuicios actúan hoy en otros aspectos de la vida cultural de este país. A través de la Contracultura nos habla a la vez de la cultura, la oficial y propagada por el Estado, y de ese Estado postfranquista –menos post que franquista– al que se opone en sus inicios. Así, establece preocupantes concomitancias con la situación de nuestro Estado actual: la Contracultura se puede entender como una ofensa al gusto extendido, oficial, de las instituciones, a ese gusto que pasaría de ser patrimonio de “la sotana y el atavío militar a la pana (social)demócrata”.

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The Armageddon Rag, de George R. R. Martin

The Armageddon RagHace unos meses Jot Down dedicó una de sus entrevistas río a Alejo Cuervo, un idílico ejercicio de adoración al supremo líder del vicio y la subcultura. De ella me quedé con la desagradable noticia de la no publicación de The Armageddon Rag. Una novela durante varios años en la lista de próximos lanzamientos de Gigamesh y, a la postre, el gran fracaso de ventas de George R. R. Martin. Curiosamente, cuando se publicó en EEUU en 1983, tanto le cerró las puertas de las grandes editoriales como le abrió las de la televisión; un mundo donde trabajaría a lo largo de la década siguiente y moldearía su escritura hasta la que hemos visto en Canción de Hielo y Fuego. Además, ahora que por fin la he podido leer, también puedo decir que es su novela más personal.

Situada a inicios de la década de los 80, The Armageddon Rag Martin relata el periplo por EEUU de Sandy Blair, escritor y antiguo editor de la revista The Hedgehog; el reverso contracultural de The Rolling Stone hasta que Blair fue cesado de sus funciones y derivó hacia estándares más comerciales. Bloqueado en el folio 37 de su cuarta novela y enfrentado a una fecha de entrega imposible de cumplir, Blair ha aceptado escribir un artículo para su antigua revista sobre la muerte de Jamie Lynch, el promotor detrás de The Nazgûl, un grupo ficticio primo hermano de Led Zeppelin, Black Sabbath o Deep Purple que tuvo su funesto final a comienzos de la década de los 70 cuando su cantante, Patrick Henry Hobbins, fue asesinado por un francotirador en un macrofestival celebrado a las afueras de Albuquerque. Blair llega a Maine y descubre que Lynch fue eviscerado sobre un póster de The Nazgûl el día del aniversario de la muerte Hobbins. Esta conexión con la banda lo lleva a un viaje de costa a costa para hablar con el resto de miembros, averiguar los motivos del asesinato y, de paso, encontrarse a sí mismo.

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