El Hum (el zumbido) ha sido motivo de jolgorio en esta casa desde que Santiago L. Moreno nos descubrió su existencia. La alegría no surge de la angustia de las muchas personas que lo escuchan sino de toda la mitología generada alrededor de su origen: túneles excavados bajo nuestras ciudades, armas secretas de la CIA, el HAARP o, ¡cómo no!, alienígenas. Como tantas otras situaciones vampirizadas por Íker Jiménez y su legión de acólitos, su presencia en una historia que quiera tomarse por seria es un campo minado. Escapar sin saltar por los aires se antoja imposible; un poco lo que le pasó con las hipótesis conspiranoicas del 11S a Christopher Priest con la, por otro lado, fecunda An American Story. Jordan Tannahill no se achicó ante el reto e hizo crecer su segunda novela, Los que oyen, alrededor del Hum. Las vicisitudes de una mujer recién llegada a la cuarentena tras la irrupción en su día a día de un sonido persistente; una señal acústica que no puede dejar de oír y dilata las grietas de una cotidianidad que venía tambaleándose.
No es de extrañar que este sonido se perciba como La Llamada de atención, la última, que la narradora, Claire, recibe en su relación con su marido y su hija adolescente, o su hastío ante su labor como docente de literatura en un instituto de Arizona. La rutina, multitud de cuestiones larvadas, la imposibilidad de resistir por sí misma todos los frentes abiertos, se realimentan con las fricciones de la sociedad del bienestar a la hora de atender casuísticas que se salen de la generalidad. Sin una terapia capaz de lidiar con una sintomatología (sangrados de nariz, insomnios) que parece tener un origen físico, Claire sufre la condescendencia de los que no escuchan ese sonido incesante. El único soporte llega de un alumno aquejado de su misma condición y con el cual investiga su causa. Una búsqueda que desea guardar en secreto, con (era de esperar) escaso éxito.
Me ha gustado cómo ha enfocado Tannahill el testimonio de Claire. Equilibra un relatar sin juicios al exponer las interpretaciones que le llegan o elaborar las suyas propias, con mantener a distancia la credulidad y la parodia. Su fragilidad e indefensión ponen el dedo en la llaga de la hipocresía ante la epidemia de salud mental de la que tanto se habla sin ponerle remedio. Como padece, no se puede atajar desde la falta de medios o las respuestas café para todos (es la menopausia, que te ha llegado antes). Es doloroso verla perder el apoyo de los que estaban ahí para prestárselo en cuanto la intervención necesaria va más allá de un polvo de reconciliación o exhibir el vínculo madre-hija a través de una receta de cocina para los seguidores de tik tok.

