Este verano, me encontraba charlando con un conocido experto en ciencia ficción nacional cuando la conversación derivó hacia uno de los “padres” del género de nuestro país. La crítica contra el pobre autor fue demoledora, y ante una débil justificación de su obra en aras de su carácter de “clásico”, la sentencia fue inapelable: “en este país, por desgracia, no sabemos distinguir lo antiguo de lo clásico”.
Bueno, creo que esta verdad es, por desgracia, inapelable pero, creo también, que no es únicamente un mal español. Y si no, echémosle un vistazo a La era de cristal del muy inglés W. H. Hudson. La única justificación que se me ocurre para publicar en nuestros días una novela de ciencia ficción escrita originalmente en 1887 es su carácter de clásico, de obra seminal cuyas influencias puedan rastrearse hasta nuestros días y cuya calidad sea incuestionable. Una obra como, por ejemplo, la de H. G. Wells o Julio Verne, por poner los dos ejemplos más obvios. Si ésta no es la razón, entonces lo único que se me ocurre es la curiosidad erudita o arqueológica, más típica de un estudioso académico que del gran público. Como el editor es Minotauro y no el servicio de prensa de ninguna universidad, queda claro, por tanto, que el libro de Hudson debe de tener ese carácter de clásico que antes comentamos.
Bueno, pues visto lo visto, me temo que el editor se ha dejado llevar por el papanatismo que nos hace suponer que todo lo antiguo es clásico y que el tiempo es suficiente justificación para publicar cualquier cosa que hoy en día no aparecería ni en el fanzine más cochambroso.
Y no es que Hudson sea un mal escritor, de hecho es un apreciado autor menor de la Inglaterra victoriana, creador de clásicos de verdad de la literatura de viajes centrados en Argentina, como The Naturalist in La Plata o Iddle days in Patagonia. E, incluso, algunas de las ideas puramente cienciaficcionistas que aparecen en La Era de Cristal no son del todo desdeñables y serían utilizadas por otros autores posteriores como Mark Twain o William Morris: el Apocalipsis que ha barrido la Tierra es debido a la industrialización despiadada, la civilización que nos sucede es una utopía ecologista y feminista, el visitante del futuro llega de una forma bastante original y acientífica, etc, etc.
Entonces, ¿qué falla? Pues algo tan sencillo como el tono. El libro ha envejecido de una forma pavorosa y el futuro que se nos muestra, los personajes que lo habitan y el romance que centra toda la narración huele a naftalina que apesta. Y, me temo, a algunas mentes poco curtidas en la literatura e historia decimonónicas les sonará todo a chino. Sin olvidar, por supuesto, que muchas de las dobles lecturas que presenta el texto es poco probable que sean apreciadas por el lector de principios del siglo XXI poco versado en la política de la Inglaterra de finales del XIX. Y, recordando siempre que la idea subyacente a toda la narración (la necesidad del control de natalidad mediante el permiso de procreación a sólo una pareja de cada localidad) resulta en tiempos de libertad sexual y anticonceptivos ilimitados poco menos que ridícula.
Por tanto, un libro que sólo resulta interesante como ejercicio de arqueología literaria o como objeto de estudio de la cultura británica victoriana, pero nunca como obra literaria de interés. En fin, un libro antiguo que no clásico.