Leí por primera vez El caminante en un sitio harto improbable; la revista El Víbora de principios de los noventa, publicado creo recordar que por capricho de Josep María Berenguer, editor de la Cúpula, a quien le hacía gracia el contraste con el resto de series de la revista. El caminante apareció de forma incompleta durante cuatro números, junto a las entonces series estrella de la revista, como el ultraviolento Ángel el indeseable, de Iron o las Pequeñas viciosas de Santiago Segura y Jose Antonio Calvo, más desubicado que un monje zen en la mansión Playboy. Pero aquellas cuatro historias me produjeron una profunda impresión, no por su carácter casi alienígena si lo comparábamos con el resto de las historietas con las que compartía páginas, sino por sus valores propios que son muchos y muy valiosos. Porque si la literatura u otras artes narrativas nos proporcionan herramientas que nos permiten reflexionar sobre nuestras experiencias, nuestra identidad y nuestro lugar en el mundo, El caminante podría ser el ejemplo perfecto de esta afirmación.
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Jirō Taniguchi, In Memoriam
Leer cómics en provincias en aquellos tiempos previos a internet, desconectado de la mayor parte de revistas y fanzines, sin librerías especializadas, tenía mucho de búsqueda del tesoro. Peinar un kiosko tras otro los viernes o los sábados en una perpetua sorpresa de no saber qué te ibas a encontrar. Esta impresión se acrecentó cuando llegaron las primeras filas del desembarco manga. Sin referencias. Sin bagaje. Debía tener 18 o 19 años cuando me topé con un tebeo particularmente llamativo: un álbum firmado por dos autores japoneses. Lo estuve hojeando, no tenía mucho texto… Me dejó impactado por su dibujo, cómo secuenciaba la acción a través de una narrativa limpia donde el tiempo se ralentizaba sin, por ello, sacrificar la sensación de movimiento. Una bala golpeaba un espejo en dos viñetas mientras otra disparada simultáneamente viajaba hacia su blanco a lo largo de tres o cuatro páginas. Un asesino descerrajaba un disparo sobre el pecho de un hombre mientras la bala salida de la pistola de su víctima dilataba su trayectoria durante varias páginas, golpeaba el suelo, se deformaba… Me lo llevé para casa.
Hotel Harbour View, que así se titulaba el álbum, fue mi entrada en el mundo de Jirō Taniguchi. También fue mi primer recuerdo cuando el pasado sábado me enteré de su muerte. Una vivencia que forma parte de mi (jarl) narrativa personal y me gusta recordar por su componente de descubrimiento; de disfrute personal cuando los tebeos comprados eran escasos y los releía una y otra vez; de choque cuando llegué al resto de su obra y observé su riqueza y su alejamiento de aquella base criminal. Supongo nacida de su guionista, Natsuko Sekikawa.