Subculturas. El colonizador y los paganos

Slugs

Els ulls passats per aigua / i tornats a posar.
(Los ojos pasados por agua / y vueltos a poner).
Gabriel Ventura

 

Cuando se menciona la subcultura, nada: todo el mundo como si oyera llover. Pocas reacciones despierta lo que ya se preconcibe como algo torpe, como algo irrelevante, y las pocas veces que periodistas y críticos toman la palabra por una obra subcultural es para analizarla en tanto que cosa menor, para interpretarla en un contexto de creatividad renqueante que no puede producir más que obras fallidas, y así pasar, impacientes, a otros asuntos de mayor interés periodístico. El carácter residual de la subcultura parece inevitable. Por eso, a veces, creo que hay que redefinir la palabra hasta que pierda esa acepción peyorativa que tiene; y otras, en cambio, creo que ya está bien que exista una corriente de obras y autores subterránea, ajena a los fastos de la cultura oficial, aislada en su madriguera, pariendo títulos despreciados por no respetar las normas de representación y pensamiento habituales. No deja de ser estimulante, ese desequilibrio.

Si la condición subcultural es vocacional e intencionada, bien: puede ser liberadora y puede que, en las anchuras de sus cauces, encontremos una irreverencia y una libertad que inspiren. Pero si la marginación está impuesta por prejuicios y el poder de los medios, mal: lo subcultural es entonces un terreno disuasorio, de asfixia de la creatividad. Es la consecuencia de un abuso de poder, y todo lo que salga de ahí, de esa intolerancia asumida, estará sentenciado. Ese terreno se convierte, así, en un entorno endogámico y encogido, de autoindulgencia y rencor (se pueden dar estas pasiones como reacción al desprecio institucional, no las menciono como rasgos distintivos ni privativos de la subcultura). No se trata de envidiar las plataformas de la cultura oficial, sino de erigir otras, paralelas, sin el activo rechazo de los medios y la intelligentsia de siempre. Se trata de coexistir entre líneas horizontales.

La subcultura no es el único espacio reservado para quienes no se pliegan ante determinadas exigencias de guion, pero sí está compuesto exclusivamente por quienes no se pliegan. De la subcultura nace lo friki, lo contracultural, lo underground (en etiqueta ya francamente desusada), y cada matiz que aportan esas subdivisiones retrotrae a esa actitud, tan propia de la subcultura, de rechazo a la norma.

Dentro del laberinto frikiCristina Martínez, en su exhaustivo análisis de la subcultura llamado Dentro del laberinto friki. Una mirada sociológica a la cultura friki en España, dice del fenómeno del frikismo, vinculado a la subcultura como el bote a la nave nodriza, que su “naturaleza reside en la pasión por muestras minoritarias de la cultura”. Cierto, claro, pero no sólo eso: también tiene el matiz de la perenne necesidad de reivindicarse ante una crítica que le es hostil. No es fácil identificar qué cabe y qué no cabe dentro de la subcultura. Martínez, por ejemplo, asegura, un poco más adelante en ese mismo ensayo, que “las películas de Disney y Pixar forman parte integrante de la subcultura”, cosa con la que no estoy de acuerdo porque contradice, frontalmente, una de las señas de identidad más genuinas de la subcultura, que es su carácter minoritario, identificado por ella misma como uno de sus rasgos diferenciales. Algo con tanto público, tanto elogio crítico y extendido entre el gusto mayoritario no puede, por definición, ser subcultural. Así que vemos que no es fácil acotar su radio de acción, o que no todos estaremos de acuerdo a la hora del reparto de la etiqueta –que también lo es– de lo perteneciente a la subcultura. De entrada, lo engloba todo, la subcultura, todo lo que no se tiene en consideración, lo que está desplazado y no tenido en cuenta por los medios y las élites sentenciadoras: la serie B, la Z, el cómic, la literatura de género, los juegos de rol, los videojuegos, todo.

Lo friki, para Cristina Martínez, “se presenta como parte de un nicho subcultural”, y “no pretende ser la norma ni desde lo popular, ni desde lo intelectual”, así que ahí tenemos, desde su más dedicada estudiosa, la verificación intelectual del carácter voluntariamente retraído y minoritario –lo que no equivale a decir que inocente ni ingenuo– de lo subcultural. También define Martínez un rasgo de la subcultura, en la segunda frase citada, que me parece brillante: su carácter no dogmático ni impositivo. No sería fácil definir la subcultura, por todo lo ancho de su ámbito de actuación, pero una tentativa aproximada, para entenderla, puede ser mencionarla en plural –subculturas– por todas las parcelas que contiene, de las que se nutre. Son aquellas que no aparecen en los suplementos culturales más leídos, ni merecen la atención ni el interés, ni siquiera la curiosidad, de los críticos más sonados, y cuya presencia en el circuito cultural, cuando se da, es efímera e inconsecuente.

Pero no podemos conformarnos con una definición así porque eso admitiría muchas obras ensayísticas de tema tan diminuto y específico que, por académicas y reputadas que fueran, encajarían en el conjunto de la subcultura. O la poesía, claro. La poesía tiene poco público y poca presencia (aunque más que la ciencia ficción), pero cuenta con nombres y siglos de tradición prestigiante, y nada deslumbra más que eso. Así que no. A ese carácter minoritario hay que añadirle, pues, el de un alejamiento consciente e intencionado de las corrientes dominantes de la cultura propagada. A una confrontación agónica, cruenta, con lo legitimado. En God & Gun. Apuntes de polemología, escribe Rafael Sánchez Ferlosio que “toda identidad es antagónica, y la de la nación en grado más mortífero”. Podemos adaptar sus palabras y decir, con igual pertinencia, que toda cultura es antagónica, pero no sólo por la posible confrontación con culturas vecinas, sino, “en grado más mortífero”, con las desafiantes hiedras que le crecen intramuros pero fuera de su control y dominio. Si esa cultura dominante, que se legitima en el agón porque vence, porque perdura, está, además, apuntalada por los medios y los más conspicuos nombres propios, la infravaloración de las obras-hiedra que se quieren apartar del camino trillado se enroca en el imaginario colectivo. Así, a Roger Corman siempre se le verá como Roger Corman. (Cuando se le vea).

FuturamaLa subcultura tiene su propio reino, y sus propios gustos, y ya está bien que, como los mutantes de la Nueva Nueva York de Futurama, sus obras crezcan libres en su espacio reducido. Está bien que tenga su espacio, sí: lo que no está bien es que ese espacio no se respete y se condene al mutismo sin la más mínima voluntad de conocimiento, de crítica limpia. ¿Es esta irrelevancia letal? ¿O es un estímulo? ¿Es, precisamente, en esos márgenes donde la subcultura pueda darse con naturalidad, con mayor soltura?

En la consideración que se hace de la subcultura vemos esa imposición de una voluntad sobre la otra de la que hablaba Sánchez Ferlosio en “El alma y la vergüenza”. Pone como ejemplo de esa violencia constrictiva a la educación, a la maleable docilidad del educando frente a las imposiciones del educador. Hay, en el engranaje cultural que legitima unas voces y condena, ya de antemano, a otras, una parecida confrontación: la de la cultura blindada que impone su voluntad sobre la de la subcultura, y esta, con menos medios de difusión, con nombres propios menos llamativos, es el dócil educando que nada puede hacer. Ese gesto de condenación crea un desequilibrio que se perpetúa en, y gracias a, los medios. No digamos ya en la valoración crítica que puedan hacer de esas obras, que nunca o casi nunca, como veremos más adelante, es crítica de verdad, sino selección natural. Y no es lo mismo escoger ese espacio limitado, a que te lo impongan. Entonces, lo importante no es si ese espacio es fértil o no, sino si se quiere o si se conforma con él. Que no es lo mismo.

Lo primero que hay que ver es cómo entendemos el prefijo.

Johnny Suede quiere ser músico pero no le dejan

Si entendemos el prefijo ‘sub’ en el sentido cuantitativo, bien; si lo entendemos en el sentido (clasista) cualitativo, mal. Por aquí, en estas páginas, estoy entendiendo ese prefijo ‘sub’ en el sentido cuantitativo, de menos visto que, menos valorado que, etcétera, y por eso me siento cómodo usándolo. De todos modos, también hay que tener en cuenta cómo ese desplazamiento influye, como un lastre, en la parte cualitativa. Así, la subcultura es, como siempre ha sido, menos visible que, menos valorada que, menos estudiada que, pero no menos válida que, que es la lectura que se infiere de ese prefijo si lo leemos como orientación cualitativa del término. Pero, como digo, si se infravalora e ignora, si lo que nos llega en los suplementos o en las publicaciones mayoritarias, generalistas, es la nada, la parte cualitativa ya puede decir misa que nadie la oirá. Una repercute en la otra. La actitud de todo ese mundo autoindulgente, introspectivo y rancio de críticas laudatorias mutuas, vinculantes, de la cultura correcta, tiene sus consecuencias.

DiamondFlashSe puede usar la palabra subcultura, sin acepción peyorativa alguna, en este sentido de obras invisibilizadas, pero aceptadas por, o en, un reducido grupo de entusiastas (como las primeras películas de Carlos Vermut o Juan Cavestany). Pero eso le restaría el carácter irreverente que creo que con toda justeza se le atribuye a lo subcultural. Que es parte intrínseca de lo subcultural: lo irreverente, lo provocador y lo desafiante. Lo subcultural tiene ese aire socarrón, consciente de sí mismo, que no duda en coquetear con lo que opiniones atildadas considerarían de mal gusto, y eso también hay que tenerlo en cuenta a la hora de redefinir, o tratar de ampliar el significado profundo, de la palabra subcultura. Lo que se entiende por intelectual no se siente muy cómodo entre las sillas de plástico, digámoslo así, de la subcultura. Así que si somos cautos diferenciaremos entre esas películas minoritarias pero valoradas por un pequeño grupo de críticos y seguidores, que tendrán un respeto intelectual propio de las élites, y las obras, desafiantes y hasta desconcertantes, en este sentido, como Sharknado, a la que volveré más adelante en varias ocasiones, que no tienen ese respeto intelectual y que por tanto chapotean con más ahínco en los lodazales de la subcultura. Por así decir, claro.

¿Pero por qué hay esa rivalidad? ¿Esa relación de desafío vertical entre culturas? ¿Y por qué lo llamo culturas, como si fueran emanaciones paralelas y opuestas, y no anverso y reverso de una misma cultura? ¿Por qué esa dominación de la una sobre la otra? ¿Por qué no una coexistencia simbiótica de nutritivas influencias recíprocas? ¿Por qué?

Por miedo a perder el poder. Por la fanática obsesión por mantener el control de la palabra.

Exacto. Quizá la respuesta esté en el hecho de pertenecer –o no– a un ente legitimador, en sintonía con el poder de los medios dominantes. Hay libros que, por malos que sean, serán reseñados con vibrantes palabras de elogio. Hay autores que, por flojos que sean, venderán con la ayuda del empujón publicitario de los medios. Y hay autores, en cambio, que nunca verán su obra acogida con la calidez que se merece por no acomodarse a los huecos del engranaje de la cultura oficial. Se trata de tener poder o no tenerlo. Porque da lo mismo si tienes talento: si tienes poder (o un poder), te abrirás un hueco en el teatro de la cultura; y si no tienes ningún poder, nadie te conoce y lo que escribes o pintas o cantas representa un desafío a lo aceptado por ese poder del aparato cultural, no te abrirás hueco en teatro alguno. Y para ser más específicos, aclaro: con “aparato cultural” me refiero a los cerrados mimbres de los medios principales, de los suplementos, y al rastro de publicaciones y revistas culturales, editoriales y plataformas de difusión que, de tan denso e intrincado, es inaccesible. Repito: da igual tu talento y da igual que escribas contra o sobre o en o lo que sea: sin poder y sin las serpenteantes ventajas del nepotismo, no te verán. Pensarías que los medios creen en la palabra crítica, es decir, en la palabra justa. Pero no.

Si, como dice Eloy Fernández Porta en las primeras páginas de Afterpop. La literatura de la implosión mediática, “la selección de la información tergiversa, en alguna medida, los libros y condiciona al lector”, el papel de los periodistas y de los medios que les pagan (cuando les pagan, y no escriben gratis[1]), es uno de los responsables, sino el principal, del desplazamiento de la subcultura en el imaginario cultural de la gente. Escoger de qué se habla y de qué no, es, siempre, una declaración de intenciones. Más adelante habla Fernández Porta de “episodios de una carrera literaria a la que el valor se le supone –o se le niega aun antes de empezar la lectura”. ¡Qué matadores son esos prejuicios! Y, por otra parte, qué actitud tan lerda demuestran. Nada se tendría que dar por sentado en la crítica cultural, y los sobreentendidos y los prejuicios tendrían que estar desterrados por una deontología que por otra parte no rige en sus vericuetos ocultos. Parece pedir mucho pero sólo se pide leer con la mirada franca.

Saquemos nuestras cabecitas acomodaticias por el balcón y gritemos, como en la clarividente película Network, un mundo implacable (Network, Sidney Lumet, 1976): “¡I am mad as hell and I’m not going to take this anymore!”. Tampoco hay que intelectualizar las cosas en exceso. En realidad estamos hablando de algo muy sencillo. Porque estamos hartos de esta subordinación y porque lo que se está rechazando en estas páginas es una práctica intencionada y una actitud autoritaria.

El regreso de los muertos vivientes

Comer cerebros humanos nos alivia del dolor de estar muertos – Retorno de los muertos vivientes (Dan O’Bannon, 1985)

La subcultura surge, entre otras cosas, y aquí vuelvo a Martínez, “junto con una brecha con respecto a la cultura mayoritaria”, es decir, como oposición a algo mayor (la idea del antagonismo ya mencionada). Y ese movimiento a contrapelo se da, o se puede dar, yo diría, por dos motivos: por voluntad propia, es decir, por una innata voluntad de ir a la contra y cuestionar los discursos dominantes (así define Jordi Costa la contracultura, como la “impugnación de los discursos dominantes precedentes”), o, por otra parte, como reacción a un desprecio primero, institucionalizado, que la relega a un espacio de tercera en el que sólo aparece lo que es claramente defectuoso y al que sólo van, se deduce, los que tienen (o tenemos) gustos culturales subdesarrollados. Cuando ves que tu obra recibe ese trato, que se ve como residuo sin que tú la proyectes como tal, te ves en un mundo subcultural como residuo. Como consecuencia.

Jordi Costa, al inicio de su ¡Vida mostrenca! Contracultura en el infierno posmoderno, dice que “las formas extremas de la diferencia se convierten en la única estrategia posible para obtener significado”. Frente a un mundo adormilado, monocromo y anémico, las formas subculturales tienen que buscarse esos espacios intersticiales para significar. Exacto: se trata no sólo de tener un radio de acción menor, ni de enfrentarse a un discurso hegemónico de significado único, ni de apelar a gustos minoritarios porque sí; se trata de enfrentarse a una atmósfera de consciente desprecio intelectual que incapacita a las obras, ya desde sus inicios, a crecer y desplegar todos sus encantos en total libertad. La subcultura es una cultura condicionada por el entorno en el que nace. Condición, como decía al principio, que puede ser estimulante como reto, pero que puede ser, también y con la misma intensidad, una losa, una deprimente negativa constante que te haga descreer de tus capacidades, de tus talentos reales como narrador o ensayista de lo minoritario. Además: si quien escribe o pinta o compone necesita de esa reclusión o marginación para crear, ya la encontrará. Para eso no necesita el rechazo de un aparato cultural de conexiones entrelazadas como una red de arrastre. Aparato cultural que tendría que ser plataforma y no red, por otro lado.

Una institución que rechaza ciertas actitudes discordes se puede definir, no por casualidad, con unas palabras de Vigilancia permanente, las memorias de Edward Snowden, como “el resultado de un esfuerzo sistemático por parte de unos pocos privilegiados”. Da igual que hablemos del abuso de poder representado por una institución que espía a sus ciudadanos, del derecho a proteger y garantizar tu intimidad o de la subcultura: en cada caso hay unos pocos privilegiados que se benefician, y unas mayorías sufrientes, inermes y desamparadas, que sufren las consecuencias. El gesto y la actitud de control y dominio son los mismos aunque los ámbitos sean diferentes. La autoridad sólo tiene una única idiosincrasia y se manifiesta siempre igual en todas partes.

Hay que ir a por las obras de la subcultura y reubicarlas en un marco interpretativo más pausado, más afín y abierto a sus propuestas, más aquiescente, por así decir, y alejarlos de ese lugar marginado que los prejuicios críticos le han dedicado desde siempre. Para eso es importante no caer en esa fácil trampa que Sánchez Ferlosio llama, en uno de los parágrafos de “El alma y la vergüenza”: “forzar la realidad para ajustarla a [tus] deseos”. Así que si me centro en un ámbito como el de la ciencia ficción, uno de los pilares, junto con la fantasía, de la subcultura friki según Cristina Martínez, será con la intención de no ver sólo lo que quiero ver. Hay de todo, ¿no? Sí, claro. Pero ¿por qué ese rechazo visceral, superior aun al que provoca la novela negra? ¿Por qué?

Amazing Stories

Las estrellas, mi destino – (Alfred Bester)

En medio de las prestigiosas aperturas artísticas de las vanguardias, ver las portadas descodadas y extraterrestres de Amazing Stories, por decir una revista, sería, tal vez, demasiado pedir para mentes inmóviles, para sensibilidades de tapa dura. Y ¿el imaginario sumado a una prosa muchas veces infumable? Suspenso directo. Pero si, volviendo atrás en el tiempo, les hubiéramos dicho a esas mentes estancas que la ciencia ficción es la literatura de la nostalgia, por cuanto se duele de los futuros que no va a conocer, de un presente que no puede cambiar y del que no puede huir, si les pudiéramos decir esto, yo creo que otro gallo cantaría. Su concepción del género como cosa frívola y ridícula se vería cuestionada, y quizá aceptarían el imaginario al ver que era la punta visible de –aventuras y visiones lejanas aparte–, preocupaciones muy graves y serias. Se prestigiaría una parcela importante de la subcultura. O, como mínimo, dejaría de verse con condescendencia. La cuestión es llegar a ese punto sin tener que prestigiarlo ni justificarlo.

A día de hoy existen los congresos, incluso en el microcosmos universitario, sobre ciencia ficción u otros paraderos de la subcultura, pero, aparte del bien que le hacen, que es un bien tangencial y epidérmico, lo que realmente hacen esos congresos es eternizar el carácter de rareza minoritaria a la que hay que dedicarle unas jornadas de estudio específico como si se tratara de extrañas formas de vida abisales. En lugar de naturalizar el género, acentúan su marginalidad, infravalorando la capacidad que tienen estas obras para abrir caminos en el conocimiento humano, plantear preguntas y tejer imágenes fascinantes. Ya lo dije en otro texto: en las librerías generalistas casi no hay presencia de la ciencia ficción en las estanterías. Eso es un problema.

Todo es, en el fondo, una cuestión de actitud. Pero acercarse a estos géneros sin la necesidad de conferencias ultra específicas ni de lo que implica la palabra fandom, es decir, con naturalidad y apertura de mentes, es lo que realmente los dignificaría. Que luego gusten o no es secundario. Veamos qué pasa con esos acercamientos.

Usted sí y usted no: ¡porque lo digo yo!

En una videocrítica sobre Django desencadenado, de Quentin Tarantino, decía Carlos Boyero: “Tarantino tiene un problema, y es que su inspiración (…) sean esos westerns de serie Z, concretamente este Django, es… objetivamente una película horrorosa”. (Perdón por la mareante transcripción). Luego pasa a elogiar a Tarantino, pero lo que importa aquí no es la opinión de Boyero sino esa tan extendida muletilla de lo ‘objetivamente malo’ que se usa cuando alguien quiere blindarse ante unas posibles críticas retadoras que cuestionen el statu quo de su opinión, y, cobarde y dogmático, alude al carácter objetivo, y por tanto ineluctable, de sus sentencias, para darse a sí mismo la razón. Buscando el amparo de lo incuestionable y aceptado por todos. Esa retórica preventiva abunda cuando se acerca, como una sombra acechante, la subcultura.

Porque lo objetivamente malo, ¿qué? ¿Qué es lo objetivamente malo? ¿Quién decide lo que es objetivamente bueno o malo? ¿Qué actitud demuestra quien se expresa así? ¿Por qué se usa tanto esa expresión cuando se habla de las obras de la subcultura? Y, sobre todo, ¿qué consecuencias tiene su uso para el debate cultural?, ¿cómo afecta esa cosmovisión a la palabra crítica? Y, fuera de la crítica cultural, ¿cómo afecta a las obras en sí, a su percepción? La actitud que demuestra quien así opina es clasista y engreída. Pero es mucho peor que eso: el opinante ataca lo que desprecia, y, al hacerlo, perpetúa una interpretación ajena, asentada, y lo hace para congraciarse con una corriente masiva y sentirse parte de una opinión legitimada, confortado por la masa. Sin dar ningún argumento, intolerante e intransigente. ¡Yo opino como todos, luego tengo razón! (Lo que en realidad esconde esa actitud es una conmovedora, uno diría que hasta entrañable, poquedad intelectual, por decirlo mal y pronto). Es una protección (ante una amenaza que no existe). Pensémoslo bien: qué absurdo es creer que nuestra opinión (en serie) es suficiente, la nuestra y la de nuestros adláteres (alumbrando así la starbucksización de las opiniones), para arrogarnos el derecho y la autoridad de sentenciar que algo es bueno o malo objetivamente, y por tanto, se infiere, para todos. Y sin la necesidad de explicar nada. Dicho de otra manera: la sentencia nos avisa de que, si alguien no conviene con nuestro juicio, mal: podremos deducir que no son capaces de reconocer la genialidad ni el buen gusto de las obras mayores, ni eso tan objetivo a lo que sí tienen acceso los que pontifican categóricamente sus juicios. ¿Tiene esto el más mínimo sentido?  Aparte de absurdo, es insultante. Que esos juicios se queden en el terreno de lo que solemos llamar fuero interno, vale. Ahí sí tiene un mínimo sentido hablar de que algo nos parece objetivamente lo que sea: dentro de nuestra propia razón y según los parámetros de nuestra propia personalidad (es decir, subjetivamente).

SharknadoPorque Sharknado ¿qué? ¿Es Sharknado objetivamente mala? (Volveré más tarde sobre esta película, aún no ha llegado el momento). Quienes emplean la palabra (que es una actitud), como Boyero (al que no querría cuestionar más de la cuenta), tienden a no argumentar mucho: les basta recubrir su juicio con la prestigiante pátina de ‘lo objetivo’ para no tener que argumentar ni explicar el porqué de sus opiniones, que es lo verdaderamente difícil y estimulante para un crítico cultural. Nos puede parecer mala, claro que sí. Pero escojamos bien nuestros argumentos. Porque ante el caso de ese posible juicio a Sharknado, ¿no será que no has sabido ver sus valores? ¿La importancia de su gesto desafiante? ¿Su desembridada libertad? ¿La clave semántica de su mejor escena? Aludir a lo objetivamente malo o bueno te libra de trabajar; decir que algo es objetivamente bueno o malo debilita la palabra crítica, es un empobrecimiento de nuestra capacidad de análisis y, en última instancia, de nuestra voluntad comunicativa. Como no quiero razonar ni argumentar, apelo a lo objetivo (que es convención y fantasía desiderativa). Y no es la palabra, huelga decirlo, es la actitud aureolada del que cree que puede decidir, sin la necesidad de la palabra razonada, que algo es bueno, malo o mejor o peor. Ante estas tendencias, sintomáticas de una actitud impositiva y reacia a la palabra, que se pueden ver fácilmente representadas por esta manera de rubricar una opinión cualquiera, ha tenido que hacerse hueco la subcultura. Volvemos a la cultura como espacio agónico. Quizá ha nacido sobre todo como oposición a esta concepción jerarquizadora de la cultura, escalonada y limitante. Como alternativa a este tipo de miradas autosuficientes. La petulancia que esconde esa concepción vertical de la cultura es tan sólo comparable a su necedad. Porque ¿cuándo nacerá el fenómeno que diga, entornando los ojos y con el mentón sobre el puño, que algo es objetivamente regulín?

No digo que no se puedan emitir juicios sentenciosos. Digo que se hagan con argumentos, apuntalando lo pensado. ¿Una cosa es objetivamente peor o mejor que la otra? No sé: nunca me han interesado en lo más mínimo ese tipo de cuestiones. Dentro de cada uno existen esas clasificaciones, claro; fuera del claustro de tu cerebro, no. Lo malo es confundir eso. Además, ¿cuántas veces habremos oído que una cosa A es objetivamente mejor que B, y, tiempo después y como por arte de magia –¡alehop!– resulta que, para otra voz, esa primera cosa A era al revés –¡pero qué me dices!– y, por tanto, objetivamente peor que B

Digamos, si así lo creemos (que no es mi caso en absoluto), que Sharknado es objetivamente mala. Pero, si se dice así, con esa clasista altisonancia, que se argumente con la misma seriedad que si se tratara de la Divina Comedia. Con la misma atención al matiz y al detalle. Y que, si lo hacemos, seamos conscientes de que estaremos argumentando una razón o una visión no tanto ‘objetivamente’, sino con toda la hermosura de la subjetividad a cuestas. ¡Como si fuera poco! Y si queremos decir que el vasto poema dantesco es objetivamente malo, ¡adelante! Pero estemos preparados para argumentarlo bien. (No se suele apuntar hacia clásicos inamovibles e incuestionados cuando se va cargado de esa razón que se autoadjudica la supuesta capacidad oracular de quien conoce lo objetivo). Opinemos lo que opinemos, argumentémoslo bien. Es muy sencillo.

Volviendo un momento a lo de antes, cuando tenemos a dos personas que tienen el mismo bagaje cultural, de trasfondos históricos y sociales idénticos, e intereses culturales parecidos, pero difieren, en punto al valor de una obra, por completo: entonces ¿qué? Uno argumenta que la novela o la película X es intrínsecamente mejor que Y; el otro argumenta lo contrario. Ambos proceden a demostrarlo afilando el argumentario al máximo. ¿Entonces qué? ¿A qué conclusión llegamos? ¿Cuál de esos dos espadachines tiene razón?

Cuando se sentencia algo como “objetivamente malo” están pasando varias cosas a la vez. Se está negando la mera posibilidad de que la obra tenga algún valor, o de que otra persona le pueda ver ese valor, a la vez que te eriges en portavoz de una verdad, de unas cualidades interpretativas que te permiten legitimar las obras que sí valen frente a las que no. Eres el colonizador que impone su religión a los paganos con toda la buena intención del colonizador que impone su religión a los paganos.

Se inmoviliza todo lo que queda en el extrarradio de tus valoraciones. Todo lo demás queda sin significado. Se aleja y condena. En este sentido se podría pensar en Harold Bloom y su enérgica defensa del canon occidental, de las obras mejores de ese cuerpo literario. Y sí, pero, aunque no lo parezca, supo escoger, y escoger con argumentos, tanto las obras que todos tienen (o tenemos) en mente, y además acercarse a literaturas de género como la fantasía o la ciencia ficción y aceptarlas como piezas literarias a tener en cuenta. No todo el mundo ha sido tan acogedor en sus valoraciones. (También es verdad que podría haber titulado su libro Mi canon occidental, en lugar de El canon occidental, y todos tan contentos).

Una noche senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié. – Rimbaud

La desfachatez intelectual

Ignacio Sánchez-Cuenca, en su incisivo ensayo sobre La desfachatez intelectual, escribe, sobre la negativa de algunos intelectuales a fijarse en la política internacional, que “el resultado suele ser un análisis muy provinciano de lo que sucede en nuestro país. Esta especie de aislacionismo o autarquía intelectual constituye uno de los rasgos más definitorios de nuestro debate público. (…) Podría afirmarse que el “casticismo” sigue muy presente entre los escritores e intelectuales con mayor presencia mediática e influencia social”. Esa misma actitud de cerrazón mental ante lo nuevo, o ante lo que no está tan arraigado en el imaginario cultural del país, o ante lo que no es de mi ámbito, es la que se erige en primer rechazo de lo subcultural. Como digo, en el fondo estoy hablando de una actitud de negación y prejuicio. De impermeabilidad a lo otro. De unas dinámicas de la dominación que se dan en todos los ámbitos de la vida.

Y Noam Chomsky habla en La (des)educación de los que controlan el aparato educativo de una sociedad, ya sea desde las tribunas del Estado o desde los “sistemas privados de propaganda”, y dice: “los comisarios (…) son intelectuales que trabajan fundamentalmente para reproducir, legitimar y mantener el orden social dominante, que les aporta beneficios”. Así, el mundo cultural y sus dinámicas de la dominación; sus predatorias dinámicas sentenciosas. Repito: la autoridad tiene siempre la misma idiosincrasia, se dé donde dé. De ahí que todo se parezca.

Luego están los raros casos en los que una obra de corazón vocacionalmente subcultural, de intenciones e inclinaciones apasionadamente subculturales, aprovecha un despiste del tribunal y salta al plató de lo cultural, y con éxito de crítica y público consigue acomodarse entre las valoraciones solemnes de la crítica seria. Pienso en la novela La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski, que era terror y nada más que terror, y sin embargo escapó de ese corsé y fue leída con el ceño fruncido por gente encopetada. Son cosas que a veces pasan.

En sentido contrario también ha habido casos de libros o películas que, como Pieles, de Eduardo Casanova, podrían, por la fama y natural simpatía de su director y guionista, haberse incorporado al saco de películas que sí llegan, y sin embargo se quedó en lo subcultural, totalmente adorada por unos pocos. Quizá le faltó esa distinguida solemnidad carca que es la prerrogativa de la cultura correcta.

(Son límites difíciles de discernir, esos, en cualquier caso, porque nadie va a admitir que está ninguneando una determinada inclinación de la creatividad).

Y no sé si estoy llegando a ninguna conclusión en estas páginas.

Aceldama

Estoy cansada de ser valiente – Anne Sexton

Talento aparte, la consecuencia de ese teatro cultural tan compartimentado es la proliferación de obras, como por ejemplo las novelas de Francisco Jota Pérez o, en los años 80, las películas de la Troma o la Cannon, que no quieren, precisamente, pertenecer a ningún círculo de obras aceptadas, sino desgajarse de ese corpus para dar rienda suelta, desacomplejada, a su verdadera vocación de ser, por usar unas palabras de Jorge Guillén. Crecen libres, así, se ramifican e influyen, pero crecen solitarias y sin mucho interlocutor crítico. Si están condenadas a esa marginación, estas obras están condenadas a ser las reinas de la pecera. Y nuestra tarea crítica es romper la pecera y evitar que con nuestros prejuicios se construyan otras peceras en el futuro para que así lo subcultural nade libre entre las otras obras de la cultura (oceánica). (Perdón por la cutre-metáfora). Juan José Plans, en un (diría que) olvidado ensayo, brillante y exhaustivo, llamado La literatura de ciencia ficción, pedía que “la crítica no especializada se ocupe ya de la ciencia ficción con el mismo rigor y conocimiento que con respecto a los demás géneros”. Exacto, sólo así podrá seguir siendo la subcultura un espacio aislado, intencionalmente aislado, pero no un limbo al que te condena una mayoría. Sólo así será un corpus artístico apartado pero bien tramado.

Obras de arte imperecederas que ocultan otras obras de arte igualmente imperecederas. Eso es la dinámica cultural.

Luego tienes al crítico como Carlos Boyero que desprecia, como ya hemos visto, con palabras ariscas lo que no le gusta sin esforzarse por encontrar argumentos de peso, que escribe en El País y cuyas opiniones, por tanto, llegan a un público enorme y su influencia puede ser más decisiva para la consideración futura de una película. Da igual el nombre propio del crítico porque si no es uno, es otro. Lo grave es el poder que le entrona y le permite perorar sin argumentar, sentenciar sin razonar. Y lo malo es que no siempre provoca el deseado efecto inverso (que las películas atacadas renazcan en un circuito de filias subculturales alejadas del Grupo Prisa). De todos modos, que la obra X encienda las iras de la crítica más vehemente no es síntoma de que estemos ante una obra subcultural, ni el hacerlo en una tribuna tan leída como El País, sólo faltaría. Lo que de verdad es subcultura ni siquiera aparece en esos rotativos. (La versión edulcorada pero igualmente agresiva de esta manera de entender la crítica era Roger Ebert).

En la palabra cultura no sé qué cabe y qué no. Sí sé que hay cosas que, en el pasado o entre algunos sectores del presente, no se han considerado lo suficientemente sofisticados como para ser cultura, como la ciencia ficción o el spaghetti western, cuando en realidad sí lo son, aunque sea en aquella parcela semioculta de la cultura que está desprestigiada y es despreciada por una cultura dominante que tiene espacio para unos pocos, y los medios y el poder necesarios para eternizar esos lugares de privilegio destinados a esos pocos. Si la crítica seria que considera, como Cabrera Infante en Arcadia todas las noches, que Ciudadano Kane es la película del siglo, le dedicara, en cambio, tiempo y mirada desprejuiciada al cine de terror o a los cuentos de ciencia ficción, verían, amalgamadas de otras maneras, las mismas preguntas y conclusiones tentativas que ven en sus ámbitos de preferencia.

Sigo sin tener muy claro si lo sub de la subcultura es pernicioso o no.

Santa Claus Conquers Martians

Ven conmigo si quieres vivir – Terminator 2 (James Cameron, 1991)

Hay que bucear en esos lugares menos transitados de la cultura. Hacerlo es un ejercicio que ensancha el marco de tu cosmovisión, afina tu percepción crítica, relativiza la contundencia, pelín dictatorial, de tus convicciones. Y por eso creo que, sin ser condescendientes ni arrogantes, hay que escribir sobre lo subterráneo, apartar la hojarasca reputada y sobrante, y empezar la tarea, como sugería Juan José Plans, de buscar y leer con atención lo que ha sido arrojado a los últimos confines de la platea. Además, no todo lo que está bien está tan bien.

Si Cabrera Infante, en lugar de Ciudadano Kane, hubiera escogido, no sé, Por un puñado de dólares o Santa Claus contra los marcianos, hubiera pensado: qué alegría, aquí hay alguien con personalidad. Sé que ésta puede ser una acusación injusta y un poco tramposa, pero no necesitamos, creo, otro texto más loando las gracias ultra convincentes de la película de Orson Welles. O sí, si el texto logra aquilatar la película desde una perspectiva novedosa, refrescante, y nos sitúe, por decirlo con palabras de Luis Cernuda, “frente a lo antes nunca visto”. Entonces sí; un texto que hiciera eso con Ciudadano Kane sería un texto necesario. Pero lo que es imperativo es escribir sobre Cut-Throats Nine, de Joaquín Luis Romero Marchent. Y hacerlo desde plataformas visibles, no sólo desde las especializadas.

La subcultura puede seguir igual de apartada que ahora de los podios más conspicuos de la cultura, y no pasará nada. Podemos asumirlo como estímulo. Pero lo que necesita es un aparato crítico que le haga justicia, que esté a su altura (como apuntaba antes con las palabras de Plans), aunque también esté en los márgenes. Se puede crear una especie de universo paralelo de subcultura, ponderado y con un bagaje crítico capaz de hablarle de tú a tú a la cultura. Como en el planeta fan de la novela El show de Grossman, de Laura Fernández, que es un ente autónomo con sus propias realidades constituidas íntegramente por su fanatismo por la Tierra: pues lo mismo. Seamos ese planeta autónomo y que el despistado o la despistada del universo cultural que se pierda en el pluriverso y acabe entre alienígenas y efectos especiales rudimentarios, vea que detrás de la irreverencia hay consciencia y significado. Que siga siendo sub pero porque así lo prefieran sus protagonistas, no porque la estructura mediática inamovible les condene a ello.

El argumentario que nos construimos, crítica a crítica, reseña a reseña, es lo que nos avala como críticos. Hay que ser, por el bien del público interesado, a quien hay que tener en cuenta, consecuente con los sentimientos propios, los que uno tiene de manera natural, instintiva, sobre la literatura o el cine, o sobre cualquier cosa sobre la que se esté escribiendo, y aportar algún argumento, alguna idea. Hay que estructurar bien lo que se interpreta y piensa. Tampoco hay que irse al otro extremo; el de elogiar lo que no se sostiene por ninguna parte, por muy de bajo presupuesto que sea, o por muy poca atención crítica y pública que haya recibido. Me encantaría poder escribir palabras bonitas sobre Mil gritos tiene la noche, de Juan Piquer Simón, pero no puedo. El riesgo a elogiar lo que provenga de la subcultura por el mero hecho de venir de ahí, como la película de Piquer Simón, es un error.

Apocalipsis caníbalLa cosa es que no estemos ante un libro o una película chorras. O, que si lo son, lo sean deliberadamente, que veamos el gesto de exageración vodevilesca que hay detrás (si es que la hay, que no tiene por qué). Como espectadores o como críticos, también tenemos que saber ver lo que una película o un libro tienen de histriónico, de vocacionalmente cafres. Verlo y argumentarlo. Otra cosa es que, como Apocalípsis Caníbal, de Bruno Mattei, película cuya nefasta traducción ya nos predispone a lo que vamos a ver (va de zombies, no de caníbales), estemos ante una historia insalvablemente mal hecha, lerda y absurda hasta el enfado.

La supuesta idea de jerarquía objetiva en la cultura –y digo supuesta porque nunca, hasta donde yo sé, se ha demostrado–, aporta muy poco al análisis y al entendimiento de las obras concretas, de las corrientes o los géneros artísticos. Nos equivocaríamos menos si habláramos de jerarquías personales, subjetivas, que empiezan y acaban en uno mismo aunque tendamos a hacerlas extensivas al resto. No digo que el Quijote sea un libro más, otro de los que podemos comprar en el quiosco. Digo que no lo es dentro de las jerarquías personales de cada uno, y ahí ocupará el lugar que cada quien le asigne. Y que lo enriquecedor sería ver qué argumentario tiene cada uno para defender que el Quijote es lo que es. Que Philip K. Dick o Alice Sheldon son lo que son. No basta con decir que son los mejores. Hay que explicar por qué. Pero es más cómodo llegar a la conclusión, a la sentencia final. Hacer así significa no respetar a quien lee. Lo que necesitamos es argumentarios y conexiones inesperadas, no pesados bloques de sentencias profundas y concluyentes.

El crítico de cine John Tones lo demuestra bien al hablar de que no hay “un criterio único e infalible”, cosa totalmente cierta, y que “hay películas que se escapan de toda clasificación”. Habla, un poco antes, de que el primer Hitchcock no estaba tan bien valorado, “una impresión condicionada por los prejuicios de la época y las herramientas de análisis cinematográfico”. Es decir, por consideraciones que no tienen nada que ver con el director ni con sus obras. Eso lastra toda una tradición de exégetas clasistas que condenan lo que no viene ya previamente sellado con el marchamo de la validez cultural. Tradición de exégetas que sí creen que hay un criterio único e infalible, credo que facilita la actitud de rechazo a lo nuevo o no coincidente.

Seriedad, por favor

 Sharknado, de Anthony C. Ferrante, aprovecha bien los limitados recursos (económicos) que tiene, y a pocas posibilidades de lucirse, hace lo que hacía Spielberg en su primera película: mover la cámara para crear significado. Librarse de la condena del bajo presupuesto con ingenio e intención. Tenemos que aceptar que una película es lo que quiere ser (al menos, en general), y aprender a interpretar lo que nos propone, como dije en el texto sobre la serie B. El humor cutre, como decir, por poner un ejemplo de la película, cuando el agua se vuelve densa y roja por la sangre de los muertos, que “it’s that time of the month”, es de traca. Pero es que la película ya juega a eso, ya crea unas coordenadas en las que esa referencia a la regla como imagen de la sangre en el mar es válida, en la que adquiere un significado distinto al que le daríamos si lo oyéramos en persona, si alguien lo dijera, y valga aquí la contradicción, como broma dicha en serio. Se crea un marco en el que todo eso cobra significados nuevos, desafiantes y desestabilizadores, al que tenemos que ajustarnos. La polisemia es clave en la subcultura.

Que el famoso letrero de Hollywood salga volando por la fuerza del viento no es casualidad: Sharknado es descarada y libre y autoconsciente. Sharknado es representante de una subcultura lúcida y asilvestrada que sabe que lo es y quiere serlo e ignora los atronadores silencios de la cultura asumida. A Sharknado le da igual lo que pensemos porque va dos pasos por delante de nosotros.

La escena del protagonista entrando, de un salto, al interior del tiburón con la motosierra y salvando, de dentro, a la chica previamente deglutida, es una obra maestra. Es, de hecho, la clave semántica de la película. En esa exageración cifra toda su fuerza visual, su personalidad arrolladora, su cáustico humor de gamberro inteligente. Su esencia está contenida en esa escena, la suya y la de toda la serie B y la de los distintos florecimientos de la subcultura. Esta imagen es lo que queremos ser. O lo que queremos hacer como creadores: saltar en la boca de un gran tiburón blanco con una motosierra y salvar a la chica (o al chico o a lo que sea que haya dentro). La otra imagen, la del artista serio, tan serio que hasta ha generado un campo gravitatorio a su alrededor, es Werner Herzog (brillante y único, por otra parte), arrastrando un barco por la ladera de una montaña en Fitzcarraldo. (Él y su equipo, se entiende).

Como vengo diciendo: el abuso de poder, la dominación y el principio de autoridad, presentes en todos los ámbitos de la vida, hacen que estas dos imágenes –la motosierra en el tiburón y el barco en la montaña– no sean correlativas y simbióticas, sino representación de la nada frente a una legitimidad ancestral. Eclesiástica.

Sharknado

That’s all folks!

Escribir literatura de género no te agudiza el ingenio, ni te fuerza a encontrar soluciones artísticas a problemas derivados de falta de presupuesto, como podría ser el caso, como acabamos de ver, en cine. La idea de subcultura no funciona igual en literatura. Aunque sería posible considerar los adelantos que pueda recibir un autor como “presupuesto”, no es lo mismo que en cine, donde el apartado visual y la credibilidad de las interpretaciones pueden depender, en gran medida, del presupuesto del que se dispone. En este sentido, no existe la literatura de bajo presupuesto. Lo que sí existe, en cambio, es la literatura menospreciada. Un menosprecio a la idea y al imaginario, al ser mismo de la subcultura.

“Todo juicio literario consiste en inventar una serie de reglas para justificar una preferencia instintiva”, dice George Orwell en El poder y la palabra. No sé si estoy de acuerdo. Es posible que yo mismo haya intentado hacer algo parecido en estas páginas, pero creo que tenemos que redefinir el concepto de subcultura tomando ejemplos directos de lo que se conoce como tal, y ver que, en literatura, la mayor parte de las veces responde simplemente a la mala recepción crítica que suelen tener determinados géneros, y, en cine, aprender a ver las intenciones secretas de una película como, en el caso que he escogido, Sharknado. Con el tonificante alivio de saber que no hay criterios únicos e infalibles.

No hablo del famoso y denostado todo vale; hablo de desplazar el marco de debate tradicional a un ámbito personal y bien argumentado, que es el único espacio desde el que tiene sentido hablar: desde el fondo razonado de uno mismo. Hablo de ajustar el marco crítico a las necesidades y particularidades de cada obra, y no de forzar nuestro único marco monocultural a toda idea que se nos presente a los ojos. Ahí, con argumentos, podremos decir que esto vale más que aquello, o que lo demás ahí no es tan horrible como todo el mundo dice.

Vuelvo un segundo a Eloy Fernández Porta. Dice: “La distinción entre cultura pop y alta cultura está fundada, en efecto, en presupuestos asociados a los nombres (…) y sólo secundariamente en un examen cuidadoso de las obras que esos nombres proponen a nuestra consideración”. Puede ser que se asocie un nombre a X terreno, y ya se le desvincule de cualquier consideración seria, y sus obras, por tanto, queden relegadas a la nada: ¿para qué leerle? Pero también es posible que la frase sea cierta si se invierte el orden de los factores: la distinción entre cultura pop y alta cultura está fundada en la valoración (prejuiciosa) de unas obras, o de unas corrientes generales, y esto tiene, como efecto rebote, una contaminación, casi diría que para siempre, de los nombres propios que se les asocian. El silogismo suele ser el siguiente: la ciencia ficción es mierda; Isaac Asimov escribe ciencia ficción; luego Asimov es mierda (duele escribirlo hasta como simple ejemplo). En definitiva: llegamos a un nombre a través de unas obras o de unos géneros, y ese nombre significa por lo que emanan sus obras, o, mayormente, por la corriente en la que se inscriben, y queda anulado si tienen los efluvios de lo subcultural. ¿Para qué leerle?

Por otra parte, señalar y destacar esa distinción de clase, la refuerza. No digo que tengamos que obviarla como si no existiera, pero enfatizarla y subrayarla no hace sino que perpetuarla. Hay que ver y decir. Y si decimos subcultura o cultura pop, reforzar el sentido cuantitativo del prefijo. Fernández Porta dice: “la resistencia a la cultura pop no es más que una manifestación secundaria de una actitud reaccionaria”. Así, decir la verdad es revolucionario. Apuntalarla con argumentos razonados es revolucionario. En un sistema cultural, y, por extensión, en un mundo entero que privilegia la mentira, que la blinda ante puntos de vista que la cuestionen, en un mundo en el que se ha extendido la actitud del que se cree en poder de decir que algo es objetivamente malo, decir la verdad y argumentarlo es un acto de revolución y generosidad.

Borges y la cfEn Borges y la ciencia ficción, de Carlos Abraham, tenemos, entre otras cosas, un estudio afilado, oxigenante y aclarador, de la relación que mantuvo Borges, a lo largo de su obra, con la ciencia ficción. Demuestra que las referencias a la literatura policial son explícitas “porque el género ya había sido prestigiado”, mientras que las referencias, en su obra, a la ciencia ficción, “están deliberadamente ocultadas”. Esa vergüenza, ese pudor, son fruto de una concepción jerárquica de la cultura: “la posición del campo intelectual frente a la literatura de masas (…) es ni siquiera considerarla literatura”.  Pero aparte de eso, vemos algo que trasciende el caso puntual de un autor y su visión particular de un género. Lo que vemos, claramente, es siempre esa misma actitud. La de esa tensión agónica que hay, y que ha habido siempre, entre la cultura aceptada y la que no se acepta. Lo que es peor: Abraham lo demuestra, que es lo que hacen los mejores ensayistas, acudiendo a las fuentes, rastreando las citas e identificando las pequeñas marcas débiles que deja la recepción de todo un género que se quiere esconder. Lo vemos en las páginas 13, 15, 51, 77, 121, 138 de su libro.

Abraham relee las reseñas que escribió Borges, y en muchas se nos permite ver la verdadera opinión crítica de Borges sobre el género. No se trata aquí de aislar a Borges, de afearle el gesto de ocultar sus referencias y sus mecanismos de escritura: creo que su obra supera cualquier reproche que le podamos hacer. Ahora bien, lo llamativo del ensayo de Abraham, aparte de estar espléndidamente tramado y de estar armado con las herramientas necesarias para refutar toda una tradición de exégetas borgianos, aparte de eso, digo, la clave del libro es ilustrar con ejemplos claros la consolidación y perpetuación de un desequilibrio en la recepción de los géneros, en donde unos están, como digo, aceptados, y otros, en cambio, no. Ese gesto de dominación, de imposición de una voluntad sobre la otra, vemos en este libro, no depende de uno o de otro, sino de todos. Imposición que muy probablemente venga, como se intuye entre las páginas de Borges y la ciencia ficción, de un complejo; de la, en el fondo, comprensible voluntad de querer ser aceptado por el clan de los mejores. Lo malo de esas actitudes, como también es evidente, es que se fundan sobre una supuesta superioridad cultural que no es, ni ha sido ni será nunca, verdad.

[1] El escribir gratis, aparte de no tener justificación moral alguna, tampoco garantiza una libertad de movimientos y de acción que expandiese la presencia de la subcultura, porque te relega a un ámbito tan oculto, tan desconocido, que acabas perorando ante un auditorio vacío.

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