Al final del arco iris, de Vernor Vinge

Al final del arco irisAlejado del escenario de aventura espacial de sus dos premios anteriores, Vernor Vinge se llevó su tercer Hugo a la mejor novela gracias a Al final del arco iris. Tal y como cuenta en la introducción Miquel Barceló, una historia de futuro cercano construida alrededor de la idea de la singularidad. Este concepto fue popularizado por el propio Vinge a mediados de los 80. En origen, define ese momento de la historia en el cual la creación de una verdadera Inteligencia Artificial, y sus acciones sobre ella misma para continuar su evolución, impulsarían el progreso tecnológico a niveles imposibles de prever. En el estado actual de la cuestión, la idea apenas tiene relación con la actual inteligencia artificial generativa auspiciada por los moguls del valle del silicio. Tiene mucho más de lo ideado por Ian Banks en su secuencia de La Cultura (mis dieces) o lo desarrollado por Benford en su serie del centro galáctico (aterrador). Escenarios con connotaciones liberadoras si causa el fin del trabajo alienante, terribles si llega con el fin de nuestra civilización o angustiosas si supone el final de la contribución humana al avance científico-tecnológico. El escenario alternativo explorado por Los humanoides o Sinsonte.

Al final del arco iris empieza con una gran promesa argumental. Existe un virus biológico que puede manipular la forma de pensar y los servicios de seguridad occidentales tratan de hacerse con él para descubrir quién lo ha creado, cuál es su finalidad… Esta exposición, certera, se torna en mcguffin cuando asienta sus reales sobre la novela Robert Gu. Poeta afamado, profesor universitario egocéntrico, cabeza de familia bastante cabrón, ha superado su Alzheimer y rejuvenecido gracias a un tratamiento que supone una segunda oportunidad en la vida. Y ahí parte el resto del libro: sus vicisitudes para reencontrarse con su familia y un mundo del que había perdido el pie. En esto es instrumental el Instituto Fairmond, el lugar elegido para reintegrarlo a la sociedad gracias a aulas compartidas por otras personas que han recibido su mismo tratamiento y adolescentes con aptitudes. Todos involucrados en una sucesión de trabajos multidisciplinares a la mayor gloria del aprendizaje por proyectos.

Estas son las facetas fundamentales de la novela. El camino de superación y redención de Robert Gu mientras lidia con su familia, sus compañeros de clase, el profesorado, su prestigio, la personalidad que era y la que es. Aquí son instrumentales los primeros desencuentros con la familia de su hijo único, con quien convive, sus batallitas en el cole y su aprendizaje de la tecnología desarrollada en los últimos años. Una internet de las cosas tal y como se podía imaginar en 2006 donde la integración de los soportes es la primera señal de salto generacional. Los jóvenes se sirven de interfaces corporales, un detalle que Gu descubre en uno de los pasajes mejor narrados cuando ve a su sobrina como abstraída del entorno, algo que asocia a algún problema psicológico (¡mi madre diciéndome que deje de mirar el móvil!). Gu tiene que aprender a desenvolverse con medios menos intrusivos; una mezcla entre folio y tablet cuyo interfaz le permite interactuar con un mundo donde lo virtual se superpone con la realidad consensuada… siempre que haya conectividad suficiente.

Y aquí se entra de lleno en la albañilería de mundos que ocupa extensos pasajes de Al final del arco iris. Contar ese mundo donde la realidad aumentada es omnipresente, puedes trabajar en “persona” con alguien que se encuentra en otro continente y los vínculos crean comunidades con potencial para el progreso… o meterte en batallas de fandom que ríete tú de los debates sobre si Heinlein era facha o quién es más fuerte, Sauron o Voldemort. Cuando estos detalles están entrelazados con la vida de los Gu funciona o llega a ser soportable. Cuando está unido a algo trivial como organizar la disuasión para desviar la atención en el asalto final al laboratorio donde se encuentra el virus, se convierte en la prueba de cargo más contundente contra la paginitis que atenaza el relato.

Vernor VingeComo discute Sergio Mars en su análisis, Al final del arco iris plantea un escenario posibilista en contraposición a tantas historias cyberpunk establecidas sobre una base científico-tecnológica (al menos) cuestionable. Una sensación que se ahonda en las últimas cien páginas cuando ya Vinge reescribe sobre sus mimbres argumentales la trama de Neuromante. Sin pudor. Es posible que también tenga algo de “True Names“, la novela corta que puso a Vinge en el mapa en 1981. Pero no la he leído.

La albañilería de mundos arrincona el relato de superación de su protagonista, con una trama en particular (el enfrentamiento entre facciones, aquí llamados grupos de opinión) que sobra. Para Vinge, la poética de lo proyectivo, la estética del escenario y sus elementos, y lo que cuentan sobre nosotros, parece supeditada a su verosimilitud respecto a nuestro conocimiento actual, lo que le lleva a desarrollar mucho la cacharrería y perder el pie de la metáfora de nuestro presente. No hasta estrellarse pero sí para convertir demasiadas páginas en una descripción de ese mundo posible tras la llegada de la realidad aumentada, con unas migajas de singularidad. Y ahí Al final del arco iris cruje sobre el corazón utópico que late en sus entrañas. Ese futuro donde la tecnología mejora la vida de las personas, material, psicológica y social. Un medio para, a través de la colaboración, resolver problemas de diversa índole siempre que haya una dirección ajena a las ambiciones personales. Sin dejar a un lado connotaciones aterradoras, caso del completo desprecio por siglos de cultura, caracterizados a través de la digitalización y privatización de las bibliotecas.

Cuando Vinge abandona ese afán especulativo más didáctico/profético y reconecta con la historia de superación y redención de Gu, Al final del arco iris depara sus mejores páginas. Una vuelta a una ciencia ficción modernista, consciente de los asuntos más turbadores del progreso e interesada en articular soluciones. La pena es que esto queda oculto muchas veces detrás de montones de árboles que hacen difícil llegar a ello. Al final del arco iris no mereció el premio Hugo de 2007.

La carretera, publicada en su mismo año, era imposible que lo ganara. No fue candidata (una situación corregida en España en los Xatafi-Cyberdark y los Ignotus de 2008). Pero me sorprende que Visión ciega, una novela construida con una argamasa de cf rigurosa en lo científico, se quedara en finalista. Salvo ese espíritu utópico, inexistente en un texto anegado de pesimismo ontológico, da a los votantes de los Hugo lo que parecieron premiar: una especulación arrolladora sobre la percepción y nuestras limitaciones, con un escenario y un desarrollo desbordantes. A mi modo de ver mucho mejor que una narración aquejada de serios problemas.

Al final del arco iris (Ediciones B, col. Nova Ciencia Ficción nº210, 2008)
Rainbow’s End (2007)
Traducción: Pedro Jorge Romero
Rústica. 416pp.
Ficha en la web de La tercera fundación

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