Random Acts of Senseless Violence, de Jack Womack

Jack Womack debutó en 1987 con Ambiente, una feroz distopía en un el futuro cercano, que bien podría definirse como el 334 de Disch convertido en una serie de animación de las que salen en Adultswim. El Nueva York chungo de los setenta, el de Taxi Driver o The Warriors, al que Womack había huido desde su Kentucky natal, era escenario y protagonista de una aventura violenta, incandescente, rabiosa, estrafalaria y muy divertida, escrita en primera persona en una curiosa jerga, el womackspeak, un inglés de manual de instrucciones chino con el sello de aprobación del Ministerio del Verdad, reflejo de ese futuro caótico y despiadado. Pero todo el frenesí y el sarcasmo no eran más que árboles que ocultaban el corazón de las tinieblas. Womack, tras olisquear el humo del campo de batalla post-reagan, había extrapolado la serena acción neoliberal de la administración estadounidense de la época a un futuro más o menos próximo. El resultado arrojó la caricatura de un país que, tras el colapso económico, se descomponía sin remedio, generando una estructura social a medio camino del Baltimore Oeste, Somalia, Zimbabwe y la Rusia post-comunista. Una sociedad formada por amos, siervos y gentuza, una vez aniquiladas la clase media y trabajadora. Todo ello bajo la benévola y armoniosa supervisión de Dryco, la corporación que domina ese mundo, metáfora de un capitalismo extremo liberado de toda restricción estatal en su labor de creación de riqueza. Un vigoroso entorno económico donde las fusiones empresariales se dirimen en batallas corporativas en las que guerreras semidesnudas sobre patines, armadas con hachas de guerra, parten en dos a los ejecutivos de empresas rivales. Fina sátira de lo que realmente palpita debajo de los consejos de administración, los edificios inteligentes y las presentaciones de powerpoint; el primitivo afán de acumular cosas.

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Prison Pit, de Johnny Ryan

Prison Pit #1

Voy a ser bruto, estúpido y sincero; de un tiempo a esta parte los tebeos se han vuelto un rollo. Sí, sí, se han conseguido grandes logros gracias a la normalización, se ha ampliando el público lector, existe una mayor presencia de la historieta en los ámbitos culturales serios (los periódicos, la FNAC)… En definitiva, se ha conseguido la respetabilidad o se está en vias de. Cosa que está muy bien, pero, aparte del reconocimiento del medio por parte de la cultura oficial, el (imagino) aumento de las ventas, que la oferta temática y estética se haya ampliado, que (algunos) autores por fin puedan ver un hilillo de luz al final del túnel y ganarse medianamente la vida; ¿qué han hecho los romanos por nosotros? Porque mi problema, lo reconozco, es que me cuesta encontrar tebeos que, como dijo aquel cascarrabias, me gusten a MÍ

Verán, a mí me gustan los tebeos porque vienen a ser los bufones de la corte de las Artes (© Bruce Sterling), se les están permitidas cosas que en otros medios ni se les pasaría por la cabeza hacer, donde te puedes sacar la chorra sin que a nadie le importe, porque, en el fondo, a nadie le importa. Pensemos en el único género realmente propio que el tebeo ha aportado a la cultura (popular); los superhéroes. Está todo dicho, ¿verdad? Ni al cine, ni a la literatura se le hubiese ocurrido semejante majadería y si se les hubiese ocurrido, la habrían encerrado en un desván, hubieran tirado la llave y le habrían alimentado a base de cabezas de pescado podrido. En resumiendo, que a mí me gustan los tebeos porque están muy locos.

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House Of Leaves, de Mark Danielewski

House Of Leaves

House Of Leaves

Una dedicatoria puede ser un acto de seducción, de pleitesía, de simple agradecimiento. Pero también puede ser más que todo eso. Lars von Trier se inventó una amiga muerta para dedicarle su primer corto y así hacerse perdonar sus inevitables imperfecciones. Mark Danielewski abre su primera novela, House Of Leaves, con un desafiante pronunciamiento: «Esto no es para ti».

La magnitud del guante arrojado por el autor es evidente incluso en la ojeada más superficial al libro: volumen de gran formato, 710 páginas de extensión, texto en diferentes tipografías, colores, tamaños y diseños, imágenes, diagramas, multitud de hojas casi en blanco, notas a pie de página que a veces invaden el texto cual hormigas, en horizontal, en vertical, en diagonal, en ventanas impresas al revés o en negativo, fotos, dibujos, o un peculiarísimo índice onomástico donde, además de los nombres propios, pueden localizarse las apariciones en el libro de nombres, verbos o adverbios de uso corriente como «ver», «otra vez», «oscuro», «hombre», «mujer» y la práctica totalidad del diccionario exceptuando artículos u otras partículas desprovistas de sentido completo.

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Red Seas Under Red Skies, de Scott Lynch

Red Seas Under Red Skies

Red Seas Under Red Skies

Scott Lynch irrumpió con fuerza en el año pasado en el panorama fantástico internacional con su primera novela Las mentiras de Locke Lamora; principalmente el boca a boca y los comentarios en páginas y foros de Internet hicieron al autor tremendamente popular entre el fandom anglosajón. Tanta fue su popularidad que la Warner compró los derechos al poco tiempo de salir para su adaptación cinematográfica. Además ha sido recientemente nominada para los premiso World Fantasy en su edición de 2007. Llegó a ser tal su éxito que incluso en España apareció de la mano de Alianza Editorial, con apenas ocho meses de diferencia con la edición anglosajona, algo que sólo autores de éxito seguro como Dan Brown o J. K. Rowling consiguen. Red Seas Under Red Skies es la continuación directa de esta primera historia.

El argumento se inicia dos años después de los sucesos de Las mentiras de Locke Lamora, exactamente de la misma forma que lo hacía en esa novela, con Jean Tannen y Locke tratando de organizar un robo por todo lo alto, esta vez en el casa de apuestas más importante de Tal Verrar. También la estructura de la narración es similar; largos capítulos estructurados en dos bloques: el primero relata las aventuras en el presente de Locke y Tannen y el segundo trata de rellenar mediante flashbacks el hueco de dos años que separan a los protagonistas de sus aventuras en la ciudad de Camorr. Sin embargo mientras en la anterior novela estas secuencias, aunque necesarias para desarrollar la personalidad de los personajes, a veces rompían el ritmo de la trama principal descompensando en cierta manera la historia, en esta segunda entrega estas escenas de reminiscencia casan mejor con la trama central, sobre todo porque en ese lapso de dos años se nos narran elementos indispensables para entender la línea argumental central.

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Flicker, de Theodore Roszak

Flicker La historia del cine está repleta de áreas misteriosas, de títulos legendarios y perdidos, de fascinantes figuras marginales excluidas del canon oficial y sólo mencionadas a pie de página en caracteres minúsculos. No es extraño, por tanto, que ninguno de nosotros haya oído hablar de Max Castle. Nacido Max von Kastell en la Alemania de principios del siglo XX, pudo haber sido uno de los directores fundamentales del cine expresionista, de no ser por los problemas de censura encontrados a raíz de su película “Simón el Mago”, que lo forzaron a emigrar a Estados Unidos como hicieron otros muchos colegas de la UFA.

En Hollywood, la MGM apostó fuerte por Kastell, que ya había adaptado su apellido a la grafía anglosajona, y se dispuso a producirle una ambiciosísima epopeya bíblica, “La mártir”, rodada en escenarios naturales con la gran estrella Louise Brooks y medios descomunales para entonces. Por desgracia, los ejecutivos de la Metro consideraron que la película no debía exhibirse e incluso llegaron a destruir todas las copias existentes. Castle, viendo cómo su carrera sufría un revés irreversible que lo apartaba para siempre de los grandes estudios, no se resignó a permanecer inactivo y decidió buscar trabajo como fuera, lo cual lo llevó a las pequeñas compañías productoras de cine de serie B, donde desarrolló el grueso de su carrera. Los pocos que han oído hablar de Max Castle lo asocian principalmente a misérrimas películas de vampiros como “Count Lazarus” o “Kiss of the vampire”, con alguna que otra excursión al Caribe y el vudú como “Zombie doctor”, firmada al alimón con el incombustible Edgar G. Ulmer.

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The Devil You Know, de Mike Carey

The Devil You Know

The Devil You Know

Hay una serie en la línea adulta de DC Comics que me produce una tremenda admiración por aguantar al pie del cañón durante los casi 20 años que tiene ya este sello. Se llama Hellblazer y su protagonista es ese icono llamado John Constantine. Definir a Constantine no es una tarea fácil. Reconocible por estar inspirado en Sting y llevar un trasunto de traje de superhéroe –gabardina y cigarrito–, es el epítome de la labor de los guionistas británicos en el cómic americano: un ocultista feo pero con carisma, sucio en sus maneras y formas pero limpio en su interior, un idealista disfrazado de cínico que tiene que lidiar con un submundo que tiene más monstruos que las siete temporadas de Buffy la Cazavampiros. O, lo que es lo mismo, un superhéroe de los de toda la vida que en vez de estar destinado para el consumo de adolescentes es para adultos.

Esto queda patente en que el personaje lo creó nada más y nada menos que Alan Moore en las páginas de La Cosa del Pantano, y por él han pasado todos los buenos guionistas británicos de los últimos años: Jamie Delano, Garth Ennis, Warren Ellis e, incluso, en muy menor medida, Neil Gaiman y Grant Morrison. Un trabajo que poco a poco ha dado más y más vida a este «mago» natural de Liverpool. Después llegó Brian Azzarello que simplemente no supo qué hacer con el personaje… pero Mike Carey –con negrita– recogió el testigo y volvió a llevar a Constantine a lo más alto. Por eso, y por haber escrito la mejor novela gráfica de 2004 –Creo en Frankie–, no me lo pensé dos veces al adquirir The Devil You Know cuando me topé con ella en la estantería de los más vendidos de una librería especializada de Londres. Porque si Mike Carey era la mitad de bueno en prosa que en la historieta me lo iba a pasar en grande.

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Jurgen, de James Branch Cabell

Jurgen

Jurgen

Cuando uno va a una librería especializada y pregunta por novelas canónicas de fantasía anteriores a El Señor de los Anillos, las respuestas suelen ser las mismas que muchos autores de renombre que han corrido mejor suerte y disponen de mejor salud en librerías más generales. Los más conocedores remitirán a los cuentos de Lord Dunsany, uno de los favoritos de Lovecraft. Otros, a Entrebrumas de Hope Mirrlees, novela de cabecera de Neil Gaiman. Y pocos, pero irreductibles, dirigirán su mirada a James Branch Cabell.

James Branch Cabell, quien fuera uno de los escritores favoritos de nada más y nada menos que Robert A. Heinlein, es toda una rara avis. Proveniente de una familia aristocrática, no escribió fantasía de manera circunstancial, sino que fue algo vocacional y ya antes de llagar a los veinte años mostró sus deseos de encomendarse a este género; en aquel momento un territorio inexplorado en el cual podría hacer todo tipo de experimentos literarios, algo que no desaprovechó. Gran muestra de ello es Jurgen, novela que le sobrevivió –lo cual, profetizó con mucha razón–, y la más representativa de su estilo.

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The Algebraist, de Ian M. Banks

The Algebraist

The Algebraist

Lo primero que me vino a la cabeza cuando tuve el ejemplar de The Algebraist en las manos, a la vista del tocho, es que Iain M. Banks, debía ser ya, al menos por el extranjero, un consagradísimo Gran Nombre en prestigio y ventas. Y dado el autor y el tamaño de la cosa era inevitable advertir las peligrosas señales de la autoindulgencia; nada menos que quinientas y pico páginas de letra diminuta envueltas en una bonita portada con el nombre del autor escocés a un tamaño aplastante comparado con el título. Esto iba ser totalmente el show de Banks pensé, puro y duro bankspectáculo. Para lo bueno, pero también para lo malo.

Y no me equivoqué. El argumento de The Algebraist es tan enorme y complejo, tan repleto de información, que hasta da pereza contárselo. Pero en fin, haremos el esfuerzo. En el sistema Ulubis, Seer Taak es miembro de una especie de gremio, los Seers, cuya principal ocupación es la investigación de campo en Nasqueron, el planeta gaseoso del sistema Ulubis, poblado por los Dwellers –literalmente los habitantes-. Siendo los Dwellers una raza galáctica Lenta con el aspecto de un yo-yo gigante de varios metros de diámetro que ocupan la mayoría de planetas gaseosos del universo exceptuando algunos casos, como, vaya, Júpiter. Raza Lenta porque los Dwellers pueden llegar a alcanzar la edad de un par de billones de años, han estado ahí desde que el Universo es Universo y probablemente ahí seguirán para cuando nosotros, los Rápidos, desaparezcamos. Por tanto, los Dwellers atesoran conocimientos muy atractivos para cualquier civilización galáctica con un mínimo de instinto de rapiña. Pero no todo es perfecto, y, dado su peculiar carácter -forman una sociedad aparentemente desorganizada, pero eficaz y también letal- tratar con los Dwellers es un asunto delicado, particular, que sólo los Seers, casi como una casta especial, son capaces de lograr con resultados productivos.

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Sayonara Bar, de Susan Barker

Creo que la experiencia de vivir en otro país me ayudó a convertirme en escritora por varios motivos, entre ellos la sensación de dislocación cultural que sufría. En Japón dejé de ver la tele porque no entendía nada, costumbre que conservo hasta el día de hoy; salía, me sentaba en alguna cafetería y escribía. Podía desconectar de lo que decía la gente a mi alrededor porque era siempre en otro idioma. Esa sensación de aislamiento me acompañaba a todas partes en Japón; opino que cuanto más capaz sea uno de aislarse del mundo real, más intensamente vívidos serán los mundos imaginarios que cree.

Susan Barker, entrevista en 3ammagazine.com

Sayonara Bar

Sayonara Bar

Hay novelas que nacen con estrella y otras que nacen estrelladas. Algo así debió de pensar la británica Susan Barker (1978) cuando vio la trayectoria ascendente de su debut literario, Tsunami Bar, truncada por la epónima catástrofe natural que asoló las costas asiáticas en Navidad de 2004. A raíz de la tragedia sus editores decidieron echar el freno de mano, recuperar el manuscrito que había sido la comidilla de la Feria del Libro de Francfort meses antes, trasquilarlo para eliminar cualquier posible referencia «delicada» a las olas gigantes y poner Tsunami Bar finalmente a la venta transmutado en Sayonara Bar. A la vista del resultado final, supongo que la tijera no se llevó por delante nada crucial, o resultaría beneficiosa incluso, puesto que la ópera prima de Barker desprende frescura y vitalidad por todos sus poros, amén de un pulso estilístico impropio de una principiante en esto de juntar letras.

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Las mentiras de Locke Lamora, de Scott Lynch

Las mentiras de Locke Lamora

Las mentiras de Locke Lamora

Todos los que somos aficionados a esta cosa llamada género fantástico nos hemos encontrado con grandísimas historias, aunque las más de las veces no hayan recibido el reconocimiento del gran público salvo contadas excepciones como 1984 o Matadero cinco en ciencia ficción o El Señor de los Anillos en la fantasía. Por más que nos pese el tipo de novelas que leemos no son capaces de atraer a la masa lectora. Es cierto que en los últimos años parece que algunas obras de corte fantástico han atraído a gran cantidad de público –la saga de Harry Potter o las novelas de Laura Gallego dentro del panorama nacional– pero estas novelas, aunque evidentemente de fantasía, no se han ideado ni desde dentro del género ni para gente del género. Más bien están preparadas ex profeso, nos pongamos como nos pongamos, para otro tipo público, joven, que con el tiempo podría dar el salto hacia el género fantástico pero, generalmente, se conforma con lo que ya ha leído y lo abandona. En escasas ocasiones aparece una historia de género ideada dentro del género pensada para lectores de género y con la fuerza, el dinamismo y, por qué no decirlo, los “ingredientes” que podrían atraer a otro tipo de público,

En este mundo de la literatura fantástica es muy arriesgado atribuirse las cualidades de profeta y vaticinar un futuro a un libro que, como mucho, puede vender unos cuantos miles de copias. Pero en el caso de Las mentiras de Locke Lamora sería una auténtica pena, de verdad, que no diese el salto.

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