Robocop

La subversión de la democracia por medio de las concentraciones del poder privado es, desde luego, un fenómeno familiar.

Noam Chomsky: Estados fallidos.

RoboCopDura, desoladora película donde las haya. Revisitas hoy Robocop y no sólo no ha perdido nada de fuerza sino que, en esta expansión de Estados policiales en la que vivimos, con la presencia invasora y psicopática de la policía en las calles, es más importante que nunca volver a ver la película con la que Paul Verhoeven –uno de los mejores directores europeos vivos– llegó a Estados Unidos, desde los Países Bajos, a finales de los años ochenta con su imaginario y su irreverencia.

En una Detroit asediada por la droga y las violencias derivadas del tráfico de la droga, presentan, en la sala de reuniones de la cúpula masculina y bien vestida de la megacorporación de turno, la última ratio en armamento policial (o militar): un robot (pelín ridículo, todo hay que decirlo), levemente avícola –si me preguntan yo diría que directamente gallináceo– que más que defender a la ciudadanía se percibe como un ataque a cualquier cosa que se desvíe un solo milímetro del orden privado, o, visto de otra manera, como un arma de la policía para defenderse –como institución– frente a los peligros del desenfrenado crimen urbano. Medio minuto después somos testigos de cómo la máquina, desajustada o no, tirotea a uno de los ejecutivos en una escena orquestada por Verhoeven con un frenético sentido del ritmo que será una de las constantes a lo largo de la película. Una escena de una violencia difícil de digerir.

Esos son los primeros compases de la película, un adelanto para que veamos dónde estamos a punto de entrar y en qué consiste ese cóctel de violencia de Estado, capitalismo y ciencia ficción urbana. El punto de partida es sencillo: Peter Weller, acompañado por Nancy Allen, su recién asignada pareja laboral, pronto recibirá más balazos que Faye Dunaway y Warren Beatty en Bonnie & Clyde, y de ahí pasará, ciencia ficción mediante, a ser el Robocop que todos conocemos.

El caso es que la película es tanto una radiografía de la violencia estructural de un Estado corrupto como la historia de alguien que en ese mundo quiere recuperar su humanidad. El lento camino a casa de alguien que está solo y herido.

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