Venga, un tópico: Acero es una novela que se lee tan fácilmente como se olvida.
Otro menos frecuente: es una pena porque durante casi la mitad de su extensión parecía que no iba a ser así.
Ahora algo completamente suyo, personal e intransferible: esta historia urbana con vampiros, protagonizada por personajes dañados que se encuentran y construyen un santuario inestable, augura algo más que una presentación de personajes. Promete que los conflictos que plantea se van a resolver de una manera menos convencional que el aburrido duelo entre vampiro bueno y vampiro malo de su tramo final.
Sobra decir lo que ocurre.
El protagonista de Acero, curiosamente, no resulta manido. Para llevar la batuta de su novela Todd Grimson no elige a un vampiro sino a su siervo, Keith. El guitarrista de un grupo de cierto nombre caído en desgracia tras una relación destructiva y con él en un presidio venezolano con las manos destrozadas. Antiguo adicto a la heroína, Keith es el lacayo de Justine, una vampira con cientos de años a sus espaldas que no recuerda gran cosa de su pasado y completamente cautivada por él. Hasta el punto que ambos experimentan una atracción que transgrede el estereotipo vampiro-siervo hasta convertirlos en una pareja.