Relatos, 1, de J. G. Ballard

Relatos, 1, de J. G. Ballard

Al valorar la ciencia ficción escrita hace décadas es inevitable discutir su pertinencia; lo actuales que se sienten para nuestro presente sus historias, sus temas, sus desarrollos. De dicha percepción surge mi satisfacción con el éxito de la recuperación de Kurt Vonnegut en Blackie Books; me cuesta encontrar un autor que haya escrito mejor sobre el sinsentido de la existencia o la banalidad del mal. Lúcido, desarmante, doloroso, sus mejores novelas se han aferrado al público gracias a una estética asequible y un humor afilado; una cara ácida para un contenido pesimista, cruel con sus personajes y, en la proyección, con los lectores. Este es el arraigo por el cual continúa batallando J. G. Ballard en España a pesar de contar con unos argumentos al menos tan potentes como los de Vonnegut.

La equiparación no es gratuita. Vonnegut y Ballard quedaron marcados por sus experiencias durante la Segunda Guerra Mundial: el primero después de padecer el bombardeo de Dresde mientras era prisionero de guerra; el segundo por sus internamientos en campos de prisioneros japoneses en Shangai durante su adolescencia. Su intersección más socorrida para el fan de la ciencia ficción está en cómo proyectaron sus carreras desde las publicaciones de género y atravesaron los muros de un ghetto impenetrables para una multitud de escritores, anteriores, coetáneos, posteriores. Comparten más puntos en común, sin embargo, al menos en España, Ballard ha chocado en demasiadas ocasiones con una recepción entre la hostilidad y la incomprensión. Salvo por sus adaptaciones al cine, su eco se ha visto limitado a circuitos minoritarios a pesar de los esfuerzos de las editoriales que le han dado cobijo. Aquí entra el reto aceptado por Alianza por retomar la iniciativa que Minotauro abandonó hace casi 20 años: mantener su narrativa en las librerías. Un desafío ante el cual Emecé, Berenice, Mondadori o RBA terminaron entregando la cuchara.

Cuatro años después de Rascacielos, la colección Runas retoma la publicación de su obra con el primer volumen de sus relatos completos. Un libro en tapa dura que, como reafirmaré en un segundo artículo, cuando se complete con el siguiente volumen supondrá la mejor edición de sus cuentos en nuestra lengua. Para quien conozca su obra, es una oportunidad para deshacerse de la mayoría de los volúmenes viejos en el mercado de segunda mano. Para el lector que quiera tomar la temperatura de sus escritos, o tenderle de nuevo la mano tras sufrir con alguno de sus libros, es una cálida invitación. Desde su primer cuento, “Prima Belladonna”, despliega una multiplicidad de textos que, incluso en su etapa de búsqueda inicial, comienzan a asentar el arsenal de ideas, obsesiones, tratamientos, texturas, lugares que convirtieron su obra en uno de los hitos fundamentales de la literatura del siglo XX y lo que llevamos del XXI.

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Nación Vacuna, de Fernanda García Lao

Nación VacunaA poco que se bucee en C, es fácil averiguar qué editoriales me resultan más interesantes. Una de las que acumula comentarios de un par de años para acá es Candaya. Me atrae la doble línea en la que está explorando el terror (Mónica Ojeda, Solange Rodríguez) o el territorio entre la distopía y lo apocalíptico. Es cierto, ambas satisfacen una demanda del mercado que, en el segundo caso, lleva una década con sobreabundancia de títulos. Sin embargo esta pequeña editorial catalana se caracteriza por dar cabida a visiones genuinas, casi siempre alejadas de las recetas del thriller todoterreno. Entre los libros aparecidos este tortuoso 2020 solo he podido leer Nación Vacuna, y apenas la veo unos pasos por detrás de la categoría “recomendable sin temor a duda alguna” (Mandíbula). He disfrutado y sufrido con la manera mediante la cual Fernanda García Lao se distancia de los interruptores dominantes a la hora de caracterizar una distopía, la represión y/o la rebelión, para zambullirse en un operador más excepcional: la depresión.

Nación Vacuna recoge el testimonio del funcionario Jacinto Cifuentes. En primera persona y en presente, Cifuentes desnuda el sometimiento a la Junta militar de su país, una Argentina anonimizada. Esa entrega cobra cuerpo a través de su participación en un proyecto demencial: la colonización de las islas M. después de que el triunfo se convirtiera en tragedia; las tropas invasoras sucumbieron a una enfermedad dejada por su enemigo a modo de “recompensa”. Los primeros capítulos se detienen en el proceso en el cual una serie de mujeres atraviesan una serie de tests y análisis psicológicos para determinar quiénes viajarán hasta las M. Como una vacuna biológica para el mal pero, también, con la misión de transformarse en las madres de una nueva generación de habitantes. Este artefacto sustancia la megalomanía de la dictadura y, a la postre, la entrega del resto de una ciudadanía transfigurada en el ganado ideal. Su vida es servidumbre prácticamente sin fisuras.

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High-Rise, de Ben Wheatley y Amy Jump

High-Rise

El acontecimiento cinematográfico del 2016 que me tenía más culturalmente palote era sin duda alguna el estreno de High-Rise, la adaptación de Rascacielos de J.G. Ballard, novela culminación de la trilogía brutalista precedida por La isla de cemento y Crash. Digo acontecimiento porque los encargados de llevar Rascacielos a la pantalla grande serían el cineasta británico Ben Wheatley y su habitual guionista, Amy Jump, de quienes tengo en alta estima dos de sus películas; Kill List (2011), una extraña reelaboración en clave terrorífica del mito artúrico y el camino del héroe y, sobre todo, la magnífica, divertidísima, retorcida, inteligentísima, demoledora, graciosísima, y todos los -ísimos/as que le quieran añadir; Turistas (2012), que si no la han visto ya no sé que han estado haciendo con sus vidas.

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