Sinsonte, de Walter Tevis

MockingbirdHay en el primer tercio de Sinsonte una escena que resume el escenario creado por Walter Tevis de la misma manera que su forma de escribir ciencia ficción. Ya ha dejado claro que el mundo experimenta un declinar paulatino. Está poblado por los restos de una humanidad cuyos números disminuyen y son custodiados por una población de robots que se las ve y se las desea para mantener la civilización en funcionamiento. Así, después de mencionar la abundancia de comida, se subrayan algunos detalles: aparece un desagüe atascado en un apartamento y no se manifiesta intención de arreglarlo; el suministro de latas de cerveza está asegurado pero una parte está rancia; y, lo más importante, en la pared del salón hay un cuadro que ocupa ese lugar para tapar un agujero en la pared. El cuadro en cuestión es Paisaje con la caída de Ícaro. Cuando se escribió la novela (1980) estaba atribuido a Pieter Brueghel, el viejo. Hay varios motivos para pensar por qué Tevis utilizó dicho cuadro para ese lugar de privilegio. El de más evidente sería enfatizar cómo ese mundo hipertecnificado sigue su curso, sus rutinas, indiferente a los indicios de decadencia o distanciamiento del comportamiento humano. Todo lo que le empuja a salirse de sus carriles. Pero también simboliza lo cerca que estuvieron nuestros descendientes de tocar el sol, cómo se quemaron con la tecnología y las penas que arrastran por ello.

Este sino ya aparece en la primera escena de Sinsonte. Spofforth, el androide más sofisticado del planeta, sube a la cima del Empire State con la idea de suicidarse. Sin embargo, se da la vuelta antes de hacerlo. Su programación no le permite perder la vida; alguien tiene que pastorear a unos seres humanos atrapados en un estado de felicidad anestesiada, inducido por una dieta de drogas y anticonceptivos. Esta idiocia ha suprimido el potencial para socializar de manera profunda y la capacidad para la lectura. La educación reglada tal y como la entendemos desapareció tiempo atrás y cualquier asomo de compartir la intimidad con otra persona es un tabú castigado por los robots que supervisan el cotarro. Pero lo desolador llega por la ausencia de deseo de cambio. Su modus vivendi mutila cualquier voluntad de mejora, en una trayectoria que apunta hacia la extinción.

En 1999, a raíz de una reedición, la escritora Pat Holt veía Sinsonte como una combinación de 1984 y Un mundo feliz con una golpe de 1997 Rescate en Nueva York. Y aunque esa combinación es seductora, mi apego a la literatura del ghetto me lleva a verla más próxima a una combinación de Los humanoides, Fahrenheit 451 y Ciudad; los clásicos de Jack Williamson, Ray Bradbury y Clifford Simak que se acercan a las ideas de Tevis.

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Sinsonte, de Walter Tevis

Sinsonte«Sólo el sinsonte canta en la linde del bosque» es la misteriosa frase que se repite a sí mismo el protagonista una y otra vez a lo largo de la novela. Por lo visto, el sinsonte es un pájaro que se caracteriza por su habilidad para imitar el canto de otras aves y precisamente muchos de los personajes que aparecen en la novela aspiran a ser lo que no son. Le sucede incluso a Spofforth, el robot más perfecto jamás construido, cuyo mayor anhelo es sentir lo mismo que los seres humanos. Walter Tevis lo ilustra en la gran escena con la que arranca el libro y que sirve de presentación a este atormentado personaje. Tras haber subido a pie hasta lo más alto del Empire State y haber activado sus circuitos del dolor, Spofforth intenta lanzarse sin éxito al vacío para quitarse la vida. Unos sistemas de seguridad incluidos por sus diseñadores se lo impiden aunque sea lo que más desee en el mundo. Le ocurre como a Multivac, el gigantesco ordenador que aparece en el relato titulado “Todos los problemas del mundo” escrito en 1958 por Isaac Asimov, que, agotado después de escuchar y resolver durante años los problemas de la humanidad, quiere poner fin a su existencia.

Publicada en 1980, Sinsonte nos presenta un mundo en el que las personas viven en un estado de abulia total, en el que las emociones han sido adormecidas para evitar lo que, por otra parte, Spofforth parece buscar, una pulsación, un recuerdo que demuestre que es algo más que un máquina. Mientras que el robot quiere sentir, los humanos parecen querer dejar de hacerlo. Cada vez que alguien se ve alterado, por insignificante que sea el motivo, se echa a la boca un puñado de pastillas «sopor» para que lo devuelva a esa reconfortante nube de inconsciencia y lo libere de las inoportunas turbaciones humanas. Esta novela probablemente desconcierte aún más a los que acostumbran a confundir las novelas apocalípticas con las distópicas. La distopía que describe Tevis en Sinsonte es tan perfecta o tan imperfecta, depende del punto de vista, que conducirá inevitablemente a la humanidad a su fin.

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