Lavinia, de Ursula K. Le Guin

LaviniaGuardo un gratísimo recuerdo y un tremendo cariño por la mayor parte de lo que Ursula K. Le Guin escribió entre finales de los 60 y la década de los 70. Sin embargo sigo particularmente atraído por lo logrado en sus dos últimas novelas de Terramar: Tehanu y En el otro viento; cómo en una serie tan a la contra de la fantasía post El Señor de los Anillos y supuestamente clausurada en La costa más lejana fue capaz de ir más allá y narró aspectos hasta entonces inexplorados, caso del aprendizaje de la vida una vez se ha perdido un poder casi absoluto o la cesión de la responsabilidad a las nuevas generaciones. En esa exploración de nuevos senderos según Le Guin ha sumado años y ganando experiencia vital, Lavinia está hermanada con estas historias de Terramar y supone un nuevo logro en una carrera plagada de ellos.

Le Guin parte de La Eneida para ofrecer el punto de vista femenino del segmento final de la epopeya. Un poco a la manera de Marion Zimmer Bradley y sus relecturas de La Iliada o el ciclo Artúrico, la autora de La mano izquierda de la oscuridad recupera el pulso de sus mejores obras gracias a la voz de su narradora: Lavinia, la única del rey del Lacio, destinada a convertirse en la mujer de Eneas.

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La lluvia amarilla, de Julio Llamazares

La lluvia amarillaEl disputado voto del señor Cayo había sido hasta el momento mi único acercamiento literario al mundo de la despoblación en España. Y si algo recuerdo de aquella novela no es tanto ese tema en concreto sino su manera de representar la fractura entre dos realidades, la rural y la urbana, casi siempre enfrentadas. Sin embargo es un tema por el cual me he sentido cada vez más interesado, sobre todo después de desarrollar la afición a fotografiar lugares abandonados. Mi buen amigo Santiago L. Moreno tiene el proyecto de visitar Ainielle, el pueblo donde Julio Llamazares había situado una de sus obras más conocidas: La lluvia amarilla. Y como la idea es acompañarle, me he zambullido en esta lectura desgarradora que va mucho más allá de ese tema.

La narración tiene la forma de un monólogo: el de Andrés, el último habitante de Ainielle, pueblo del norte de la provincia de Huesca que, como tantos otros del resto de España, padece la despoblación de mediados del siglo XX. Ese testimonio, narrado desde la emoción, el dolor y una cierta locura, sigue el febril sendero de su pensamiento. Un hilo inquieto que atraviesa sus recuerdos de manera vertiginosa para construir un panorama amargo en el cual el recuerdo de sus seres queridos, sus vecinos y diversos momentos arraigados en su memoria dan pie a una abrumadora reflexión sobre la familia, la soledad, el paso del tiempo y la muerte. Estas ideas cobran forma no solo a través de sus facetas más obvias (la muerte de su mujer Sabina, familiares, vecinos) sino también a través de aspectos como el descuido de sus quehaceres, la decadencia de su entorno, las estaciones predominantes a lo largo de sus recuerdos (el otoño y el invierno), o unas relaciones personales ásperas y, ante la hosca personalidad de Andrés, condenadas a desvanecerse o ser guillotinadas sin contemplaciones.

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