The Mandalorian o los rezagados del imperio

The Mandalorian

Decir que The Mandalorian reúne los talentos y los imaginarios del western y la ciencia ficción no es decir mucho, la verdad. Decir que logra encajar bien las idiosincrasias, a priori tan opuestas, de esos dos géneros, realmente no añade mucho a lo que hay que decir sobre la serie. Y no es que ‘haya’ que decir nada, pero las capas de ficción que se van añadiendo a un universo cerrado o, como mínimo, tan identificable y autosuficiente como el de Star Wars, tienen el problema de estar condicionadas por el argumento central, por la historia mayor en la que se entreveran. La historia tiene que encajar en otra, ya sea para continuarla o matizarla, y ahí está el verdadero reto. Al fin y al cabo, Jon Favreau, el creador de la serie, ya había jugado a unir los géneros en (la no muy buena) Cowboys & Aliens, o sea que eso no es nada nuevo.

A Jon Favreau hay que reconocerle que se ha atrevido con proyectos no muy seductores, y que ha cumplido donde no era fácil cumplir. ¿Una secuela de Jumanji? Pues sí: Zathura era Jumanji en el espacio y funcionaba la mar de bien. ¿Otra película navideña más pero con Will Ferrell y las cansinas muecas de Will Ferrell? Pues también: Elf, que ya tiene veinte años, es recordada hoy con cariño. La película tenía su consistencia y aportaba algo de frescura al azucarado submundo temático al que pertenece. ¿Grandes producciones Marvel? Claro que sí: sus enérgicas aportaciones a su universo (que no son santo de mi devoción), también son notables, como lo ha sido su osadía de reinterpretar clásicos Disney en cine de imagen real. Pero la aportación clave de Favreau a la cultura de nuestro tiempo es, queda claro, The Mandalorian.

Igual que Star Trek y las series que se van sumando a su universo (no sólo pienso en Lower Decks o Discovery sino, también, y tanto o más que en estas, en películas como Galaxy Quest o en la serie The Orville), The Mandalorian ya viene de antemano predefinida por las coordenadas a las que se adscribe, con todas las reticencias y adhesiones que eso puede provocar en el público. Es una serie Star Wars, por decirlo así, y enfrentarse a eso no es fácil porque expandir algo que ya existe y con la fuerza con la que existe, es un reto: todos te mirarán con recelo. Favreau parece que, como decía antes, encuentra sus mayores talentos (más que en la interpretación, sin duda) cuando se adentra en universos ajenos para aportar su propia visión de las cosas. Su creatividad mejora cuando se apoya en obras de terceros.

La serie transcurre después de los hechos de El Retorno del Jedi: el mandaloriano, el Din Djarin interpretado por un Pedro Pascal al que (casi) no le vemos la cara, se rebela contra sus contratistas –ya al inicio de la serie– y el mundo por el que se mueve es el residuo libertino y desestructurado de un imperio que ya fue. En ese contexto empieza todo, y vemos al cazarrecompensas encariñándose por sorpresa con ese encargo conocido comúnmente como bebé Yoda pero cuyo nombre aprendemos más tarde. Ese es el punto de partida. Una desobediencia. Una apuesta por la ternura entre las ruinas (vivas) del imperio.

El hombre sin nombreEl hombre sin nombre de las películas de Leone era un Clint Eastwood lacónico que erraba solo por las llanuras del oeste con sus encargos y su excelente puntería (laboral); el entorno era hostil y desértico y era un cazarrecompensas imparable. La música, en toda la obra de Leone pero sobre todo en la Trilogía del dólar, tiene una rareza tan extrema que todos la reconocemos y ya asociamos esas primeras notas respingonas, esos silbidos inolvidables de Kurt Savoy, al spaghetti western. Morricone dio una textura a las imágenes, una mirada, que ya no se desligan la una de las otras. Pues bien: se puede decir lo mismo de The Mandalorian. La música de Ludwig Göransson, ese ritmo, entre lánguido y proliferante, que yo diría remite más al western que a, cómo no, La guerra de las galaxias, es otro de los elementos clave de la serie, de la impresionante fusión de géneros que consiguen Favreau y su equipo, y una distinción muy representativa de lo bien que conocen los mundos que congregan en la serie.

Y es que hay que quitarse el sombrero ante lo que ha conseguido Göransson, que es no sólo no desentonar entre un mar de bandas sonoras sobresalientes, universalmente reconocidas (las del spaghetti y las de John Williams para Star Wars), sino directamente añadir asombro y personalidad a sus compases. Hablarles de tú a tú a sus maestros. E imagen y música entrelazadas en constante ósmosis creativa, quedan, como en sus modelos, para el recuerdo.

A la serie le hago algún reparo, de todos modos, y es uno general, de hecho, que se le puede hacer a muchos títulos del género y que ya mencioné en mis (muy matizables) palabras sobre Dune: el novum y el imaginario cienciaficcionesco están “utilizados como requisito indispensable para encuadrar la historia en un imaginario determinado, [pero no hay] un pensamiento distorsionador y crítico que sea, en sí mismo, distorsión de la realidad. Lo que vemos es la tarea de un sastre capaz de confeccionar trajes muy bonitos, pero poco más.” Es una tendencia del género que se ve más a menudo de lo que comentamos –diría– pero que más decepcionan: ver que la ciencia ficción es sólo una superficie alterada. La pistola real es una de rayos; el caballo de siempre es una especie de gigantesco mero con patas; la luna es una serie de lunas de colores. Etc. En ese sentido se puede decir que The Mandalorian, al contrario que, por ejemplo, Star Trek Discovery, no es ciencia ficción pura. Es un western disfrazado de ciencia ficción. Lo que pasa es que el disfraz le sienta bien y aprovecha las ventajas que le ofrece (sobre todo cuanto a imaginario se refiere).

No hay una gran historia detrás y muchos capítulos (como el segundo de la primera temporada, sin ir más lejos), no cuentan mucho. Está sólo, ese capítulo, para que empecemos a ver cómo es o será el nuevo personaje, ese bebé de cincuenta años –francamente mono– con un poder muy parecido a la fuerza, con un aspecto casi idéntico al del maestro Yoda de la saga que sabemos. El resto del episodio está de relleno. Y no lo digo como crítica negativa sino como descripción, hasta como elogio, porque ya está bien que así sea. El episodio nos está diciendo: prestad atención, que esto será importante. Y ya está. No quiere decirnos nada más. Vemos, bien al principio –y qué sorpresa verle, por cierto–, a Werner Herzog como locuaz pero muy solemne tipo sentado que hace encargos, un viejo representante del imperio convencido de que el imperio mejora cuanto toca. Él y sus stormtroopers de armadura ajada son las ruinas del poder, del imperio estelar, igual que los franceses enloquecidos, fanáticos de la colonización, lo eran de su imperio en Apocalypse Now y se aferraban a su derecho a reinar tan lejos de casa, anclados ahí en el Mekong y el pasado. Así Herzog y los suyos en The Mandalorian.

Baby YodaComo apuntaba antes, el disparador de la serie es el encargo que le hacen de traer al Yoda (cuyo nombre real sabremos más tarde), y que él, el mandaloriano, se niega. Y en medio de estas idas y venidas, de los conflictos que se derivan de una desobediencia (moralmente justificada), hay aventura y diversión –como el homenaje a Tarantino en el episodio 6 de la primera temporada– y un progresivo aumento en la tensión de lo que sucederá, en las expectativas que, paradójicamente, genera lo poco que ocurre en cada episodio.

Dos líneas tiene la serie: la consuntiva, que, en la jerga de Ferlosio, era la que se consume a sí misma, es decir, el episodio autoconclusivo, y la adquisitiva, la que continúa, ya sea sutilmente, con el avance de la serie en los siguientes episodios. El bebé Yoda y la propia historia del mandaloriano es la adquisitiva, de la que nos dan demasiado poco. Pero pronto vemos que el imperio está obsesionado con el Yoda porque el poder se obsesiona con el chispazo del genio, con esa luz adelantada que le puede debilitar. Eso es lo que vamos viendo en The Mandalorian. Que es entre otras cosas un estudio del poder. De cómo se aferra, hambriento, al cadáver de sí mismo para no dejar de existir.

No quiero estropearle la historia a nadie y por eso prefiero no entrar en detalles, pero hacia el final de la primera temporada es donde coge fuerza la línea adquisitiva de la serie: el último episodio cierra el corto arco narrativo, uno de ellos, o, más que cerrarlo, sería mejor decir que reafirma las actitudes y las intenciones del mandaloriano para con el Yoda. No es una gran historia la que se cuenta aquí, pese a que hay momentos de una épica muy emocionante, si se puede decir así (pienso en el sacrificio –un poco a la manera de Terminator 2– de cierto robot), y lo que cautiva, por tanto, es más la atmósfera de abandono de ese mundo post imperio, donde se percibe que todos están como a la espera de poder ubicarse y entender su papel en el tiempo que les ha quedado vivir.

Es un escenario altamente estilizado, y todo está como caído, como si la mayoría de pobladores hubiesen abandonado, de repente y sin explicaciones, su lugar, y quedasen sólo los rezagados tratando de entender su situación. Ahí pone el acento la serie, y la bruma algo melancólica que emana es lo que queda en el recuerdo, más que la historia en sí.

Mando y los suyos llegan a Tatooine, como no podía ser de otra manera, y ahí vemos que el arco narrativo principal será llevar al pequeño Yoda a los Jedi –de los que nada sabe–, y así cada episodio es una aventura que se va acercando más y más al personaje más emblemático de la saga. Pero el Yoda –que se llama Grogu, por cierto, que no sé por qué no lo he dicho hasta ahora– sigue siendo un misterio. Mientras esperamos a saber más, a ver más manifestaciones de la personalidad de Grogu, la serie va cogiendo forma o fuerza en el apartado visual. El segundo y tercer episodios de la segunda temporada son visualmente espectaculares: los paisajes, las anchas tomas como en los westerns, los colores, esa música, el diseño de interiores, los paisajes, el vestuario estilizado y la vida alienígena tienen cada vez más poderío hasta el punto de crear algunas imágenes que no me sorprendería que se hicieran, con el paso del tiempo, icónicas. En el segundo episodio, en esa memorable set piece con las arañas (que recuerda a Tremors, a La cosa, y, sobre todo, a la irregular pero fascinante Prometheus), asistimos a una sucesión de azules increíbles, fotografiados de manera que vemos la gradación de los colores como si notáramos el cambio de una temperatura.

Giancarlo Esposito (a quien conocemos, entre otros papeles, por el de Gustavo Fring en Breaking Bad), es un antagonista típico de la saga –el antagonista típico– y su obsesión con Grogu habla más de Grogu y de Din Djarin, por cómo les hace estrechar su vínculo, que sobre su propia maldad. La cosa es que tiene más consistencia el imperio en general, lo mucho que necesita recuperar su poder, que sus representantes aislados. En este sentido, se puede decir que aunque la serie esté vaciada de argumento hay un tenue hilo que se va sosteniendo, episodio a episodio, que no sólo es la relación entre Mando y Grogu, sino los restos de la guerra entre el imperio y la resistencia, y cómo el personaje de Esposito va siguiendo lo único que sabe seguir, que son los pasos de sus predecesores en el ámbito de la conquista. Y eso dice más del imperio que de sí mismo, lo cual es lógico: todos los jerarcas se subsumen en la estructura que los sostiene y no existen por sí mismos. Sólo son imperio. (Como en las empresas, claro, los cargos no son personas sino empresa).

En el quinto episodio de la segunda temporada, cuando nos reencontramos, por fin, con los Jedi, es cuando el vínculo con las películas se hace más emocionante. Las referencias continuas la enlazan con la épica de los Jedi. Y de repente lo que era mono es fascinante e intimidatorio. Todo está tan dosificado que nos llena de preguntas.

Lo que se ve en la serie son ansias de dominación. La razón de ser del imperio, que es imponerse y dominar, perdura, sigue viva hasta en sus ruinas: el imperio resurrecto se aferra a los resquicios del poder, a lo poco que queda, con un patetismo lamentable. Y como decía antes, Grogu es la rareza, el punto de genio que es libre e inexplicable y el imperio, por su propia naturaleza, se siente desafiado por esa excentricidad y necesita controlarla. Asimilarla y hacerla suya; o sea, matarla. Y hasta la historia de Din Djarin, el mandaloriano, con su propia cultura, queda inevitablemente opacada por el peso de este imperio loco, de lo que pretende, y de la genialidad de Grogu. Sobre Din Djarin y esa cultura del sacrificio y la guerra se podría escribir también unos apuntes.

Historia parca, como sabemos, pero entre otras cosas se convierte en una historia de amor padre-hijo, o paternofilial, si se prefiere el palabro, que aleja la puesta en escena de los tintes inevitablemente épicos que tiene y la acerca a un relato más íntimo. Sobre todo porque la relación surge como surgen siempre las relaciones: por azar y de manera inesperada. En el plano de la emoción, destaca la presencia, electrónicamente modificada, de Mark Hamill al final de la segunda temporada, con la música de John Williams de fondo. No es sólo un autohomenaje: es uno de los momentos más verdaderamente emocionantes de la historia reciente de las series o, de hecho, de cualquier formato audiovisual.

Hay que decirlo: las críticas a la tercera temporada fueron duras. Injustamente. Rechazaron algunas decisiones, como que se relegue a Din Djarin a un segundo plano frente a otros mandalorianos como la heroica Bo-Katan interpretada por Katee Sackhoff. ¿Qué cosas, no, criticar eso? Porque la serie nos acerca a la cultura de Mandalore y ese contexto de hecho hace que conozcamos mejor a Din Djarin, y amplía su constelación de personajes. En cualquier caso, y como toda serie, tiene sus altibajos, claro que sí, pero también aporta uno de los espectáculos visuales más impresionantes de estos últimos años, una muestra del talento crecido de un Jon Favreau que sabe leer a sus modelos y poner imagen y palabra a la naturaleza fanática del poder y los imperios.

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