Son las cinco de la tarde de un anodino domingo de febrero y usted acaba de aparcar, torcido el gesto, en las entrañas de algún centro comercial a las afueras de su ciudad. Un torrente de personas deambula de aquí para allá, sube y baja por las escaleras mecánicas, llena el espacio con un murmullo que se mezcla con los mensajes publicitarios y es amplificado por la acústica del abovedado recinto. Rectas avenidas, imponentes superficies de mármol que no pierden su brillo a pesar de los miles de pies que las recorren, conducen a un sinfín de sugerentes establecimientos que dan la bienvenida a familias sonrientes, juraría que felices, al acecho de las oportunidades que puedan haber sobrevivido a las rebajas navideñas. Los cines están llenos, hay cola para ver los últimos estrenos en los que el héroe hecho a sí mismo se enfrenta al injusto sistema y triunfa sobre las adversidades. Más allá, un grupo de chavales, ataviados con la camiseta de su equipo, celebra a voz en grito la última victoria, refresco en mano, camino de la sala de recreativos. Como en los viejos tiempos, piensa mientras les observa con una medio sonrisa, como se ha hecho toda la vida. Se sorprende al darse cuenta de que hasta hace un momento parecían no gustarle mucho estos sitios, pero bien mirado no están tan mal. Se tiene a mano lo que se necesita: entretenimiento, bienes y servicios, gente de la misma condición, sin diferencias. Y cuando sale de viaje rumbo a alguna ciudad extraña, reflexiona, ¿no es el centro comercial un lugar donde uno se siente como en casa, familiarizado con su estética y todas esas tiendas y restaurantes conocidos? Diablos, se dice ahora, lo suyo es quejarse de vicio. Sacude la cabeza y sigue su camino, uniéndose a la animada multitud, perdiéndose en ella…
Los comercios exhiben corazones y querubines, parafernalia efímera que pronto será reemplazada por cualquier otra fiesta del consumo que venga a continuación. El amor está en el aire, dice la canción. Una tienda de electrodomésticos muestra el resumen del último gran choque deportivo en gigantescos televisores con calidad de imagen 4K: el árbitro señala a la sorprendida estrella del equipo local con una mano mientras que, en la otra, levantada hacia el cielo sobre el estadio, sostiene una tarjeta roja. Un puñado de seguidores se apelotona frente al escaparate discutiendo a voz en grito; en la terraza de una cafetería cercana, las bromas y las risas acerca del incidente se suman al zumbido general, que va subiendo de tono a medida que, enlazando unos temas con otros, salen a colación detalles como la nacionalidad de tal jugador, que fingió la caída. Qué se puede esperar de un moro, es sabido que son traidores por naturaleza. Terrorismo. Y aquí les dejamos entrar y les damos dinero para que se queden. Que sale de mis impuestos. Y de los míos. Los trabajos son para ellos porque cobran menos. Es una vergüenza, es inadmisible, pero no es políticamente correcto decirlo. Al menos, hasta hace poco: los sondeos muestran un fuerte aumento en la intención de voto a cierto nuevo partido que promete poner los puntos sobre las íes. La cara del candidato aparece impresa en los periódicos que hay sobre algunas mesas y proyectada por varios monitores de la tienda de electrodomésticos. Este tío habla claro, está con nosotros. Dice verdades como puños y no se muerde la lengua. Hacen falta políticos así, no como esta banda de ladrones. Que hablen claro. Que digan lo que todos pensamos. No se puede permitir que unas pocas manzanas podridas echen a perder el resto. Hay que hacer algo ya. En la sala de recreativos, el grupo de chavales se turna para exterminar al enemigo invasor en el último y espectacular videojuego de simulación bélica. Las tradiciones tienen que respetarse. Como se ha hecho toda la vida.
Un escenario tan aterrador como este no sorprenderá hoy a nadie. Sigilosamente, la violencia ha llegado reptando por caminos subterráneos desde lejanas guerras y exterminios que estremecieron al mundo en otro tiempo, instalándose de manera progresiva en nuestras vidas a la espera de una oportunidad para descargar su furia destructora. Ballard identificó las señales y anticipó (una vez más) las consecuencias de este peligroso acercamiento al abismo. La que fuera su última novela, Bienvenidos a Metro-Centre (Kingdom Come), nos presenta una sociedad adicta al consumo y a los espectáculos deportivos que ha convertido los centros comerciales y los estadios en sus nuevos templos. Esta adormilada clase media lleva una existencia insulsa y empalagosa, cuyo principal objetivo es renovar puntualmente los productos que definen su personalidad. Carcomida por el tedio y ansiosa por dar rienda suelta a sus instintos, libera su frustración a través de controladas explosiones de violencia contra todo lo que ponga en peligro su forma de vida.
La historia nos mete en la piel de Richard Pearson, ejecutivo de publicidad (ah, un clásico del género) que abandona la city londinense tras una serie de fracasos laborales y se traslada a un núcleo urbano de la periferia para investigar la muerte de su padre, alcanzado por una bala perdida en un tiroteo producido en el megacentro comercial. La teoría oficial de policía y medios de comunicación, que sostiene que el incidente fue obra de algún loco, va desmoronándose a medida que el protagonista empieza a husmear en el pasado de su padre, en apariencia metido en alguna organización neofascista de hooligans que se dedica a dar palizas a inmigrantes y a destrozar sus viviendas y comercios. A partir de aquí se va formando una bola de mentiras en la que todo el mundo, policía incluida, parece estar involucrado. Todos los hilos confluyen en el centro comercial, cuya cabeza visible, un showman televisivo extravagante y populista, se ha convertido en portavoz de un discurso que llama soterradamente a la rebelión. Ya conocemos a Ballard: el protagonista acaba metiéndose en el ajo y lo que parecía una novela negra al uso se transforma en una pesadilla enfermiza, psicosis colectiva incluida, que culmina en un final sobrecogedor.
He visto muchos comentarios acerca de si esta es una obra menor del escritor británico y cosas por el estilo. Sin quitarles la razón, creo que no se la puede juzgar únicamente por sus hermanas, y lo cierto es que hace más de un año que la leí y las buenas sensaciones que me produjo se han mantenido e incluso crecido con el tiempo. Me parece una novela tremendamente visionaria y que no podría haber dado más en el clavo con todos los temas que toca. La radiografía de una sociedad occidental blanca, rica y sin norte muestra a las claras los estigmas de la enfermedad. Incluso reconocemos en sus páginas un calco de Donald Trump (y tantos otros) en el rubio presentador con aspiraciones políticas y modales agresivos. Mucho me temo que a medida que corran los años nuestra vieja Europa va a ir pareciéndose más y más a la que Ballard describe, al borde como está de una nueva recesión y plagada de partidos de extrema derecha alimentados por la paranoia xenófoba y la identidad nacional. El estallido vaticinado podría no tardar mucho en llegar: ¿lo hará solo a pequeña escala o se avecina algo mucho mayor? Los fantasmas del pasado reúnen fuerzas para reencarnarse.
Bienvenidos a Metro-Centre (Minotauro, 2008)
Kingdom Come (2006)
Traducción: Marcial Souto
Rústica. 326pp.
Ficha en La tercera fundación