Detrás de Terminator se ven algunas sombras

BerserkersComo no me gusta pontificar, lo digo así: puede que Terminator sea la mejor película de James Cameron. Es posible. No lo sé. Lo que sí puedo decir es que es una de las tres o cuatro mejores películas de ciencia ficción de los años ochenta. Y creo que es un acierto considerarla una de las más oscuras de la década y, en el fondo, del siglo XX entero. Y sin duda podemos decir que es la mejor película de Linda Hamilton y de Arnold Schwarzenegger.

Pero hasta Terminator tiene sus precursores.

La saga de los Berserker, de Fred Saberhagen, va de unas máquinas que surcan el espacio exterior en busca de humanos. Estas máquinas sobrevivieron a sus enemigos originales y también a sus fabricantes alienígenas, a los ingenieros que, genocidas, las diseñaron para la guerra, y todavía cruzan, obstinadas, el vacío sideral con la única misión que les fue encomendada: capaces de autorrepararse, de reproducirse, lo único que hacen es, como Terminator, localizar y matar humanos. Esa misma, eterna obstinación homicida que veremos más tarde en la ciudad de Los Angeles con las máquinas de Cameron. Saberhagen, que por otra parte no se molesta en ocultar su machismo, en uno de los cuentos de The Ultimate Enemy, nos dice, evocador, que esa ‘armada’ mató a sus enemigos originales cuando la humanidad empezaba a dibujar sus primeras siluetas en las cavernas.

Pero la sombra que se percibe con mayor definición en la genealogía de Terminator es la de un cuento de Harlan Ellison.

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No es país para viejos y sus parecidos con la ciencia ficción lúgubre

No Country For Old Men

No era la mejor idea. Le iba a enviar a Nacho un texto sobre la elipsis en La carretera donde venía a decir que esos agujeros argumentales y hasta cierto punto temáticos expanden mucho el radio de la novela. Llegaba a decir que la novela ‘es puro presente sin futuro’. Bueno. Pues muy bien. Se ha escrito mucho sobre eso y en esta misma página hay textos más interesantes, más sugerentes sobre La carretera que el apunte que había pensado como colaboración veraniega para C.

Pero como llevo algo más de un año metido en una fase muy Cormac McCarthy, he caído ahora en que la otra novela más o menos menor (pero absolutamente cautivadora y pesadillesca), de su obra, también merece su apunte propio en esta página, un apunte que no me ha dejado en paz desde que la leí, por primera vez, hará ahora cuatro o cinco meses.

Creo que se le pueden buscar parecidos sorprendentes a No es país para viejos. Ese western contemporáneo y urbano e hiperviolento recupera el espíritu, aunque suene raro, de Alien, de Terminator, de la saga de los Berserker de Fred Saberhagen. Ya en esa primera página en la gloriosa cursiva característica de su autor nos dice el narrador –uno de ellos– que una vez envió a un chico a la cámara de gas, que el chico no mató por pasión ni por rabia ni enfado sino por cálculo, porque quería y sabía desde siempre que tarde o temprano lo iba a hacer. Y en esa primera página y media afina McCarthy el tono y la temperatura del texto de un mundo amoral y sanguinario. Sitúa ese mundo marcado por el horror de la ultraviolencia gratuita en 1980, o sea que para cuando se publica estamos viviendo en el sucedáneo de esa involución.

Es ese el mundo que no es para viejos, porque en Anton Chigurh –la imparable máquina asesina que siempre cumple– hay una determinación casi sobrehumana para matar. No se para ante nada y ese camino hacia la tortura y el asesinato salvaje y mecánico es como una larga vía de tren sin fin. En Alien pero sobre todo en Terminator vemos esa misma determinación, es un avanzar imparable y esa vocación para matar es tan dura, tan arcaica, que parece que el mundo caiga desflecado ante su paso.

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“El hombre que volvió”, un cuento revolucionario de James Tiptree, Jr.

A diez mil años luzNo sé cuántas veces lo habré leído, ni qué es exactamente lo que tiene, pero la rareza y el misterio de este cuento perduran en mí. Me refiero a “El hombre que volvió”, de James Tiptree, Jr. aunque la potencia (un poco pulp) del título original en inglés es incomparablemente más sugestiva y memorable: “The Man Who Walked Home”. Y revolucionario ¿por qué, a ver? ¿En qué sentido es revolucionario? Bueno, veamos.

Si una de las cosas que definen al relato postapocalíptico es el movimiento itinerante, como dije en el texto sobre Estación once, entonces el cuento de Tiptree es revolucionario porque lo que está aceptado como norma, ese continuo avance para sobrevivir, lo convierte en excepción, y lo que se entiende como excepción lo convierte, en el espacio cerrado de su texto, en norma. La excepción pasa a definir plenamente la naturaleza del texto, el comportamiento, por así decir, del género, y la quietud es donde pone el acento Tiptree, lo que define las motivaciones de los personajes, no la supervivencia ni la itinerancia. Sí, como en otros relatos postapocalípticos, hay movimiento de las gentes. Pero aquí la gente se mueve hacia ese punto inmóvil, y lo que importa no es moverse para salvarse, pues los cielos se aclaran y los supervivientes se pueden asentar en precarias ciudades tentativas, sino llegar al núcleo original para entender. Llama la quietud, no la errancia.

Tiptree fue en contra de las líneas maestras del género. Cogió lo que se espera de un relato postapocalíptico, y nos dio lo contrario. Como en una revolución. Dijo Octavio Paz en (ese librazo que es) El arco y la lira que “toda revolución es, al mismo tiempo, una profanación y una consagración”. Así, en el cuento tiptreeano se degrada el movimiento y se consagra la quietud. Es un giro. “Se consagra lo que hasta entonces se había considerado profano”, sigue Paz, y la analogía encaja en el cuento de Tiptree, en el gesto de Tiptree y su unión de contrarios. Escribe el movimiento fosilizado en el espacio.

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