Cuando falla la gravedad, de George Alec Effinger

Cuando falla la gravedadTengo la impresión de que George Alec Effinger le debe más a Dashiell Hammett y a Jim Thompson por Cuando falla la gravedad que a autores ciberpunk como Bruce Sterling o William Gibson por poner dos ejemplos. Empecemos por el escenario que se aleja de la habitual estética ciberpunk —todos tenemos en mente Blade Runner—, una babel futurista con calles transitadas por un hervidero de gente sobre la que refulgen anuncios gigantes y en la que se alzan edificios enormes de apariencia vanguardista, sedes de poderosísimas multinacionales. En una trama ciberpunk es muy posible que nos topemos con hackers, inteligencias artificiales o que nos sumerjamos en el ciberespacio, nada de esto hallaremos en la novela de Effinger. Su adscripción al ciberpunk se debe a dos dispositivos tecnológicos presentes en la novela que permiten a quien se los conecta alterar la mente. Pero más que nada es novela negra. Una etiqueta que nos evoca de inmediato crímenes, personajes marginales, ambientes decadentes, corrupción policial, alcohol y protagonistas de moral cuestionable, elementos todos ellos presentes en el libro. Es importante recalcar la gran influencia que el género negro tuvo en el ciberpunk. No sólo comparten un mismo interés por personajes marginales sino que utilizan técnicas literarias similares: frases cortas, descripciones a machetazos, mucha acción y un narrador en primera persona.

Cuando falla la gravedad se sitúa en un futuro no demasiado lejano en el que occidente se ha segregado en multitud de pequeños estados en favor de los países musulmanes. Los moddies y los daddies se han vuelto muy populares. Los primeros se utilizan para potenciar ciertas capacidades del cerebro o incluso proporcionar conocimientos concretos, como entender otro idioma. Los segundos permiten al individuo adquirir una nueva personalidad (normalmente de un personaje de ficción). El protagonista es Marîd Audran, un tipo que vive en el Budayén, un barrio muy poco recomendable de una ciudad al norte de África, lleno de garitos, delincuencia y drogas, y que se gana la vida básicamente como detective. Cuando se cita en un bar con un posible cliente, éste es asesinado por un individuo que lleva un daddy de James Bond. A partir de entonces los crímenes se suceden uno tras otro en un cerco que se estrecha en torno a Marîd. Algunos de estos asesinatos son cometidos con una saña y una crueldad desconocidas en un lugar como el Budayén, que no es ajeno a la violencia.

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La larga marcha, de Stephen King

La larga marchaEs sabido que Stephen King escogió el pseudónimo de Richard Bachman para publicar un puñado de novelas. Como descanso, realmente, de sí mismo, e imagino que para ver que podía vender su talento sin la maquinaria de la publicidad ni la reymidasizada condición de su nombre. Ya he comentado que aterricé tarde en King. Durante años lo único que había leído de él era Mientras escribo, y sólo ahora, finalmente rendido, he empezado a adentrarme en su narrativa. La larga marcha era uno de los títulos que más me llamaban la atención; más, seguramente, que otras obras más reputadas o que las ya conocidas por las adaptaciones al cine que normalmente traen sus libros consigo como panes bajo el brazo.

Me gusta caminar y la premisa de esta novela ya me parecía interesante, curiosa. Un grupo de chavales caminando hasta morir. No sé. ¿Qué será esto? ¿Algo un poco raro, quizá? La maquinaria que lo orquesta todo en la novela, el porqué de esa larga marcha y la mentalidad colectiva, organizada y estructurada, que por una parte la fomenta, que la incita, y que por otra la acepta, es el corazón de esta novela escrita por un jovencísimo King que la desechó y reaprovechó años después, como digo, para publicarla bajo el experimento de Bachman.

Moderada distopía en la línea de la película setentera Punishment Park, de Peter Watkins, la novela, si digo que es moderada, es porque no opta por un imaginario exagerado, chillón, que extreme algunos de los rasgos más idiosincráticos de su tiempo para hacer de ellos una imagen grotesca. Como en la película de Watkins, aquí no hay grandes deformaciones de la realidad. No es, ciertamente, Un mundo feliz ni 1984. En estas páginas vemos mundos que son los nuestros. Y tanto en el libro como en la película hay un control estatal que se entromete en las vidas de la gente: el Estado no tolera la disensión. Cuando la sospecha, mata.

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La Cultura, muerte y resurrección de la space opera

I. Introducción

Normalmente, cuando el lector ajeno a la ciencia ficción contempla, lee o escucha alguna referencia al género, lo primero que se le viene a la cabeza son descomunales batallas entre naves espaciales, imposibles haces de láser resplandeciendo en el vacío y fanfarrias imperiales de fondo. Podemos explicarles pacientemente que la ciencia ficción es mucho más que eso, podemos hablar de las ucronías, las distopías, el hard, el soft, la new wave, el cyberpunk y lo que haga falta, pero en el subconsciente colectivo del resto de la humanidad en lo primero que piensa cuando se menciona la ciencia ficción es en La Guerra de las Galaxias. O sea, en la space opera. Y es que la tan denostada space opera es, para qué nos vamos a engañar, la temática, el epítome y el estigma pulp de la ciencia ficción, con sus desenfrenadas aventuras espaciales, sus escenarios deslumbrantes y su melodrama épico. Y, sobre todo, es el lugar donde se destila el sentido de la maravilla en su estado más puro, esa sensación adictiva que nos convirtió en aficionados a la mayoría y que nos hace volver una y otra vez a las estanterías marcadas con el letrero de ciencia ficción.

0078Banks.jpg El escocés Iain M. Banks era uno de estos aficionados, criado entre lecturas de Heinlein, Vance y Bester, cuando a mediados de los setenta decidió emular a sus ídolos pergueñando las aventuras de Zakalwe, la figura trágica de un mercenario socarrón y cabronazo contratado por «los buenos» para limpiar atascos en las cloacas de la alta política intergaláctica. Banks, a la hora de dotar de un trasfondo político y social a la parte contratante, decidió retorcer los elementos característicos de la space opera con el objeto de llevarlos al terreno de sus preocupaciones como escritor y en consonancia con las corrientes contraculturales izquierdistas de aquel momento. ¿Por qué no dar una vuelta de tuerca a los clásicos que se limitaban a proyectar en el futuro distante un reflejo simplista del mundo tal y como era en la época? Así, en vez de crear un universo poblado de recios cadetes espaciales de nombres anglosajones al servicio de Federaciones o Repúblicas de carácter inequívocamente norteamericano, tendríamos uno lleno de anarco-hedonistas de nombres exóticos e imposibles de pronunciar que poblarían la civilización ideal en la que a Banks le gustaría vivir: La Cultura. Inoculando de paso dolorosas dosis de realidad en la space opera mediante esa inyección letal llamada Pensad en Flebas, bofetada que despierta dolorosamente a todo el subgénero de un dulce sueño de aventuras irresponsables. Y una vez cometido el crimen sólo quedaba aprovechar el cadáver como fértil humus de donde extraer nueva vitalidad para que la space opera creciera fuerte y vigorosa de nuevo, capaz de hablarnos de cosas que nos afectan y nos importan, más allá del mero entretenimiento escapista.

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