Algunos apuntes sobre Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy

Meridiano de sangreA – Me sorprende que Meridiano de sangre no manche de rojo profundo las estanterías en las que pasa sus días y sus noches. Que no gotee su lomo hasta dejar, cayendo lento y espeso, un charco de horror histórico en el suelo. Esas páginas, chapoteantes. Pero más importante que la sangre que recorre el libro es todo lo que implica el correr de esa sangre, lo que explica de nosotros como especie y cuánto define el origen de un mito: la patria. (Horrenda palabra, lo sé, pero aquí la uso para socavarla con el libro de McCarthy en mente).

Pero antes, otra cosa.

B – No soy muy dado a encontrar equivalencias exactas entre obras, ni, si las encuentro, a darles mayor importancia, a otorgarles un significado más determinante del que realmente tienen –otra cosa es el rastro de la influencia–. Pero –ah, la importancia de los ‘peros’– en Meridiano de sangre creo que se pueden espigar algunas equivalencias que son algo más que mero hallazgo. Llamativas equivalencias, sobre todo, con Moby Dick.

Es sabido que la novela de Melville era la favorita de McCarthy –signifique eso lo que en el fondo signifique– y creo que las equivalencias aquí trascienden el simple homenaje, la comprensible coquetería de arrimar el ascua a tu sardina favorita, por decirlo así. Se propuso McCarthy, y se consideró capaz y uno diría que con razón, de crear un personaje tan misterioso, tan escurridizo al análisis como Ahab y la ballena albina. Pues venga, a ver esos parecidos.

Ambos libros empiezan con cortas, cortantes frases de tres palabras; también, en los dos, bastante al principio, hay un sermón de importancia capital, así como en los dos hay, también, y también al inicio, un profeta, imbuido de no sabemos qué conocimiento, que advierte al protagonista de los eventos que sucederán. Y todo esto, que no parece demasiado –porque verdaderamente no lo es–, sólo es la nebulosa que rodea a lo que yo diría que de verdad importa aquí (y omito a conciencia el hecho de que las dos novelas se compongan de títulos de dos palabras y consiguiente subtitulo, por parecerme, esto sí, un parentesco demasiado superficial): lo que sí me parece, como digo, cargado de intención, de significado que entronca un texto con una tradición anterior, es el hecho de que el juez Holden sea él mismo el equivalente humano del cachalote albino. Ahí le tenemos: inmenso, lampiño como la cera, y uno diría que atemporal y por tanto cargado de conocimientos misteriosos. Como Moby Dick.

Como símbolos de difícil clasificación, el juez y la ballena danzan y nadan en el mismo espacio, en la misma intención. Holden, o la ballena blanca, no son Ahab, que tiene raigambre y motivos humanos; son algo que nos trasciende y nos deja con las manos vacías.

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Una inesperada definición del sentido de la maravilla

Moby Dick

…y por ello (…) le llamaron loco.

Herman Melville

Releyendo, así por azar, unas páginas sueltas de esa delicia inigualada que es el Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer de David Foster Wallace, me detuve, esta vez sí, en la mención que hace al capítulo 93 de Moby Dick, titulado “El náufrago”. Y ¿por qué ahora sí y en el momento de la lectura original no? Ni idea. Pero, intrigado, quise ver cómo describía Melville esa sensación de estar solo y perdido en alta mar, e imagino que, al haber leído ya, entero, el texto de Wallace, la gula por leer hasta el final se había atenuado (un poco, al menos), y así me pude permitir el lujo de parar y seguir por el camino que proponía, coqueta, la digresión de esa referencia.

Desandando el camino, pues, que va de Foster Wallace a Melville, releí el capítulo de Moby Dick, esta vez en inglés, y aparte de tener la sensación, cada vez más convincente, de estar ante un poema en prosa en lugar de ante una novela, vi que en las palabras melvilianas, en el imaginario que teje, estaba la definición de nuestro tan ondeado sentido de la maravilla.

Foster Wallace menciona el capítulo porque, de pequeño, solía “memorizar las informaciones acerca de siniestros causados por tiburones,” y, después de enumerar varios de esos casos, recuerda que, cuando descubrió, en la preadolescencia, la novela de Melville, terminó “escribiendo tres ejercicios distintos sobre el capítulo “El náufrago””. No intervienen los tiburones en este tramo de Moby Dick, a diferencia de en otros, pero entra dentro de esa categoría que califica de ‘siniestro’, y de ahí los deberes entregados. Que menudos deberes, supongo. ¡Como para corregirlos!

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El Pescador, de John Langan

El pescadorDentro de ese ideario en construcción que, al final, es toda colección de libros, el terror contemporáneo me parece el flanco mejor cubierto por La biblioteca de Carfax. Shaila Correa y María Pérez de San Román, sus editoras, están dando cabida a una serie de autores y obras esenciales para entender la actualidad de un género muy maltratado en España. Con cada novedad acrecientan la polifonía de un repertorio tan variado como la propia literatura de terror en sí e invita a ser leído independientemente del conocimiento de su autor o la novedad detrás de su propuesta.

El Pescador fue junto a Cero el plato fuerte entre los títulos presentados en 2018, con una preparación diametralmente opuesta a la de Kathe Koja. Si en Cero el conflicto central emanaba de las turbulencias de la creación artística contemporánea (la década de los 90 del siglo pasado), John Langan se acercaba a la base tradicional de lo extraño, en su frontera con el horror cósmico, e incorporaba un paisaje mental más cotidiano al tradicional desfile de criaturas y sensaciones abracadabrantes: la melancolía por la muerte de un ser querido. Básicamente, todo El Pescador da vueltas al desamparo de una serie de hombres que, por diversas causas, han perdido a sus mujeres. Tal es el caso del narrador, Abe, viudo después de que su esposa padeciera un cáncer que la debilitara hasta su muerte. Tras la inevitable zozobra, alcanza un consuelo en las rutinas asociadas a la pesca. Ese bote salvavidas le lleva a los ríos más recónditos del estado de Nueva York en unas largas jornadas a las que, después de unos años, se ha unido Dan; un compañero de trabajo cuya mujer e hijos fallecieron en un accidente de coche. Sin embargo, mientras Abe se ha “beneficiado” de haberse despedido de su mujer, el duelo de Dan tiene un cariz mucho más depresivo.

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