El pelotón de los torpes ahora siempre gana

Peacemaker. La exaltación del pelotón de torpes en los superhéroes

No, no hablo de las historias de superación de gente que atraviesa una dificultad puntual. Ni del underdog, ese personaje tan característico de la mitología yanqui, Rocky Balboa recibiendo tunda tras tunda hasta que de repente, ante la oportunidad de su vida, se sobrepone a todo y consigue dar lo mejor de sí mismo. Tampoco de conjuntos de aire cómico con la entrañable banda de Campeones. Me refiero a grupos compuestos por tipos descartados, a veces injustamente, pero otras por ser patosos, por torpes, por viejos, por bobos. No por pobres o feos, condiciones superficiales que pueden esconder talento. Hablo de personajes sin él; de gente realmente falta de un hervor.

Todo esto es la evolución de un fenómeno que me parece muy relevante en la narrativa (en cualquier vertiente artística) del siglo XXI: la conformación de familias postizas como entrañable columna sobre la que vertebrar arcos narrativos largos, sea una serie de televisión o de novelas.

El origen de los personajes acompañantes en la cultura popular

Seguro que hay ejemplos previos en los folletines decimonónicos, pero mi impresión es que ese encumbramiento del interés por el entorno sobre la propia trama empezó a fraguarse con la veneración por las historias de Sherlock Holmes. Cuando uno las lee realmente, se sorprende de que personajes que ha visto con numerosas frases en cualquier adaptación, como la señora Hudson o los Irregulares de Baker Street, no sólo aparezcan en contadas ocasiones, sino que no sean más que atrezzo.

Se empezaron a rastrear con fruición detalles similares que apenas dejaron ni Simenon en su Maigret ni Agatha Christie en su Poirot; tampoco avanzaron mucho Rex Stout con su Nero Wolfe ni Erle Stanley Gardner en su Perry Mason. Pero progresivamente se entendió que ahí había chicha, y en series de novelas de los sesenta-setenta como las de Chester Himes, Donald Westlake, Robert Parker o Stuart Kaminsky ya el paisanaje cobra protagonismo. En España, tras arranques dubitativos en ambos casos, se sumergieron en ese desarrollo de escenario tanto Francisco González Ledesma como Manuel Vázquez Montalbán, pero me gustaría recalcar el entorno manchego de partidas en el casino, desayunos con churros donde la Rocío, filósofos rurales y paseos en el Seiscientos del veterinario por la Tomelloso de Francisco García Pavón.

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Fracasando por placer (XL): Minotauro 5, mayo-junio de 1965

Minotauro Logo

Para entender la relevancia de Minotauro en su momento, tanto como editorial como en esta revista de breve existencia, hay que ser consciente de cómo estaba el percal a mediados de los años 60. Absolutamente toda la demás ciencia ficción que se publicaba en castellano hacia este 1965 es a fecha de hoy rigurosamente ilegible. Hablo de traducciones llevadas a cabo por personas con escaso conocimiento del inglés pero también muy reducido del castellano, y de la elección de títulos anglosajones con criterios indescifrables, aleatorios, que llevaban a que dispongamos en Iberlibro de bazofias tan inconmensurables como Anton York, inmortal (el recordadísimo truño de los hermanos que firmaban como Eando Binder). Minotauro, mientras, publicaba a Bradbury, Sturgeon, Lovecraft, Stapledon o Matheson, en versiones mejorables con los baremos actuales, pero legibles. Y una revista con joyas clásicas que eran rigurosamente contemporáneas. Aquí, por ejemplo, un Ballard de sólo un año antes que hoy es uno de los monumentos incuestionables de la historia del género.

La verdad es que no hablé mucho sobre esta revista con Paco Porrúa, aunque creo que en este caso (no como en el posterior que ya traté) la responsabilidad de la elección de los cuentos es suya, así como buena parte de las traducciones con algunos de sus seudónimos frecuentes: en este número del que vengo a hablar, por ejemplo, tenemos a los viejos conocidos Francisco Abelenda, Manuel Figueroa o José Valdivieso, y sólo hay además un relato atribuido a un G. Lemos del que no tengo constancia cierta. Los cuentos proceden en su totalidad de The Magazine of Fantasy & Science Fiction, así que tenemos un doble filtro: relatos elegidos por Porrúa de la revista que escogía por entonces los mejores cuentos del género. Donde se cocinó de manera fundamental la evolución vivida esa década.

F&SF tenía por entonces varias ediciones internacionales (en la contraportada se mencionan la inglesa, japonesa, alemana, italiana y la mítica francesa, de enorme longevidad, Fiction) y Minotauro lo fue durante cuatro años, al principio con una encomiable periodicidad y luego con los plazos dilatados a los que tantas veces nos habituó luego la actividad de Porrúa (hubo un número al año en 1966, 1967 y 1968). Perdiera ese ritmo o no, lo que nunca dejó de tener es esa condición de publicación excelente en sus diez encarnaciones, y esta que me había quedado pendiente de leer hasta ahora es un ejemplo más.

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Fracasando por placer (XVI): Selecciones de pequeñas obras maestras Géminis 6. Ed. Géminis, 1968.

Geminis CF

El reciente artículo del propietario de esta casa acerca de una antología de Robert F. Young me abrió la curiosidad por leer «Little Dog Gone», el único cuento con el que consiguió ser finalista del Hugo. Cuando me disponía a ello en inglés, descargando el enlace a un pdf que un amable lector había remitido en los comentarios, se me ocurrió hacer una búsqueda por si estaba en castellano; en particular, porque no me resulta cómodo del todo leer revistas en la tablet, soy así de viejuno. Y en efecto, había una versión, pero también estaba ahí una de las peores noticias posibles: la traducción era de F. Sesén, un nombre que despierta en mí escalofríos, llanto y crujir de dientes.

Como el volumen en cuestión estaba literalmente al alcance de mi mano, la estiré. Y tras leer unas líneas no pude dejarlo; es lo que tienen los confinamientos, que uno se aferra a cualquier pasarratos. Una vez terminado el cuento, me dije: creo que no he leído esta antología. A ver el resto. Es el tipo de caprichos por el que sí hago esta sección irrelevante en vez de leerme las últimas novedades, que fue una obligación que afronté muchos años y ahora no me apetece casi nada. Prefiero que me recomienden, pero encuentro que prácticamente sólo aquí en C hay consejos fiables que no son de amigos que se deben favores o quieren procurárselos, con lo que me pierdo muchas cosas.

Sesén tradujo el relato como «El perrido», porque a lo largo de su carrera profesional hizo cosas mucho peores y tampoco pasó nada. Sin embargo, la versión esta vez resulta legible, lo que me animó a seguir leyendo. Es uno de esos cuentos amables de Young, con elementos «cultos» para lo que es el género, en el que un actor fracasado se reinventa vagabundeando por esos planetas de Dios con una suerte de Lucy Lawless (la de Xena, la princesa guerrera) que se encuentra en un tugurio, así como un perro extraterrestre que se teletransporta. Una muy típica historia de redención, con los bien dosificados detalles emotivos propios del autor, pero que se cae a cachos de convencional en su escenario espacial «far west» y la caracterización muy obvia de los personajes. Sin embargo, entiendo la razón por la que el cuento llamó la atención: el final es realmente inesperado y conmovedor. No es uno de los cinco mejores cuentos de Young que he leído, pero la conclusión es que tampoco puedo darme por decepcionado. El Hugo lo ganó a la postre una cosa de los Dorsai de Gordon Dickson, con lo cual tampoco habría sido raro que se lo dieran. Si bien ese mismo año se publicó algún que otro cuento con mayores méritos, caso de «Playa terminal», de Ballard (ese autor que dibujó nuestro presente y que jamás fue ni siquiera finalista del Hugo), «El hombre en el puente», de Aldiss, o «El collar de Semley», de Le Guin.

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