Suele esgrimirse como dato de interés al escribir sobre La espada rota –y no del todo inocentemente, quizás– su aparición original el mismo año que La comunidad del Anillo, de J. R. R. Tolkien. Sabida o intuida la relación temática que pudiera haber entre las dos, al ser del mismo palo, se establecen inevitablemente las comparaciones. En un lejano 1954 ambas obras, que tienen no pocos puntos en común, aunque han seguido diferentes derroteros del éxito, vieron la luz. Pero dejemos eso para más adelante…
La espada rota narra la historia de Skafloc, un humano raptado en su lecho infantil por Imric, Conde de los Elfos, y sustituido por una criatura feérica que, con el tiempo, traerá la desgracia a la existencia del progenitor humano, Orm el Fuerte, y los suyos. Es la doble historia, por tanto, de Skafloc, campeón de Alfheim, y su sombra bersekr, Valgard. También es el resumen del choque entre el mundo «real» –si así puede definirse– y la dimensión feérica que corre paralela a ese mundo. Y, en una más atenta lectura, incluso el del enfrentamiento entre las mitologías nórdica y céltica con el cristianismo. No es la historia, en todo caso, de esa espada rota del título, Tyrfing, que como buen acero maldito/encantado sólo hace acto de presencia para imponer su sangrienta voluntad.
Uno de los muchos adjetivos válidos, sangrienta, para definir esta novela. Al igual que visceral, impetuosa o, ¿por qué no?, romántica. Tal como en las ricas fuentes clásicas de las que bebe, conviven aquí la traición, la venganza, la ambición y las tragedias familiares. El principal argumento que maneja Anderson es el de las grandes sagas escandinavas, tirando de un acervo sugerente, nevado y distante –no para él, nacido en Estados Unidos, pero de padres escandinavos– que contiene todos los elementos capaces de hacer vibrar al lector. En efecto, La espada rota supone un ávido trago de sangre y magia que no puede dejar indiferente a su degustador. Esto se convierte en una de las bazas que la diferencian de la obra de Tolkien. Indudablemente más visceral que ésta, para aquellos que denostan la pesadez de algunos pasajes tolkienianos, la prosa de Anderson será de mucho más satisfactoria lectura y puede resultar una sorpresa. Escenas de gran virulencia sugerida o mostrada no son escatimadas por el autor –léase como ejemplo la temprana y horriblemente fugaz escena del tercer capítulo con Gora, la cautiva hembra de troll– y nótese que los elfos mostrados aquí poco tienen que ver con la imagen edulcorada que nos ha quedado –justamente o no– de los de Tolkien. En todo caso las comparaciones, aunque odiosas y necesarias, no son más que un fleco del tapiz de La espada rota; nada más que una circunstancia. La novela se erige por derecho propio, por calidad y perspectiva temporal, como uno de los clásicos indiscutibles de la literatura fantástica.
Porque es que aquí donde el seguidor del género disfrutará con unas fenomenales batallas entre elfos y trolls; con la épica inherente a un escenario, unos personajes y unas acciones que son tratados con gusto, destreza y sin ambages por el magnífico autor de tan definidos orígenes; con las descripciones certeras de las motivaciones y pasiones de los personajes; con un hálito tremendista casi insuperable –la tragedia tiñe hasta las acciones más dulces–; y con un desenlace que no por previsible resulta menos climático. No faltan tampoco los versos, las canciones improvisadas por los escaldos que trufan el texto, como buena saga que es.
Si apartamos a un lado por un momento la parte más aventurera y adrenalínica de la novela podemos escarbar a otro nivel, si queremos, un tanto más profundo y notar cómo la novela transita por un conflicto constante entre civilizaciones, mitologías y religiones que luchan por mantener su posición de poder o su peso bien en el mundo de los hombres o bien en el de otras entidades superiores e inferiores. Entre Dios y lo feérico no parece haber buenas relaciones. En todo caso, eso quedaría para un análisis integral de la obra. Y una recomendación: una segunda lectura, aun parcial e inmediata, puede resultar todavía más satisfactoria en el disfrute de La espada rota.
Una portada poco vistosa y unas páginas de papel más bien tirando a endeble cobijan por tanto una novela que debe ser conocida por todo aficionado al género. Lo asequible de la edición presente es a la vez cara y cruz de una brillante moneda que merece ser rescatada de entre el fango del tiempo.
Por último es de justicia hacer notar que el texto presentado en esta edición es el retocado ligeramente por Anderson –y dado por definitivo– respecto al original de 1954, hecho que es ampliamente explicado por el propio autor en un prefacio donde podemos encontrar, además, alguna que otra opinión interesante acerca de las Eddas y, sobre todo, acerca del carácter mutativo de la personalidad de los elfos, dependiendo del punto de vista de aquel autor que maneje sus hilos. No tiene desperdicio.