La Cultura, muerte y resurrección de la space opera

I. Introducción

Normalmente, cuando el lector ajeno a la ciencia ficción contempla, lee o escucha alguna referencia al género, lo primero que se le viene a la cabeza son descomunales batallas entre naves espaciales, imposibles haces de láser resplandeciendo en el vacío y fanfarrias imperiales de fondo. Podemos explicarles pacientemente que la ciencia ficción es mucho más que eso, podemos hablar de las ucronías, las distopías, el hard, el soft, la new wave, el cyberpunk y lo que haga falta, pero en el subconsciente colectivo del resto de la humanidad en lo primero que piensa cuando se menciona la ciencia ficción es en La Guerra de las Galaxias. O sea, en la space opera. Y es que la tan denostada space opera es, para qué nos vamos a engañar, la temática, el epítome y el estigma pulp de la ciencia ficción, con sus desenfrenadas aventuras espaciales, sus escenarios deslumbrantes y su melodrama épico. Y, sobre todo, es el lugar donde se destila el sentido de la maravilla en su estado más puro, esa sensación adictiva que nos convirtió en aficionados a la mayoría y que nos hace volver una y otra vez a las estanterías marcadas con el letrero de ciencia ficción.

0078Banks.jpg El escocés Iain M. Banks era uno de estos aficionados, criado entre lecturas de Heinlein, Vance y Bester, cuando a mediados de los setenta decidió emular a sus ídolos pergueñando las aventuras de Zakalwe, la figura trágica de un mercenario socarrón y cabronazo contratado por «los buenos» para limpiar atascos en las cloacas de la alta política intergaláctica. Banks, a la hora de dotar de un trasfondo político y social a la parte contratante, decidió retorcer los elementos característicos de la space opera con el objeto de llevarlos al terreno de sus preocupaciones como escritor y en consonancia con las corrientes contraculturales izquierdistas de aquel momento. ¿Por qué no dar una vuelta de tuerca a los clásicos que se limitaban a proyectar en el futuro distante un reflejo simplista del mundo tal y como era en la época? Así, en vez de crear un universo poblado de recios cadetes espaciales de nombres anglosajones al servicio de Federaciones o Repúblicas de carácter inequívocamente norteamericano, tendríamos uno lleno de anarco-hedonistas de nombres exóticos e imposibles de pronunciar que poblarían la civilización ideal en la que a Banks le gustaría vivir: La Cultura. Inoculando de paso dolorosas dosis de realidad en la space opera mediante esa inyección letal llamada Pensad en Flebas, bofetada que despierta dolorosamente a todo el subgénero de un dulce sueño de aventuras irresponsables. Y una vez cometido el crimen sólo quedaba aprovechar el cadáver como fértil humus de donde extraer nueva vitalidad para que la space opera creciera fuerte y vigorosa de nuevo, capaz de hablarnos de cosas que nos afectan y nos importan, más allá del mero entretenimiento escapista.

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Los propios dioses, de Isaac Asimov

Los propios dioses

Los propios dioses

Tras cerca de veinte años abonado a la ciencia ficción aún no había leído la que está considerada como la obra maestra de Isaac Asimov, uno de esos libros que «tienes que leer si quieres descubrir lo mejor que la ciencia ficción puede ofrecer». Una novela que significó el retorno de su autor al primer plano del género en un momento crucial de su historia: una encrucijada en la que gran parte de lectores y editores dieron la espalda a la nueva ola para echarse en brazos de la tradición, personificada en escritores como Larry Niven, Arthur C. Clarke, Poul Anderson… o el propio Asimov.

¿Y qué he encontrado? Un texto que en dos terceras partes ya era añejo cuando se publicó, y un tercio que, independientemente de los peros que se le puedan poner, sigue vigente y justifica la lectura de la novela. Como pueden suponer quienes la hayan leído, ese fragmento es el que se presenta bajo el encabezamiento de “Los propios dioses”. Una narración que penetra en un universo paralelo donde tres seres complementarios se enfrentan a una crisis que amenaza la existencia de otras realidades, mientras concilian los problemas que surgen durante su convivencia.

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El castillo alto, de Stanislaw Lem

El castillo alto

El castillo alto

No me gustan los relatos de infancia, porque los encuentro casi siempre impostados. A partir del desarrollo del psicoanálisis, la infancia se convirtió en un territorio a explorar antes que a rememorar, generalmente con la intención de trazar mapas coherentes. El biógrafo —o autobiógrafo— cree casi siempre que puede encontrar en la niñez pautas, e incide en la presentación de hechos que puedan ser interpretados en el seno de un conjunto consecuente con el posterior desarrollo del individuo. Se ha terminado por convertir al relato de la infancia en un —a mi juicio— plúmbeo subgénero de la introspección novelística, fatigosamente puntilloso, en el que no faltan detallados recuerdos de hechos en realidad poco significativos, ni los inevitables instantes de frustración magnificados, iniciación al sexo y demás tópicos.

No sé a cuántos de quienes me leen les ocurrirá como a mí, pero no encuentro nada similar a esa construcción intencional en los recuerdos, fragmentarios y faltos de pauta, que alberga mi memoria. Algunos felices, unos cuantos vergonzantes y la mayoría sin significado relevante, insuficientes para definir mi desarrollo como persona, en el que han tenido bastante más que ver los aprendizajes y daños sufridos en las etapas de mi vida en las el dolor era más profundo, y cuando además era capaz de analizar los sucesos y extraer consecuencias.

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