Danza de tinieblas, de Eduardo Vaquerizo

Danza de tinieblas

Danza de tinieblas

Tras la muerte en accidente de caza de Felipe II, su hermanastro don Juan de Austria, héroe de la Batalla de Lepanto contra el enemigo turco, ocupa el trono de España. La ascensión del hijo natural del emperador Carlos V provoca un cisma con la Iglesia Católica de Roma, además de la pérdida de los territorios europeos de la corona española, equilibrado por una notable expansión de los dominios transoceánicos del Atlántico y Pacífico y una apertura sin igual hacia las ciencias.

En 1927, con Madrid convertida en capital del imperio y principal metrópoli del mundo civilizado, el rey Fernando demuestra ser un hombre de su tiempo gobernando un país en plena Revolución Industrial. Pero Madrid es también un nido de intrigas que atrae por igual a conspiradores, agitadores, conjurados, espías católicos y anarcolistas antimonárquicos. En este caldo de cultivo, el cabo de alguaciles Joannes Salamanca, veterano de los tercios, fanfarrón y pendenciero pero dotado de la astucia propia de los iletrados, es requerido para asistir al inquisidor especial Fray Faustino Alhárquez en la investigación de una cadena de crímenes especialmente truculenta, relacionada con la política del Imperio.

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El espíritu del mago, de Javier Negrete

El espíritu del mago

El espíritu del mago

La entusiasta acogida de La espada de fuego hacía inevitable su continuación. El espíritu del mago transita por los mismos derroteros de fantasía épica con trasfondo tecnológico que su predecesora; sin embargo, es una novela de concepción mucho más adulta, elaborada y madura, pese a que dos nuevos personajes –Darkos y Ariel– sean adolescentes. Así, el horror de la guerra, el fanatismo religioso o la ambición de poder son temas que aparecen de forma recurrente. Pero ¿se nota realmente la autoría de un escritor español? Francamente, apenas. ¿Debería? En absoluto, aunque sería bueno que este tipo de éxitos comerciales no velaran los intentos por construir un fantástico de raíz más autóctona. Ejemplos no faltan, incluso en la misma editorial –Danza de tinieblas, Rihla–, aunque los resultados aún disten de ser comparables.

La narración se inicia dos años después de que Derguín Gorión conquistara la mítica Espada de Fuego. Tramórea atraviesa momentos especialmente convulsos: una terrible sequía está aglutinando a los belicosos pueblos nómadas del sur en un ejército de invasión al mando de El Enviado, caudillo religioso que preconiza el genocidio como forma de invocación de los dioses. Mientras, el Zemalnit vive asilado en la ciudad isleña de Narak, junto a un pequeño ejército de acólitos que adiestra en los secretos del Tahedo. A sus veintiún años, el peso de la responsabilidad ha marcado su carácter, tornándolo huraño y desconfiado, a la vez que la posesión de ese objeto de poder ha envejecido su alma. Ajeno a las intrigas que su presencia desata, su obsesión es devolver la vida al cuerpo de su amigo Mikhon Tiq, petrificado años atrás a consecuencia de un enfrentamiento con el nigromante Ulma Tor. Cuando, en sueños, el aprendiz de mago le exhorte a dirigirse a Etemenanki, la ciclópea torre del Rey Gris, Derguín unirá definitivamente su destino al de la propia Tramórea.

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El Invencible, de Stanislaw Lem

El Invencible

El Invencible

17 años y un aburrido verano en el pueblo suelen ser una combinación mortal, así que en aquel lejano 1986 me aprovisioné de la munición habitual para sobrevivir a tan largo asedio: muchos libros. Para ser más exactos, muchos libros de ciencia ficción. Uno de ellos fue El Invencible de Stanislaw Lem.

Entonces ya me había leído sus relatos de robots y los cuentos de Ijon Tichy. Lo tenía clasificado en el apartado de autores muy serios, con un sentido del humor vitriólico y dedicados a criticar al género humano. Una especie de ilustrado del XVIII que hubiese sobrevivido hasta el siglo XX y en el proceso hubiera perdido su fe en el género humano y ganado en mala leche. Así que El Invencible me sorprendió y de qué manera. Aparentemente era una historia de lo más convencional, típicamente pulp si me apuran. El Invencible que da título a la novela es una nave espacial de combate perteneciente a un Imperio terrestre que se está expandiendo por el cosmos. Vamos, una especie de Enterprise en un episodio de Star Trek (y creo que esta comparación estaba en la mente del propio Lem). La misión que debe cumplir es otro cliché más del género: acudir a un planeta inexplorado y descubrir qué ha destruido a la nave Cóndor.

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Solaris, de Stanislaw Lem

Solaris

Solaris

Las personas no nos comprendemos. Nuestra comodidad, nuestro egoísmo o, simplemente, nuestro miedo a lo distinto impiden un total entendimiento con aquellos que nos rodean; personas como nosotros, con problemas como los nuestros. Otras veces no podemos. Se imponen barreras idiomáticas, culturales, sociales, económicas, generacionales, culturales,… La comunicación se llena de una especie de estática.

Si ni siquiera podemos comprendernos a nosotros mismos, ¿cómo podríamos hacerlo, si se diera el caso, con un ser que no es humano y que ni siquiera percibe la realidad del modo que lo hacemos nosotros?

He aquí una fábula sobre criaturas que no comprenden a pesar de desearlo.

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La era de cristal, de W. H. Hudson

La era de cristal

La era de cristal

Este verano, me encontraba charlando con un conocido experto en ciencia ficción nacional cuando la conversación derivó hacia uno de los “padres” del género de nuestro país. La crítica contra el pobre autor fue demoledora, y ante una débil justificación de su obra en aras de su carácter de “clásico”, la sentencia fue inapelable: “en este país, por desgracia, no sabemos distinguir lo antiguo de lo clásico”.

Bueno, creo que esta verdad es, por desgracia, inapelable pero, creo también, que no es únicamente un mal español. Y si no, echémosle un vistazo a La era de cristal del muy inglés W. H. Hudson. La única justificación que se me ocurre para publicar en nuestros días una novela de ciencia ficción escrita originalmente en 1887 es su carácter de clásico, de obra seminal cuyas influencias puedan rastrearse hasta nuestros días y cuya calidad sea incuestionable. Una obra como, por ejemplo, la de H. G. Wells o Julio Verne, por poner los dos ejemplos más obvios. Si ésta no es la razón, entonces lo único que se me ocurre es la curiosidad erudita o arqueológica, más típica de un estudioso académico que del gran público. Como el editor es Minotauro y no el servicio de prensa de ninguna universidad, queda claro, por tanto, que el libro de Hudson debe de tener ese carácter de clásico que antes comentamos.

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