Una pareja inglesa, Zoe y Jake, está de vacaciones en una estación en medio de los Pirineos franceses. Mientras esquiaban a primera hora de la mañana en unas pistas desiertas, un alud sepulta a Zoe y queda enterrada boca abajo. Jake consigue rescatarla y ambos se dirigen hacia su hotel para encontrar que está tan vacío como el resto del pueblo. Inquietos por dónde estará la gente, no le dan más importancia hasta que, a las pocas horas, descubren que no pueden abandonar el lugar: aparece una niebla que está a un tris de conducirles a un precipicio; se dirigen con los esquís en una dirección y, tras unas horas, retornan al punto de partida… Este es el misterio que mueve La tierra silenciada.
Las primeras cien páginas que relatan esta sinopsis se hacen un tanto innecesarias: no contribuyen a enriquecer lo que el lector intuye de la situación ni apenas desarrollan los personajes. Ambos quedan definidos a través de su comportamiento sin enseñar casi aristas, hasta el punto que muestran una escasa reacción ante lo insólito. Más preocupante resulta que en una atmósfera como la que se presenta no surjan conflictos entre ellos. Estamos hablando que una pareja se queda varios días en la más absoluta soledad, sometida a un estrés brutal, con una rutina cotidiana enervante rota por hechos inusuales… En este panorama, La tierra silenciada está más cerca de una versión esotérica de Robinson Crusoe que de Dos en la carretera, condensada en un microescenario y a lo largo de unos pocas jornadas. También es cierto que aparecen un par de cuentas pendientes del pasado, pero todo lo demás se circunscribe al lánguido paso de los días y los pequeños cambios que observan a su alrededor.
Y aquí está el otro gran problema de la novela. Una vez descartado lo que les ocurre a los personajes, su otro elemento fuerza adolece de falta de tensión; los hechos que buscan la extrañeza apenas producen perplejidad y todo es tan liviano que una narración que parece apostar por lo sutil se transforma en inane. No es cuestión de pedir que una gigantesca nave alienígena aparezca en cielo o que Belcebú se materialice ante los protagonistas en una explosión de llamas y azufre. Pero sí de que los elementos que aparecen tengan un determinado poder acumulativo o estén situados en alguna progresión (que sí que llega, mínimamente, en el último tercio).
Aun así, Joyce se entona al tratar ciertos temas como lo que una relación de pareja tiene de maravilloso en lo rutinario, el miedo a la muerte y la actitud ante ella, y el sentimiento de pérdida. En este aspecto, quizás los dos pasajes más significativos de La tierra silenciada nos acercan a la muerte de los padres de Zoe y Jake. Dos narraciones encapsuladas en la trama principal que sí tienen el brío de los capítulos principales de los dos anteriores libros de Joyce que había leído: Los hechos de la vida y El fin de mi vida.
Merece la pena destacar que una editorial como Plaza y Janés se haya fijado en este autor para traducirlo. Un rescate obligado después del olvido en el que había caído en La Factoría de Ideas, para la cual el contenido genérico de sus obras quedaba demasiado corto. Ahora tiene la oportunidad de llegar a un público más amplio que, quizás sin mi encallecido cerebro, pueda disfrutar más de esta historia. Lo que abriría la puerta a leer otras de sus novelas con, a priori, un sabor más intenso: Requiem, Indigo… El tiempo dirá.
O sea, que quizás Joyce debería leer Fin. Curioso.
No cito Fin porque todavía no la he leído. Pero no podía quitarme de la cabeza cómo Joyce decide tratar un tema semejante sin apenas profundizar en él. No íbamos a pedirle que hiciese un retrato generacional como el de Monteagudo, algo que curiosamente ya ha demostrado que sabe hacer. Pero qué menos que sacarle un poco más de partido a esa pareja enfrentada a la mayor crisis a la que se puede enfrentar.
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