No distingo al hombre de la máquina

Terminator

Debajo de Terminator parece que se escondan estos versos de Roberto Juarroz: “El futuro no existe, / sin embargo cambia”. Planteándonos un futuro en el que las máquinas dominan el planeta y exterminan a los humanos, James Cameron consiguió sacudirse de encima el suspenso crítico que supuso Piraña 2, y, de paso, legó al cine una de las más desoladoras y oscuras películas de ciencia ficción del siglo XX. El prólogo ya nos lo advierte: estamos a las puertas de un futuro aterrador, y nosotros somos los únicos culpables. Sergio Benítez dijo hace tiempo en Blog de Cine que Cameron, con esta película, alejaba al género de las aventuras espaciales de George Lucas y su “bienintencionada y ligera” Guerra de las Galaxias, acercándolo a tonalidades más graves y reflexivas, pero creo que ese paso ya lo había dado antes Ridley Scott con Alien y Bladerunner. Es posible que la aportación principal de la película esté en otra parte.

¿Y qué pasa en Terminator? En Los Ángeles aparecen, en 1984, dos tíos en pelota (Arnold Schwarzenegger y Michael Biehn), buscando cada uno a su manera y por distintos motivos a Sarah Connor (gran papel ochentero de Linda Hamilton). Uno la quiere matar. El otro, no. Y la buscan porque aunque ella no lo sepa –no lo pueda saber aún– dará a luz a John Connor, futuro salvador de la humanidad que sobrevive en las ruinas del mundo postapocalíptico, arrasado, del que provienen los viajeros en el tiempo. Y ella es la clave porque su hijo será la clave, y esa lectura mesiánica, cristianega, de la película, es lo que me molesta de la saga (o sea que podemos hacer ver por un segundo que no va por ahí la cosa y seguir como si nada).

Las máquinas, creadas por nosotros, quieren más; desarrollan una inteligencia independiente, autónoma, y quieren más. Lo podemos repetir: las inteligencias artificiales se liberan, y quieren desgajarse, por fin, de las mentes creadoras que las dominan, para ser ellas mismas sin el impedimento de la subordinación esperada.

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Jesús Torbado y las gracias de la ucronía

En el día de hoyDe todas las posibles formas de impugnar la realidad que heredamos, es probable que la ucronía sea la que lo haga con más radicalidad. La ucronía propone una alternativa paralela, un escenario aparte, que es, en sí mismo, una refutación en bloque de lo que asumimos como historia. Se puede impugnar la historia con intenciones reparadoras, justicieras; o se puede jugar a imaginar, con la historia, algo aún peor de lo que tenemos. Por tanto, es fácil deducir que hay dos tipos de escenarios: las ucronías positivas y las negativas. El caso más conocido de ucronías negativas seguramente sea el de la novela El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, y, dentro de nuestras letras, el caso inverso sería, imagino, el de la novela En el día de hoy, de Jesús Torbado. En la de Dick asistimos a una realidad en la que los alemanes y los japoneses ganan la Segunda Guerra Mundial; en la de Torbado, una en la que la República gana la Guerra Civil.

(También está claro que la ucronía positiva, como En el día de hoy, puede ser, para algunos –no tan pocos– la peor pesadilla).

La ucronía usa de la historia como elemento narrativo principal; en palabras del ensayista David Seed en Science Fiction. A Very Short Introduction, sobre El hombre en el castillo, hay, en la ucronía, una “escéptica atención a la historia como constructo narrativo”. Claro, se atreve el ucronista a descreer de lo que ve (de ahí que Dick entendiera tan bien las posibilidades y la envergadura del subgénero), y ven la historia como un lienzo dúctil que se puede destejer para volver a tejerlo, después, con otros propósitos libres, críticos o lúdicos. Al contrario que en la novela histórica, la historia es aquí la pared de frontón sobre la que rebotan, irónicamente, los hechos ucrónicos: hablan e interactúan creando unas sinergias que se espesan, alejadas de la oficialidad, para configurarse en un ente paralelo, alejado y autónomo, que descree de su modelo.

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