13 Minutes, de Sarah Pinborough

13 MinutesPor su manera de acercarse a la literatura juvenil y tratar temas sensibles como la enfermedad y la muerte, sentía curiosidad por los otros libros escritos por Sarah Pinborough tras La casa de la muerte. Aprovechando una ofertilla conseguí su última novela, 13 Minutes. Una nueva historia juvenil, esta vez alejada de los pagos de la ciencia ficción, la fantasía o el terror, mucho más cercana al día a día de los adolescentes en su aprendizaje de extras de Al salir de clase, Compañeros y Física o Química. Aquellas series que daban tres vueltas y media a la aburrida vida de los institutos a base de introducir en sus argumentos carretadas de drama y exceso.

La veda de la anormalidad se inicia en 13 Minutes cuando Tasha, una joven popular de la muerte, es descubierta en un arroyo próximo a una ciudad en la Inglaterra profunda después de haber tenido el corazón parado. Este hecho milagroso se explica por las bajas temperaturas del invierno y la fortuna de cruzarse en el camino de un hombre paseando a su perro. Las causas que la han llevado hasta allí son el gran misterio detrás de la novela, pero ni mucho menos son el único acicate para azuzar la curiosidad.

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Some Kind Of Fairy Tale, de Graham Joyce

Some Kind Of Fairy TaleVeinte años después de haber desaparecido en un bosque del corazón de Inglaterra, Tara Martin llama a la puerta de la casa de sus padres. El shock tras el inesperado reencuentro es pequeño comparado con el momento en el cual revela que apenas ha estado medio año fuera, raptada por un extraño hasta una región apartada. Según sus palabras, otra realidad. Su aspecto casi adolescente, su convicción y su consistencia al describir la experiencia dotan de verosimilitud a su absurdo relato. La familia contrata un psicólogo para acompañarla en su retorno y, de paso, comprobar qué hay de auténtico y de delirio en esa historia. Mientras se extiende el proceso, los Martin conviven con ese elemento ajeno traído de vuelta a su día a día, con espacio para recuperar la antigua complicidad y los inevitables encontronazos con una joven cuyos modos y costumbres habían olvidado, enterrados por el transcurrir de los años y la inevitable idealización de los buenos viejos tiempos.

Graham Joyce sostiene una parte de Some Kind Of Fairy Tale sobre esa rendición de cuentas con el recuerdo. Los personajes, residentes en un pueblo de la Inglaterra rural, apacible, estática, son forzados a rehacer un hueco en sus vidas a una persona hacia la cual experimentan sentimientos polarizados entre la familiaridad y la extrañeza. Más cuando con el paso de los jornadas se reabren heridas que quedaron sin resolver dos décadas atrás. El caso más paradigmático es el de Richie, el exnovio de adolescencia de Tara y chivo expiatorio de su desaparición, apalizado por la policía en sus pesquisas y sentenciado al olvido por los Martin. Un paria exiliado de la que había sido su familia de facto con el que Tara, su hermano Peter y sus padres se sienten obligados a iniciar un período de aceptación, sanación y perdón.

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Prayers to Broken Stones, de Dan Simmons

Prayers to Broken StonesSiempre me resultó curioso cómo, a comienzos de los 90, Dan Simmons se convirtió en una cierta garantía de ventas en España y su editorial, Ediciones B, no le dio la más mínima oportunidad al campo en el que había conseguido resultados más notables: el relato. Quizás la única colección con la que entonces contaba, Prayers to Broken Stones, ya hubiera visto traducida la mitad de su contenido; quizás imperó el miedo al desencuentro entre relatos y público; quizás influyera el asunto del elevado coste pagado por sus derechos, aireado por Miquel Barceló en una de sus entradas en su blog al comienzo de cada nuevo título de Nova Ciencia Ficción… Sea como fuere, un cuarto de siglo más tarde parece olvidado que, aparte de Hyperion y tochazos de más de 600 páginas, Simmons fue uno de los más reputados cuentistas de terror de la década de los 80.

Andaba temeroso de comprobar cómo me acercaba a varios de estos relatos con dos décadas más en el cuentakilómetros y varios galones de cinismo en el depósito. Historias con una cierta inclinación por lo macabro, capaces de hacer surgir el terror de situaciones cotidianas y con una afilada vena satírica, pero con espacio para narraciones más sensibles donde cada recodo rezuma sentimiento de pérdida. Tal es el caso del relato elegido para abrir Prayers to Broken Stones: “El río Estigia fluye corriente arriba”. El cuento con el cual Simmons impresionó a Harlan Ellison en un taller de escritura en Denver en 1981. Una carta de presentación difícilmente mejorable.

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This Is The Way The World Ends, de James Morrow

This Is The Way The World EndsSi no me falla La Tercera Fundación, James Morrow apenas tiene dos novelas publicadas en España: Su hija unigénita y Remolcando a Jehová; sendas sátiras sobre el cristianismo construidas sobre el absurdo de la lectura literal de sus dogmas, textos… En 1986, cuatro años antes de escribir la primera de ellas, Morrow había sorprendido al mundo de aficionados a la ciencia ficción y la fantasía con This Is The Way The World Ends, una mirada menos ácida y cargada de una enorme tristeza sobre uno de los temas claves para entender la segunda mitad del siglo XX: la Guerra Fría y el miedo a un holocausto nuclear.

Morrow alimenta This Is The Way The World Ends con el pánico nuclear, alentado durante los años 80 por la Iniciativa de Defensa Estratégica y una serie de ficciones que volvieron a poner de actualidad los efectos de la radiactividad sobre la población (The Day After, Cuando el viento sopla). Su protagonista, George Paxton, un hombre común que talla lápidas en un cementerio, se enfrenta al dilema de cómo conseguir un traje SCOPAS; el equipo de protección esencial para sobrevivir a la radiactividad. No tanto por él como para proteger a su hija pequeña. Después de firmar un contrato extravagante consigue uno para, en su regreso a casa, observar en el horizonte la detonación de un misil y el posterior hongo atómico; el aldabonazo de inicio a un holocausto nuclear. Entre los cascotes de una ciudad destruida, mientras intenta reunirse con su familia, sufre un violento encuentro con otro superviviente y, a punto de morir, es salvado por la tripulación de un submarino con destino La Antártida. La única zona del planeta a salvo de las detonaciones por el momento.

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The Quiet Woman, de Christopher Priest

The Quiet WomanDe todas las novelas escritas por Christopher Priest, The Quiet Woman es probablemente la menos conocida. Aun cuando forma parte de su etapa de madurez, publicada a mitad de la década que separa El glamour de El prestigio, se ha mantenido en un oscuro segundo plano eclipsada por cualquier otro de sus títulos, a excepción de su labor garbancera a sueldo de productoras audiovisuales. Después de haberla leído entiendo mejor el por qué: The Quiet Woman aqueja un tremendo desequilibrio entre su trama, una intriga criminal alrededor de un asesinato, y el subtexto establecido a su alrededor. Y aunque esa falta de estabilidad no llega a convertirla en ilegible, sí puede resultar un tanto molesta.

Todo empieza cuando Alice Stockton se entera de la muerte de Eleanor Traynor, una mujer con la que había intimado tras haber emigrado de Londres a Wiltshire. Alice buscaba en la campiña una vía de escape a su divorcio y estaba entregada a la escritura de una de sus obras de no ficción sobre mujeres. Pero no parecen buenos tiempos tampoco en esta faceta: ese último libro se ha topado con los censores. Se han quedado con la versión final de su último manuscrito y no hay manera de descubrir cuál es su problema. Esta vulneración de su libertad de expresión es la puerta de entrada a una realidad diferente a la nuestra, uno de los grandes aciertos de The Quiet Woman; cómo se introduce un Reino Unido distópico donde el gobierno ejerce, desde las bambalinas, un férreo control sobre la vida de sus ciudadanos.

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Apollo Quartet, de Ian Sales

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Si me dicen hace diez o quince años que después de tirarme la vida caminando por el lado más snob de la ciencia ficción, los escritores del género cuyo trabajo seguiría con más interés serían autores de cf dura, me hubiera dado un ictus. Pero, paradojas de la vida, hay ahora mismo un par de autores (podríamos estirar muuuucho el chicle para incluir a otro más) que han incorporado a su discurso literario, sólidamente basado en las ciencias duras, inquietudes hasta hace muy poco reservadas a los estirados de la cf más de aquella manera, básicamente, darse cuenta que el hard puede ser una herramienta extremadamente útil para entender al ser humano, cómo funciona el mundo y la relación entre ambos. Si la cosa evoluciona bien (puf) ya no sólo se podrá leer cf dura sin dar vergüenza propia y ajena entre los amigos de tertulia literaria, sino que hasta incluso le puede dar un punto transgresor y guay.

Uno de estos cultivadores del hard con chaqueta de cuero podría ser el británico Ian Sales, cuyo Apollo Quartet, tetralogía de relatos sobre la carrera espacial en un universo cuántico, es una de las obras de ciencia ficción más interesantes y originales que he leído últimamente.

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Saliendo de la estación de Atocha y 10:04, de Ben Lerner

Llegué a la conclusión de que, mucho más que cualquier argumento o sentido convencional, me importaba la mera direccionalidad que sentía al leer la prosa, la textura del tiempo al pasar, la máquina blanca de la vida [1]

Leaving The Atocha StationAsí se expresa Adam Gordon, el alter ego de Ben Lerner en Leaving the Atocha Station, la primera entrega de lo que parece que va a ser la novelística del autor de Topeka (Kansas), una serie de romans à clef en las que se narra y se cuestiona la peripecia de este (y otros) sosias del escritor. Ben Lerner/Adam Gordon no engaña a nadie, deja bien claro que eso es lo que le atrae de la narrativa [2], y eso es lo que el lector va a encontrarse. Quien busque otra cosa saldrá escaldado.

Adam es un poeta estadounidense que gracias a una beca pasa unos meses en Madrid, supuestamente con la intención de escribir unos poemas relacionados con la Guerra Civil. Vive solo en un apartamentito en la plaza de Santa Ana; se da sus paseos por el centro; se tumba en los céspedes del Retiro, a la bartola, disfrutando de la distancia con lo real que ofrece un porro bien calibrado; lee El Quijote, entendiendo de la misa la media (Adam entiende de la misa la media todo el rato, tanto en sus lecturas como en sus intercambios con sus pocos conocidos españoles, y en eso reside gran parte de la singularidad de su visión, en lo sesgada que es su percepción de la realidad –lingüística– en un entorno que le es extraño: al no tener ni papa de español, todas las conversaciones se convierten en suposiciones, en variables, en alternativas de significados posibles); se corre sus juergas en eso que se ha dado en llamar «la noche madrileña»; va a alguna que otra fiesta en las afueras; hace alguna que otra escapada fuera de la ciudad (un fin de semana fugaz en Granada en compañía de uno de sus rolletes españoles); y, de vez en cuando, porque le da por ahí, miente sobre algunos detalles de su vida, como si se dejara llevar por la irrealidad constituida por el extrañamiento cultural y geográfico en el que vive. También va al museo del Prado, a alguna galería y a alguna que otra presentación poética. Básicamente se aburre. Hace como que escribe. Se fuma otro porro. Lee sus poemas. Y así hasta que se le acaba la beca y se vuelve a los Estados Unidos.

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The Armageddon Rag, de George R. R. Martin

The Armageddon RagHace unos meses Jot Down dedicó una de sus entrevistas río a Alejo Cuervo, un idílico ejercicio de adoración al supremo líder del vicio y la subcultura. De ella me quedé con la desagradable noticia de la no publicación de The Armageddon Rag. Una novela durante varios años en la lista de próximos lanzamientos de Gigamesh y, a la postre, el gran fracaso de ventas de George R. R. Martin. Curiosamente, cuando se publicó en EEUU en 1983, tanto le cerró las puertas de las grandes editoriales como le abrió las de la televisión; un mundo donde trabajaría a lo largo de la década siguiente y moldearía su escritura hasta la que hemos visto en Canción de Hielo y Fuego. Además, ahora que por fin la he podido leer, también puedo decir que es su novela más personal.

Situada a inicios de la década de los 80, The Armageddon Rag Martin relata el periplo por EEUU de Sandy Blair, escritor y antiguo editor de la revista The Hedgehog; el reverso contracultural de The Rolling Stone hasta que Blair fue cesado de sus funciones y derivó hacia estándares más comerciales. Bloqueado en el folio 37 de su cuarta novela y enfrentado a una fecha de entrega imposible de cumplir, Blair ha aceptado escribir un artículo para su antigua revista sobre la muerte de Jamie Lynch, el promotor detrás de The Nazgûl, un grupo ficticio primo hermano de Led Zeppelin, Black Sabbath o Deep Purple que tuvo su funesto final a comienzos de la década de los 70 cuando su cantante, Patrick Henry Hobbins, fue asesinado por un francotirador en un macrofestival celebrado a las afueras de Albuquerque. Blair llega a Maine y descubre que Lynch fue eviscerado sobre un póster de The Nazgûl el día del aniversario de la muerte Hobbins. Esta conexión con la banda lo lleva a un viaje de costa a costa para hablar con el resto de miembros, averiguar los motivos del asesinato y, de paso, encontrarse a sí mismo.

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Wolves, de Simon Ings

Wolves

Wolves

No me extraña que el fugaz e inexorable paso del tiempo sea un tema fundamental en el arte y la literatura desde tiempo inmemorial. Lo he sufrido en mis carnes hace nada, cuatro días atrás como quien dice me encontraba reseñando Dead Water de Simon Ings, y en un visto y no visto (¡más de tres años ya!) ha publicado otra novela, Wolves, con gran éxito entre la crítica anglosajona más cabal, moderna y sensata. ¿Y qué he estado haciendo yo durante todo ese tiempo? Pues absolutamente NADA, querido lector, como mucho dedicado a pergeñar de vez en cuando cuatro reseñas mal contadas sobre libros y películas que a duras penas soy capaz de entender. Y es que si me entrego al derrotismo es porque he recibido un severo correctivo leyendo Wolves, uno de tal calibre que ha minado mi autoestima de lector culto, ilustrado y hasta un poquitín moderno con barba, sumiéndome en el desconcierto, la confusión y hasta la melancolía.

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Qué difícil es ser un dios, de Aleksei German

Qué dificil es ser un dios

Qué dificil es ser un dios

No sé si se acordarán, pero hace muchos años la parrilla de la televisión pública giraba alrededor del cine. Todos los días tocaba película, había ciclos de géneros, directores, actores…  Incluso de madrugada echaban películas subtituladas de “arte y ensayo”, o de cinematografías que entonces parecían ignotas. Por aquella época yo era una máquina de ver películas con mucho tiempo libre y, como a todo el mundo que se aficiona a esto del cine, me llegó el “momento Tarkovski”, en mi caso Solaris primero y Stalker después, que además tenían ese aura misteriosa de ciencia ficción rara del otro lado del telón de acero. Solaris no tanto, pero Stalker me impresionó muchísimo (y eso que por aquel entonces me sabía el 2001 de Kubrick de memoria). Yo no tenía ni idea de quien era Tarkovski, ni de nadie que fuera remotamente similar, no leía revistas ni libros de cine y veía las películas con mucha inocencia y sin ideas preconcebidas, no como ahora, que sigo sin tener ni puta idea y encima no soy consciente de ello.

Stalker me fascinaba con su mágica combinación de narrativa difusa y difícil de discernir y su poderosa imaginación visual. Se trataba de una experiencia muy diferente al cine “clásico” norteamericano al que estaba acostumbrado, por lo general sometido a la dictadura de un guión férreamente estructurado, preocupado por contar historias cerradas que generasen la ilusión de verosimilitud, con su adecuado desarrollo de personajes, su abundancia de diálogos ingeniosos y espléndidamente escritos, etcétera. Sin embargo, lo de Stalker era como si hubiese estado mirando por la mirilla de una puerta, y esa puerta se fuese abriendo poco a poco revelando un paisaje nuevo que hasta entonces desconocía.

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