El grupo pop avant-garde formado por globos oculares con cuerpo humano más famoso de todos los tiempos, The Residents, publicó a mediados de los años setenta su clásico The Third Reich´n`Roll, un disco en el que se proponía una lista de éxitos del pop que sonaría en el Reich de los Mil Años, lista formada por versiones de standards del acervo de la música popular norteamericana pero como retransmitidas desde el infierno a través un transistor de esos que llevamos los señores mayores para oír el Carrusel Deportivo durante el paseo de los domingos. El resultado es una sátira de la tiranía radiomusical, la música pop vista como ese puto ruidillo de fondo que suena a todas horas por todas partes, que banaliza y quita valor al acto de escuchar música. Pero, y tratándose de mí siempre hay un pero, al llevar este concepto a un extremo en el que la forma se ajusta al fondo como un guante de terciopelo forjado en hierro, el resultado es un pelín árido de escuchar, más cercano al arte conceptual que a la inmediatez de la música popular. Y me viene de perlas traer este disco a colación, porque la lectura de La era del espíritu baldío me ha recordado a la experiencia de escuchar el sarcástico elepé del grupo de chalados de San Francisco; la traslación implacable al papel de una serie de conceptos dificilillos y nada simpáticos, básicamente la disolución de nuestra realidad consensuada y los pilares que la sostienen como es nuestra propia identidad, la imposibilidad de entender un mundo del que los descubrimientos científicos arrojan una imagen cada vez más abstracta y refractaria a la percepción humana y el apocalipsis no como punto final, sino como transición hacia una nueva realidad totalmente ajena e incomprensible para los seres humanos que la habitan.
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La tierra que pisamos, Jesús Carrasco
Cualquier conocedor del subgénero estaría tentado de catalogar La tierra que pisamos como novela ucrónica. La acción, sugerida en el pasado, transcurre en dos lugares que no existen en el tiempo: una Extremadura que junto con el resto de España ha pasado a ser territorio colonial y un nada detallado norte de Europa, lejano corazón de un extenso imperio de raíces germánicas que prolonga sus dominios hasta el África negra. Aunque en la novela no se hace mención de ningún punto Jumbar -ese giro fantástico de la Historia que en toda ucronía separa realidad y ficción-, tanto la localización temporal como la geográfica parecen sugerir la existencia de un Segundo Reich victorioso en la Primera Guerra Mundial, un imperio alemán prolongado en el tiempo que en la novela hace gala de la misma actitud expansiva y cruel que mostraría posteriormente el nazismo.
En rigor, lo cierto es que no hay una ambición ucrónica en las páginas de esta novela, no se trasluce una intención de contar la Historia desde una línea alternativa. No se citan toponimias más allá de lo necesario y cuando esto ocurre, debido a la mayor concreción en las localizaciones españolas que invasoras, tiene un efecto de deriva del subgénero ucrónico a la pura alegoría. El escenario rural que describe la novela, inmerso en el sufrimiento, doliente bajo el yugo de un opresor belicista en el primer tercio del siglo XX, despierta ecos de nuestra propia Guerra Civil. Es imposible, pues, leer los actos de violencia que se desarrollan en la novela y no pensar en aquel conflicto. Lo cierto, sin embargo, es que el libro, salvando los escasos identificadores políticos y geográficos y debido a su atmósfera exótica y a la ausencia de un anhelo de concreción, se acerca más a ese tipo de literatura de corte fronterizo situada en territorios imaginarios, un escenario que ha brillado en la pluma de escritores como Dino Buzzati, Cristina Fallarás o J. M. Coetzee. Es, de hecho, con este último con quien los amantes de las comparaciones podrían, por tratamiento narrativo y contenido dramático, emparentar esta novela de Jesús Carrasco.
El gigante enterrado, de Kazuo Ishiguro
Ha pasado una década desde la publicación de Nunca me abandones, aquel fabuloso ejercicio de voz narrativa que más que una historia de clones funcionaba como alegoría sobre cómo se mantiene bajo control la sociedad occidental. Una novela construida, como suele ser norma en Ishiguro, a partir de un narrador que marca el tono y su devenir desde la primera a la última línea. Ese rol preponderante del narrador, cómo su elección determina hasta los aspectos más insospechados de su obra, vuelve a ser una de las señas de identidad de El gigante enterrado, su esperada nueva novela. Un trasunto de juglar relata cómo una pareja de ancianos britanos abandonan su guarida subterránea en busca de su hijo. Su modo de vida, el paisaje de la Inglaterra de la Alta Edad Media, la manera de orientarse en ese entorno… se enfocan desde una perspectiva actual y, casi diría, naif. Un discurso ajustado para lo que al principio parece una fantasía medieval adosada al mito artúrico, en el interregno entre la caída del Rey y la creación de los reinos sajones. Pero a medida que pasan las páginas y su senda se tuerce, el tono cambia de la mano de la mirada crepuscular y fantástica a ese mundo detenido en el tiempo.
Esperando a los bárbaros, de J. M. Coetzee
Javier Avilés escribía hace unos meses sobre La infancia de Jesús, de J. M. Coetzee, prestando especial atención a su título y cómo condiciona su lectura. Su publicación coincidió con mi lectura de Esperando a los bárbaros, una de las novelas más conocidas del autor sudafricano cuyo título produce un efecto parecido. A lo largo de toda su extensión resulta imposible abstraerse de esos bárbaros acechantes desde la primerísima plana del libro; una amenaza fantasmagórica que también intimida y atenaza a sus personajes. Una presencia incierta que apenas toma forma puntualmente para acentuar el camino de arrepentimiento y expiación de su narrador.
Esperando a los bárbaros está contada por un magistrado de la frontera norte del Imperio, da lo mismo cuál. Coetzee prescinde de todo límite concreto para potenciar la carga alegórica de una historia atemporal, con ecos al poema de Cavafis y El desierto de los tártaros de Buzzati. Su protagonista ha aprendido a disfrutar de la vida en los límites de la “civilización” y a sobrellevar las inevitables tensiones cuando interactúa con quienes se hallan en órbitas más próximas al régimen establecido. Un hombre feliz en su rutina de gestionar el día a día de su pequeña ciudad, sentarse con un gin tonic a ver las puestas de sol y retozar con alguna prostituta cuando cae la noche.
Últimos días en el Puesto del Este, de Cristina Fallarás
La ficción literaria está repleta de lugares comunes. Desde hace décadas se repiten en ella temáticas, tramas, argumentos e incluso paisajes narrativos, y son raras las ocasiones en las que esa circunstancia no afecta, por comparación directa con las anteriores, a la calidad de una determinada obra. Una de las excepciones presenta un escenario por el que ya han transitado escritores tan prestigiosos como Dino Buzzati y J. M. Coetzee, e incluso nuestro Albert Sánchez Piñol. La tensa espera en un olvidado puesto fronterizo sitiado por los bárbaros ha sido tratada en obras como El desierto de los tártaros, Esperando a los bárbaros y La piel fría, tres novelas de calidad mayúscula. La nouvelle de Fallarás viene a sumarse a ese pequeño grupo de élite, y aunque no llega a alcanzar las mismas cotas que sus predecesoras, cuenta con la calidad suficiente como para ser sumada sin rubor en el haber de ese nicho temático.
Además de la similitud existente entre sus correspondientes escenarios narrativos, muchas de estas obras participan de un denominador común. Al igual que ocurre en el poema de Kavafis del que todas parten, la amenazadora presencia del invasor más allá de las murallas juega un papel secundario en la trama; en realidad, los bárbaros sólo son el percutor de los sucesos que acontecen tras las murallas. El interés de la novela se centra siempre en la peripecia personal de los sitiados. Mediante la descripción de sus reacciones y de los recursos que emplean para adaptarse a las circunstancias, el autor analiza lo mutable que se torna el concepto de humanidad cuando es sometido a los rigores de la supervivencia. Las penurias del asedio terminan por socavar la esperanza de los resistentes, difuminando los principios morales y la escala de valores que compartieron antaño. Fallarás centra la atención en uno solo de esos personajes, con un estilo tan íntimo y directo que produce la sensación inequívoca de que la protagonista no es, en realidad, otra cosa que el vehículo de sus propias emociones.
Europa imaginaria
Desde luego, hay que reconocer que ambición no le falta a este libro, nada menos que un recorrido por el fantástico europeo intentando tocar todos los palos artísticos, desde la literatura y el cine a la pintura y el diseño gráfico, de la fantasía al terror y la ciencia ficción, ahí es nada. Y si este atrevimiento resulta de lo más refrescante, no es menos cierto que, en conjunto, el libro acaba siendo un tanto fallido en sus resultados, aunque muy valioso por alguna de sus partes.
Me explico. El principal problema de un empeño de estas características es la longitud. Intentar tocar una temática tan ecléctica, variada y ambigua como lo fantástico en Europa en menos de 190 páginas no deja de ser una utopía descabellada y, como tal, imposible. Y de ahí se resiente este volumen, de su total inconcrección, de la falta de un espíritu uniformador, de una cierta coherencia entre los diversos ensayos. Porque uno no sabe si estamos ante un repaso a la historia del arte fantástico europeo o, como indica el título, son, simplemente, «cinco miradas sobre lo fantástico en el Viejo Continente», ya que cada autor hace de su capa un sayo y toma caminos un tanto caprichosos y contradictorios respecto al título y respecto a las intenciones del libro.
El gran retrato, de Dino Buzzati
Una pequeña editorial, Gadir, ha encontrado un modesto filón en la recuperación de las obras de Dino Buzzati, y el año pasado le llegó el turno a la reedición –tras 40 años fuera de las librerías españolas– de su única novela incondicionalmente de ciencia ficción, El gran retrato –sí tiene numerosos cuentos en esta vena, notablemente en la inencontrable antología Historias del atardecer–.
El intríngulis futurista de la novela no quedará de manifiesto hasta bien entrada su segunda mitad. Sí sabremos, hasta entonces, que el profesor Ermano Ismani debe partir, acompañado de su esposa, hacia una instalación secreta –cuyo ambiente evoca al de El desierto de los tártaros– con una misión poco especificada. Esa primera mitad de la novela es algo morosa y en ella Buzzati conduce la intriga hasta un punto difícilmente soportable por el lector, que se pregunta en medio de pistas contradictorias cuál es la tarea que Ismani debe afrontar en compañía de un grupo de científicos de primer nivel en medio de un secreto máximo.