De todas las novelas escritas por Christopher Priest, The Quiet Woman es probablemente la menos conocida. Aun cuando forma parte de su etapa de madurez, publicada a mitad de la década que separa El glamour de El prestigio, se ha mantenido en un oscuro segundo plano eclipsada por cualquier otro de sus títulos, a excepción de su labor garbancera a sueldo de productoras audiovisuales. Después de haberla leído entiendo mejor el por qué: The Quiet Woman aqueja un tremendo desequilibrio entre su trama, una intriga criminal alrededor de un asesinato, y el subtexto establecido a su alrededor. Y aunque esa falta de estabilidad no llega a convertirla en ilegible, sí puede resultar un tanto molesta.
Todo empieza cuando Alice Stockton se entera de la muerte de Eleanor Traynor, una mujer con la que había intimado tras haber emigrado de Londres a Wiltshire. Alice buscaba en la campiña una vía de escape a su divorcio y estaba entregada a la escritura de una de sus obras de no ficción sobre mujeres. Pero no parecen buenos tiempos tampoco en esta faceta: ese último libro se ha topado con los censores. Se han quedado con la versión final de su último manuscrito y no hay manera de descubrir cuál es su problema. Esta vulneración de su libertad de expresión es la puerta de entrada a una realidad diferente a la nuestra, uno de los grandes aciertos de The Quiet Woman; cómo se introduce un Reino Unido distópico donde el gobierno ejerce, desde las bambalinas, un férreo control sobre la vida de sus ciudadanos.
Frente a las distopías tipo donde la acción del estado es fehaciente y reprime al individuo de forma activa, Christopher Priest idea una distopía de baja intensidad. Un entorno prácticamente contemporáneo donde sólo los ciudadanos que fuerzan unas normas en su mayoría no explícitas, sufren los poderes de un sistema sustentado por una sociedad desmovilizada, en su práctica totalidad alejada de los temas que puedan ser origen de conflicto. Entre los mimbres de este Reino Unido gris y superviviente se vislumbran las secuelas de la administración Thatcher, con un control amplificado gracias a la supervisión de todas las comunicaciones de los ciudadanos, la creación de gigantescas bases de datos con información sensible y la omnímoda colaboración entre entes públicos y privados. Este triste panorama se acrecienta con una ambientación ochentera ligada al desastre de Chernobyl: una central nuclear experimental de la costa de Normandía ha tenido un accidente y sus consecuencias se sienten en todo el sur de Inglaterra. A pesar del silencio del Gobierno y la despreocupación de una población que desconoce la verdadera dimensión del problema, en la vida de Alice (y de toda la comarca) comienzan a vislumbrarse los efectos de la contaminación por plutonio.
Priest dosifica el escenario con su inteligencia usual. Lejos de arrojar al lector directamente sobre él, parte del drama de Alice para, pincelada a pincelada, construir el lugar narrativo. Salvo un par de capítulos bien avanzada la historia donde abre con saña el grifo de la información, esta manera de graduar el entorno hasta llenarlo de detalles juega un papel esencial tanto al definir a Alice como al delimitar la tela de araña donde se encuentra atrapada. Esta atmósfera ligeramente opresiva se realimenta con otro aspecto habitual en Priest: su eterna obsesión con la veracidad de los narradores, con un cariz novedoso frente a otros textos.
Básicamente, durante sus cerca de 250 páginas se suceden dos narradores. El primero en tercera persona focalizado en el día a día de Alice y otro en primera persona con recuerdos de Gordon Sinclair, profesionalmente conocido como Peter Hamilton (PETER Hamilton Gordon SINCLAIR, guiño guiño) y presentado como el hijo de Eleanor. No se contrastan entre sí porque apenas existen hechos comunes a ambos, más allá de sus contados encuentros, aunque al final sí se explicitan sus respectivas visiones antagónicas. La manera que tiene Priest de construir esta parte de la novela es burda: independientemente de la confianza depositada en el narrador omnisciente, la visión de Gordon es tan desmedida y, llegado un punto, tan sumamente tosca en su deformación que descabalga cualquier atajo de verosimilitud. Un efecto que parece buscado. En la sociedad donde viven ambos personajes el peso de un relato no depende de su credibilidad sino a la posición y el peso del relator. En este sentido, dado el lugar ocupado por Gordon, Alice tiene las de perder incluso si llegara a acusarla de haberse confabulado con adoradores de Yog Sothoth para producir el accidente nuclear.
Este talante grueso también se observa en cómo se incluyen las reflexiones sobre cómo los escritores quedan expuestos a través de su obra o el carácter de los narradores de ficción y de no ficción. Palabras inteligentes y llenas de intención esta vez presentes al ciento por ciento a base de parlamentos y no a través de las acciones de los personajes. Un apresuramiento que, por fortuna, no invade otros embrollos ya cotidianos en su narrativa como las confusiones de identidad, la obsesión como motor de las acciones humanas, el talante netamente conservador del ciudadano tipo… En todo caso, a pesar de la falta de sutilidad, el subtexto tiene riqueza suficiente como para pasar de puntillas sobre estas flaquezas, salvo las vinculadas al propio relato que lo articula todo. Porque las veinticinco últimas páginas, especialmente las que atañen a la resolución de la trama criminal, no están a la altura exigible a un profesional como Priest.
Recuerdo el final de The Extremes, con la que The Quiet Woman comparte una parte de su corpus creativo (al igual que con Fugue for a Darkening Island), y la ligera polémica suscitada por si su conclusión estaba o no a la altura del resto de la historia. Desde mi punto de vista, aquel final no del todo cerrado, muy alejado de las expectativas del lector, tenía su sentido dentro de las coordenadas en las cuales se había movido hasta entonces la novela. The Quiet Woman ofrece un desenlace cerrado pero absolutamente en falso, forzado y, me temo, incoherente. Además esta falla en la trama se realimenta con la frialdad general. A pesar de buscar la empatía con Alice, y exponer una situación delicada, en soledad, al borde de la ruina económica en un escenario en lenta descomposición, apenas hay una progresión en su interacción con el lector. Allá donde se haya llegado después del primer capítulo, con un párrafo clarividente que define a la perfección su zozobra vital, es posible que se mantenga uno hasta dar la vuelta a la última página.
Esta obra errática queda bastante por detrás de los grandes títulos de Priest o de las dos novelas apuntadas en el párrafo anterior. Sin embargo, también es el típico libro que, de haber sido traducido en su momento por una colección mainstream como las de Anagrama o Alfaguara, hubiera obtenido un cierto eco. Lamentablemente, a pesar de haber estado en la primera lista Granta junto a otros escritores de su generación como Ian McEwan o Julian Barnes (o Martin Amis o…), Priest llevaba ya una década etiquetado como carne de ghetto. Y no ha conseguido quitarse de encima esa marca ni con sus novelas más accesibles para el gran público.
Nota 1: Los títulos en inglés se deben, sobre todo, a lo poco que me gustan las versiones españolas. Un autor que los cuida hasta el extremo y los llena de tantos dobles, triples y cuádruples sentidos, no puede ver cómo se traicionan hasta el extremo de convertir The Separation en El último día de la guerra.
Nota 2: Esta novela, publicada en 1990, tuvo una pequeña reedición en 2005. No tengo claro si es exactamente la misma versión original o si sufrió algún tipo de reescritura. Hay un par de detalles, sobre todo referidos a la presencia de los correos electrónicos y la descripción de cómo las agencias públicas o privadas recaban información de los ciudadanos, que me han llevado a pensar que algún pasaje concreto fue ligeramente modificado tras lo ocurrido después del 11S a raíz del Patriot Act y el Gran Hermano surgido en la lucha contra el terrorismo. Si no hubiera sido así, Priest se merecería el calificativo de visionario mucho más que cuando escribiera Fugue for a Darkening Island.
The Quiet Woman, de Christopher Priest
Gollancz, 2014 (publicada originalmente en 1990)
240 pp. Bolsillo. £8,99
La leí hace bastantes años y apenas la recuerdo.
Pero el que es fan de Priest, no puede resistirse a leer la única novela no traducida al castellano. XD
Eso sí, la referencia a Peter Sinclair (si no recuerdo mal, además daba algunos datos de su vida que llevaban a pensar que podía ser el protagonista de La afirmación) es deliciosa.
Un saludo