El hombre sin nombre, de Laird Barron

El hombre sin nombreAdemás de poesía, Laird Barron escribe regularmente al menos dos géneros. En España conocemos su obra de terror, caracterizada por El Rito y varios relatos, un par de ellos situados en el mismo universo que la novela publicada por Valdemar en su añorada colección Insomnia. Mientras, en 2018 debutó en el criminal con Blood Standard, una novela protagonizada por un mafiosillo (Isaiah Coleridge), inicio de una serie que cuenta hasta ahora con tres entregas y varias historias. La biblioteca de Carfax publicó en 2024 esta supuesta novela corta que viene a funcionar como síntesis de ambas facetas. Gran parte de su brevísima extensión se mueve en el terreno del relato de mafiosos para abrirse al relato de yokais en pequeños fogonazos hasta su explosión durante el tramo final.

Nanashi es un yakuza del sindicato Garza, en plena guerra más o menos soterrada con el sindicato Dragón. En una de las represalias en las que andan envueltos le envían junto a un pintoresco grupo para secuestrar a Muzaki, un viejo luchador a sueldo de los dragones. Lo que en principio parecía una estrategia para hacer presión, se sale de madre cuando los incapaces que acompañan a Nanashi la lían parda en un giro que terminará sacando a la luz la naturaleza oculta de Muzaki.

En una longitud más propia de relato largo, El hombre sin nombre camina por los derroteros de la historia de presentación de un personaje y su mundo. La narración, en una primera parte un tanto átona y con escasa mordiente, depara sus mejores momentos cuando Barron apuesta por el humor al relatar un golpe contra el sindicato Dragón llevado a cabo por Mizo y Jiki, parte del músculo que acompaña a Nanashi. Estos dos incapaces salieron triunfantes de una acción contra los Dragón en una seria de catastróficas desdichas que debieran haber terminado con sus huesos en las alcantarillas, bien porque los hubieran matado sus enemigos, bien como premio de sus jefes por su incompetencia. Esta pequeña locura y los flashes donde se vislumbra pequeñas roturas de lo posible, imágenes surrealistas que anticipan el pandemonium final, son lo poco destacable de El hombre sin nombre hasta las últimas 30 páginas. Ese momento en que dejas de preguntarte por qué aparece este título en La biblioteca de Carfax y deseas que su historia fuera un poco más larga.

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La noche de los maniquís, de Stephen Graham Jones

La noche de los maniquísEn esa celebración del terror en que se ha convertido La biblioteca de Carfax, y que ha conseguido arraigar a pesar de establecerse en un mercado a priori más propicio para la fantasía y la ciencia ficción de fórmulas, no me había acercado todavía a su colección de novelas cortas. Sin trampa ni cartoné, en Démeter publican historias alrededor de 40-50 mil palabras, una extensión que soslaya los problemas de las novelas cuando un relato que no daba para tanto se extiende hasta alcanzar la longitud necesaria para su publicación como libro independiente. Como primer volumen de la colección eligieron la novela corta ganadora del Bram Stoker de 2020 escrita por uno de los mascarones de proa de la casa: Stephen Graham Jones. Una declaración de intenciones. Si bien La noche de los maniquís me parece parcialmente fallida, asienta un mensaje sobre lo que puede esperar el lector en esta colección: narraciones contemporáneas que van al pie.

Me gusta el subtexto y la manera en que Graham Jones establece el campo simbólico. Cómo ese grupo de adolescentes que inicia una serie de gamberradas centra el paso a la edad adulta y la ruptura de las amistades de la infancia. También ese agujero negro que suponen las pequeñas comunidades en EE.UU., en particular para los más jóvenes, condenados a ver muchas aspiraciones cercenadas por vidas que terminan siendo la repetición de las de sus progenitores. Una normalización subrayada por otros elementos, en particular la aparición a priori venial de una misma película como fondo de muchas de las acciones argumentales. A medida que se despliega, enfatiza la conversión del paisaje cultural y urbano en un mismo lugar uniforme. No importa dónde estés, ni qué pretendas vivir. La mayoría de experiencias/espacios terminan siendo los mismos.

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