Leer cómics en provincias en aquellos tiempos previos a internet, desconectado de la mayor parte de revistas y fanzines, sin librerías especializadas, tenía mucho de búsqueda del tesoro. Peinar un kiosko tras otro los viernes o los sábados en una perpetua sorpresa de no saber qué te ibas a encontrar. Esta impresión se acrecentó cuando llegaron las primeras filas del desembarco manga. Sin referencias. Sin bagaje. Debía tener 18 o 19 años cuando me topé con un tebeo particularmente llamativo: un álbum firmado por dos autores japoneses. Lo estuve hojeando, no tenía mucho texto… Me dejó impactado por su dibujo, cómo secuenciaba la acción a través de una narrativa limpia donde el tiempo se ralentizaba sin, por ello, sacrificar la sensación de movimiento. Una bala golpeaba un espejo en dos viñetas mientras otra disparada simultáneamente viajaba hacia su blanco a lo largo de tres o cuatro páginas. Un asesino descerrajaba un disparo sobre el pecho de un hombre mientras la bala salida de la pistola de su víctima dilataba su trayectoria durante varias páginas, golpeaba el suelo, se deformaba… Me lo llevé para casa.
Hotel Harbour View, que así se titulaba el álbum, fue mi entrada en el mundo de Jirō Taniguchi. También fue mi primer recuerdo cuando el pasado sábado me enteré de su muerte. Una vivencia que forma parte de mi (jarl) narrativa personal y me gusta recordar por su componente de descubrimiento; de disfrute personal cuando los tebeos comprados eran escasos y los releía una y otra vez; de choque cuando llegué al resto de su obra y observé su riqueza y su alejamiento de aquella base criminal. Supongo nacida de su guionista, Natsuko Sekikawa.
A la hora de recordar la vasta obra de Jirō Taniguchi, cómo la he leído, cómo ha hecho mella en mi, es fácil ver dos caras: sus colaboraciones con otros guionistas y los tebeos que hizo en solitario. Entre las primeras es donde encuentro una mayor variedad temática: el drama histórico de La época de Botchan al servicio del mencionado Sekikawa, una magnífica reconstrucción del Japón de comienzos del siglo XX y los traumas derivados de abrazar la modernidad occidental y la pérdida de la valores arraigados durante generaciones; la historia de Samurais canónica de Crónicas del viento, junto a Kan Furuyama; la mezcla entre el mundo de la escalada y diversos géneros de K., escrito por Shiro Tosaki. Salvo una excepción que me guardo para más adelante y el caso de Botchan, la mayoría me parecen obras menores. Una suerte de ejercicios de estilo que permiten ver la habilidad de Taniguchi para plasmar soluciones narrativas ajustadas a las necesidades de cada relato mientras paga las facturas del mes. Más allá de la continuidad de su trazo, me cuesta encontrar las semillas de lo que ha sido; los valores que lo han convertido en un autor tan querido y, con reservas, popular.
Está fuera de cuestión su habilidad para emocionar con su regreso a los paisajes de la niñez y la adolescencia de El almanaque de mi padre y Barrio lejano. Tengo sentimientos encontrados hacia la primera, una narración honesta pero un tanto gélida donde la distancia de su protagonista hacia la figura de su padre tiene su eco en mi distancia hacia el cataclismo que sacude a su familia cuando se revela el origen del trauma que la destruye. Sin embargo es también una excelente puerta de entrada hacia una parte de la cosmovisión de Taniguchi, donde a ratos hay nostalgia pero también una mirada desconsolada hacia los errores del pasado y la inevitable estupidez de juzgar sin conocer el todo. Me entrego sin ambages a Barrio lejano, una de sus obras más queridas y que invito a leer siempre que puedo. Además la edición de Ponent Mon se adapta al formato de lectura occidental; ahorra las complicaciones habituales a quienes se ven dificultados por el formato de lectura japonés.
Éste acercamiento cálido no exento de amargura es también el caldo del que se nutren un puñado de historietas que aquí hemos podido leer reunidas en varias colecciones. Atractivos compendios de emociones donde las pequeñas situaciones, miserias y alegrías de la vida cotidiana estimulan la empatía del lector, lo conectan con los sentimientos de los personajes. Tierra de sueños con la sobrecogedora “Tener un perro”, El olmo del caucaso, Un zoo en invierno… son volúmenes recomendables. Además alguna de ellas (El viajero de la Tundra) abre las puertas a la segunda línea de trabajo que más me ha llenado: sus relatos de frontera.
Taniguchi se ha acercado a esta vertiente desde una variedad de enfoques: el western crepuscular de Sky Hawk; el nacimiento del espíritu ecologista en Seton; la fallida aventura de ciencia ficción detrás de Crónicas de la era glacial; el homenaje a Jack London en clave de tecnothriller de Blanco. En ellas se puede rastrear su pasión por el mundo natural no hollado y la presencia de una civilización que bien amenaza con barrerlo por completo, bien hace uso de él sin preocuparse de las consecuencias. Asimismo, la descripción de una geografía externa afecta, modela y sirve de refugio a personajes con diferentes grados de desarraigo/desafección.
Es en estas historias donde, creo, mejor se aprecia la magnitud de su dibujo (o su sinergia con sus colaboradores). Es donde me paso minutos admirando la elegancia en la composición de cada imagen y la habilidad para generar emociones. Respiro la fuerza de sus escenas de acción sin perder el hálito de sus tebeos más intimistas.
Es curioso cómo el tebeo que mejor recuerdo de este Taniguchi surge de su colaboración con Baku Jumemakura: La cumbre de los dioses. Una historieta sobre el mundo de la escalada que crece cuando se pierde un poco de vista el McGuffin inicial (el posible descubrimiento de la cámara que llevaba Mallory cuando desapareció subiendo al Everest) y deja al aire su alma: la fascinación por las altas cumbres y el ansia de abrir nuevas rutas. En especial en su tramo final, un emocionante cara a cara con la faceta indomable de la naturaleza.
Me faltaría hablar de El caminante, esa rareza cuyo deleite provenía de lo que a priori era otro ejercicio de estilo. De cómo sublimó el género en tebeos estupendos (El rastreador). Mi dificultad para entrar en sencillez melancólica de La montaña mágica o Tomoji. Mi incomprensión por lo mal que se ha publicado en España, de una manera descontextualizada, desordenada, con obras suspendidas a mitad de su publicación… Lo echaré mucho de menos. Por su manera de mantenerse fiel a sí mismo. Por su sosiego al observar la vida, su defensa de los espacios naturales libres, su conservadurismo no exento de crítica. Por cómo integró las influencias del cómic europeo, una de las razones que explican su aceptación entre el público español, sin perder su esencia japonesa.
Descansa en paz, maestro.
Mis favoritos son El almanaque de mi padre y Barrio lejano (aún no he leído La cumbre de los dioses), que me parecen obras maestras, pero es que no hay obra suya que no me guste. Bueno, con la excepción de La montaña mágica, que me pareció que iba dirigida a un público a caballo entre la infancia y la adolescencia. Sin duda, un grande, enorme.