En ocasiones el trabajo editorial te impide disfrutar de un libro aun cuando su contenido tuviera mimbres para agradarte. Lo más habitual es que esta insatisfacción emerja de la ausencia de corrección ortotipográfica o de una traducción. Es más infrecuente encontrar menciones a la labor del editor sobre el borrador. Analizar el texto, valorar los puntos fuertes y débiles, observar si la estructura funciona, orientar la reescritura o la corrección… En resumen, ir más allá de la maqueta o el tamaño de la letra. Cuando ese trabajo está hecho, o ha sido innecesario, queda invisibilizado. Cuando falta, su evidencia clama desde prácticamente toda la extensión del libro. Tal es el caso de este Bioshock y el alma de los Estados Unidos.
Me atrae el universo Bioshock, una serie de tres juegos aparecidos entre 2008 y 2013. Sobre todo el primero. Recuerdo con agrado sus mecánicas de acción en primera persona con gotas de rol y combate táctico; cómo te empuja a adaptar tu estilo, las armas y habilidades a los enemigos que te encuentras. También cómo te ofrece la posibilidad de descubrir la historia del mundo aledaña a la de tu personaje; un relato que puede ser mucho más de lo que te lleva desde el comienzo al final. Las ciudades de Rapture y Columbia, los lugares narrativos donde tienen lugar, codifican una serie de características que las conectan con una visión del mundo esencial para entender los EE.UU. de las últimas décadas. Y, con pequeñas traslaciones, otras partes del mundo.
Las dos primeras entregas se sostienen sobre la figura de Ayn Rand, una escritora con una amplia influencia en EE.UU. hasta niveles a veces desconcertantes. Así, dos de sus novelas (Himno, El manantial) se utilizan a lo largo y ancho del país en los institutos para animar a la lectura, como en España se utilizan libros juveniles de Elia Barceló o César Mallorquí. Su vida y su obra sirven de molde para el personaje de Andrew Ryan, el megalómano presidente de una corporación que, cansado de la América post-New Deal, se construyó en el fondo del océano su propia utopía Randiana: Rapture. Una ciudad submarina basada en el pensamiento objetivista. Allí el individuo y su libertad personal serían un templo inviolable y cada persona podría alcanzar su máxima expresión ajeno a las limitaciones del estado. Este experimento se convirtió en una distopía, algo que se descubre mientras recorremos edificios desvencijados y somos atacados por sus antiguos habitantes.
La búsqueda de esas conexiones entre videojuego e ideología es lo mejor de Bioshock y el alma de Estados Unidos. El libro que el historiador Alberto Venegas le ha dedicado a la serie y a su creador, Ken Levine. Las 70 páginas en las que se detiene a analizar los intríngulis históricos, políticos, sociales y económicos detrás de la ficción de Bioshock dejan ver el trabajo contextualizador para contar cómo la exploración de Rapture y Columbia despliega las ideas sobre las cuales se sostienen el objetivismo, el excepcionalismo y otras corrientes de pensamiento. Y por el camino, expone otros detalles del propio diseño del videojuego y cómo se realimentan con ese corpus conceptual.
Para llegar a este apartado tienes que atravesar las páginas que cuentan la vida y obra de Ken Levine y su carrera en el campo de los videojuegos. Un paso necesario porque resulta imposible concebir Bioshock sin diversos juegos anteriores (Ultima Underworld, System Shock 2, Thief…), algunos de los cuales tuvieron a Levine en su equipo desarrollo. En este relato es necesario destacar la cantidad de fuentes manejada por Venegas, todas referenciadas en la completa bibliografía final (lo que contrasta con la ausencia de un glosario para facilitar la consulta). Sin embargo, en este despliegue comienzan a verse los problemas de redacción del libro. Serios.
La ausencia de claridad en la escritura conduce a ambigüedades o, lo que es peor, contradicciones que hubieran sido fácilmente subsanables. En la página 172 se hace alusión al éxito de El manantial como clave para que Ayn Rand pudiera dedicarse a la filosofía en vez de a la escritura de ficción, y se refiere a ella como su última novela. Sin embargo, tal y como está expresado, parece que realmente El manantial vaya a ser eso, su última novela, no la novela recién publicada que le acaba de otorgar la independencia económica que le permite dar ese paso. Este es apenas un ejemplo de las docenas existentes que van desde los años en los que pasan ciertos sucesos, el número de trabajadores involucrados en uno de los videojuegos, aclaraciones desafortunadas (Lem como exponente de la ciencia ficción soviética conectado con los Metro), utilización deficiente de palabras (desagravio en vez de agravio), fallo en la escritura de términos (exponencialismo por excepcionalismo; confundir a Ryan por Rand;…). Etcétera.
Esta falta de precisión se combina con la manía de manifestar opiniones personales con la primera persona del plural o una redacción enormemente reiterativa. Es fácil perder la cuenta en que se hace mención que Ken Levine había formado parte de Looking Glass Studios o los detalles de Ultima Underworld que se tomaron en la elaboración de juegos posteriores. Pero no entre dos capítulos, sino de una página a la siguiente. A lo que se une estructura a mi modo de ver poco meditada cuyo summum se alcanza al situar a mitad del libro un capítulo con los juegos que, probablemente, no habrían aparecido (o no lo habrían hecho de la forma en que lo hicieron) sin Bioshock. Una decisión desconcertante que separa el cómo se crearon los juegos de las ideas que albergan, para sacarte completamente del tema con un texto que podría haberse desplazado al final.
Bioshock y el alma de los Estados Unidos tiene información y análisis valiosos, es bonito y está bien maquetado. Pero todo queda harto deslucido por el desbarajuste de un texto falto de trabajo editorial empaquetado a 22 euros.
Bioshock y el alma de Estados Unidos. (Héroes de papel, 2017)
Tapa dura. 240 pp. 22 €
Ficha en La web de la editorial