Dudo Errante, de Russell Hoban, rebosa tantas ideas, transpira tanta imagen, que no cuesta mucho encontrarle pasadizos con obras anteriores como El señor de las moscas, o con textos muy posteriores, como las novelas del nunca demasiado citado Rafael Pinedo. Considerada la obra maestra de Hoban, Dudo Errante nos traslada a un mundo dos mil años en el futuro, el 4 mil de nuestra era, en el que lo único que queda de nosotros como especie, como migaja identificable, son nuestros errores, nuestra necedad y nuestra violencia. No es, de todos modos, una novela de argumento; es una novela de atmósfera, de fogonazos visuales y, sobre todo, de lenguaje. No en un sentido intelectualoide en el que Hoban despliegue sus tesis o ideas; ‘de lenguaje’ porque aquí el lenguaje es la realidad. Las palabras de ese mundo futuro son como cascotes de un edificio en ruinas; nos servirían para saber que ese edificio cayó, pero no para reconstruirlo. Lo que David Pringle llamó “una historia sencilla, copiosamente enriquecida por ingeniosos juegos de palabras y toques de misticismo”, se quedó, me temo, muy corto.
El grado de primitivismo en el que chapotean, ahora, en el 4 mil y pico, estos humanos asilvestrados y babeantes, es tal que el canibalismo y la neosuperchería campan a sus anchas. Lo que queda de la humanidad es, a la humanidad original, lo que ese lenguaje deteriorado de Dudo Errante es al lenguaje pre-devastación nuclear. No es Hoban suponiendo lo que sería el habla involucionada de los supervivientes postapocalípticos: es Dudo, el personaje, el que escribe y por tanto el que se despliega con total naturalidad en ese lenguaje, en esa nueva normalidad que reina en su día, y así nos llega más hondamente el calado de su fracaso. El lenguaje es un mundo en sí mismo (en esta novela), y Dudo Errante es, también, su lenguaje. Un sistema cerrado, autoconclusivo, de referentes atroces; es una parte más del mundo roto; un lenguaje pulverizado por las explosiones atómicas de hace dos mil años, y así, como herramienta de conocimiento de la realidad y de autodesarrollo, se demuestra roma e ineficaz. Pero también y por otra parte es un lenguaje que aún contiene visibles rastros de belleza: “(…) se tratava simplemente de su aullido i de la negrura del perro en el sonido de la lluuia gris al caer”. Así escribe Dudo. No en inglés sino en postapocalíptico.
En este sentido, la traducción de David Cruz y Mª Luisa Pascual merece no un párrafo aparte, sino una reseña completa, dedicada únicamente a enumerar sus logros. Siento no corresponder con esa exigencia aquí, ahora, pero con su traducción han logrado trasladar al castellano uno de los experimentos de escritura más complejos que yo conozca. Han inventado un equivalente exacto a la deteriorada masa de palabras en inglés que es Ridley Walker, y nos llega, en castellano, el mismo deterioro, que es lo difícil, y no sólo la misma historia y las mismas ideas. Y, como es costumbre en Cátedra, el estudio introductorio, que es un ensayo anexo, más que un prólogo, es útil, ameno, analítico e informativo. Admirable trabajo, la verdad.
Algunos acontecimientos de la novela son estos: el padre de Dudo Errante muere por accidente en una excavación, y el hecho, pero sobre todo la reacción del hijo al hecho, es triste y significativa del estado de las relaciones humanas en ese mundo. Son reacciones bastas, rudimentarias y propias de mentes embrutecidas y perversas. Dudo se erige, porque lo necesita, porque siente el impulso del escritor, en cronista de un futuro arrasado. Los personajes aluden a los destellos de una luz blanca que convirtió a la noche en día, y luego al día en noche; hay titiriteros con sus títeres que representan números ante un público que entiende muy poco de lo que ve. Está lo uno y lo doble y cómo importa encontrar la manera de unir lo disgregado. En medio de una excavación se encuentran manos y torsos. Eso es algo que a veces pasa. En esas excavaciones se encuentran cosas que no entienden, restos metálicos, y su pobre lenguaje tampoco les permite desentrañar las complejidades que descubren; su inteligencia está limitada por una palabra agonizante. Pero Dudo Errante huye en medio del barro, en unas páginas que percibimos pringosas y chorreantes, y ahí empieza el tramo central de la novela.
En el camino, la superstición y el miedo definen todos sus movimientos, sus comportamientos. Se intenta reconstruir el mito. La pólvora. Los errores fatales. Los humanos apergaminados, que, contumaces, resiguen los antiguos pasos que les llevaron a esos errores, a dividir su Historia en Los Malos Tiempos y los Buenos Tiempos: eso surge en el camino. Dudo se va con Oyente a conocer Cambri (lo que queda de lo que nosotros conocemos como Canterbury). Bosque de piedra es como describe los restos, todavía incólumes, de la ciudad, y, como detalle significativo, el perro aquí, en Dudo Errante, no es el simpático descendiente del hombre, ávido de historias, que vemos en Ciudad, de Simak: es el alano maldito, es el mastín que mata. Ese peregrinaje a la ciudad no deja de ser una revelación, o una constatación, de la necia y cruel naturaleza humana.
Dudo Errante, personaje y libro, son un espejo de un futuro potencial más que probable. Pero también es la obra de un inmenso escritor, capaz de imaginar un mundo lúgubre y decadente, con el atrevimiento de pensar un lenguaje deteriorado pero identificable, que ralentice el ritmo de lectura, que atenúe nuestras mentes hasta afinarlas con las de los protagonistas. No es que leamos más lento por cómo se expresa Dudo. Es que leer Dudo Errante es convertirse, como lectores, en lo postapocalíptico. Participar de ello como uno más.
Dudo Errante (Cátedra, col. Letras populares nº4, 2011)
Riddley Walker, 1980
Edición de David Cruz Acevedo y María Luisa Pascual
Rústica. 368 pp. 16.85 €
Ficha en La web de la editorial